Donald Richards esperaba en la barra del Palio cuando llegó Susan, a las siete y diez.
—Sí, había un tráfico terrible. No te preocupes —le interrumpió la disculpa—, yo también acabo de llegar. Hoy he almorzado con mi madre. Escuchó los programas en los que intervine y se quedó muy impresionada contigo. Sin embargo, cuando le dije que había quedado aquí contigo para cenar, me riñó. Parece que en su época los caballeros siempre pasaban a buscar a las damas a su casa y las acompañaban hasta el restaurante.
Susan rió.
—Con el tráfico que hay en Manhattan, si hubieras tenido que pasar por el Village y volver otra vez al centro, los restaurantes ya habrían cerrado. —Miró en derredor. La barra en forma de herradura estaba repleta y flanqueada a ambos lados por pequeñas mesas, todas ocupadas. En un mural espléndido se veía la famosa carrera de caballos que daba nombre al restaurante; la imagen, en la que predominaban los rojos, se extendía por todas las paredes del salón de dos pisos. La luz tenue daba un ambiente acogedor y sofisticado al mismo tiempo—. Es la primera vez que vengo aquí. Me gusta, es muy bonito —comentó.
—Yo también, pero me lo recomendaron mucho. El comedor está en el primer piso.
Richards le dio su nombre a la joven de la recepción.
—Tenemos la reserva confirmada. Nos dejan usar el ascensor gratis —le dijo a Susan, que trataba de que no se le notara el interés con que examinaba a Donald Richards.
Tenía cabello castaño oscuro, con un toque caoba; «castaño otoño», lo habría llamado la abuela Susie, pensó Susan. Llevaba unas gafas grandes con montura gris de metal. Las lentes resaltaban el color azul grisáceo de los ojos… ¿O eran azules claros, y la montura influía ligeramente en el color?
Era evidente que se había vestido para la cena. El lunes y el martes había ido al estudio con una americana gastada y unos pantalones corrientes, con la típica pinta de profesor descuidado. Pero esa noche, en cambio, tenía un aspecto completamente diferente: un traje azul oscuro, obviamente caro, y corbata azul y plateada.
—Estás estupenda. Me gusta mucho tu conjunto —dijo Donald cuando subieron en el ascensor y se cerraron las puertas.
—No estoy muy segura de estar a tu altura —respondió ella con candidez—. Como diría mi abuela, estás de lo más emperifollado.
—Te aseguro que estás completamente a la altura.
Bajaron en el primer piso, donde los recibió el máitre y los acompañó a la mesa. Pidieron las bebidas, Susan vino blanco y Donald un martini.
—Casi nunca lo pido —explicó—, pero hoy ha sido un día muy duro.
¿Por qué había comido con su madre?, se preguntó Susan. Se recomendó no mostrarse demasiado curiosa. No obstante, quería saber muchas cosas y se preguntaba si encontraría una manera segura de formular las preguntas. Por ejemplo, ¿por qué se había alterado tanto cuando le habían preguntado por la muerte de su esposa? ¿No era normal mencionar que había hecho varios cruceros cuando Susan le habló de la desaparición de Regina Clausen en un barco? Y el Gabrielle era su barco favorito. Tenía que hacerlo hablar de él.
La mejor manera de dirigir la conversación hacia donde uno quiere es desarmar al otro. Ayúdalo a relajarse, se dijo.
—Hoy ha llamado una oyente —le comentó con una sonrisa—, y dijo que después de escucharte en el programa fue a comprar tu libro. Le pareció muy bueno.
Richards le devolvió la sonrisa.
—Sí, la he oído. Obviamente una mujer con mucho criterio.
¿La has oído?, se preguntó Susan. Los psiquiatras ocupados no suelen escuchar los programas de consejos de dos horas.
Llegaron las bebidas y Richards levantó la copa para brindar por ella.
—Brindo por el placer de tu compañía.
Era un brindis típico. Sin embargo, ella sintió que detrás del cumplido informal había algo: una intensidad en la forma en que lo dijo y entrecerró los ojos, como si la examinara bajo un microscopio.
—Doctora Susan —le dijo—, tengo que reconocer algo: te buscado en Internet.
Vaya, ya somos dos, pensó Susan. En fin, ahora estamos parejos.
—¿Te criaste en Westchester? —le preguntó.
—Sí, en Larchmont y después en Rye. Pero mi abuela siempre vivió en Greenwich Village, y de niña pasaba muchos fines de semana con ella. Siempre me ha gustado. Mi hermana es mucho más del tipo club de campo que yo.
—¿Padres?
—Divorciados hace tres años. No fue una de esas situaciones de incompatibilidad, sino que mi padre conoció a otra y se enamoró perdidamente. Mi madre quedó destrozada y pasó por varias etapas: desolación, enfado, amargura, negación…
—¿Y tú cómo te sentiste?
—Triste. Éramos una familia feliz, muy unida, o al menos eso creía. Nos queríamos. Sin embargo, después del divorcio todo cambió. A veces me parece que hubiéramos ido en un barco que choca, con un arrecife y se hunde. Nos salvamos todos, pero cada uno en un bote salvavidas diferente. —De pronto se dio cuenta de que había contado más de lo que quería.
Donald, para cambiar de tema, le preguntó:
—Tengo curiosidad por algo. ¿Qué te hizo dejar la fiscalía y volver a la universidad para doctorarte en psicología clínica?
Para Susan era una pregunta fácil de responder.
—Me di cuenta de que no estaba tranquila. Cuando sacaba a algún delincuente incorregible de las calles me sentía muy satisfecha. Pero una vez procesé a una mujer que mató a su marido porque estaba a punto de dejarla. La condenaron a quince años. Jamás olvidaré la cara de asombro e incredulidad cuando oyó la sentencia. Lo único que pensé es que si la hubieran cogido a tiempo, si la hubieran ayudado a liberar esa ira antes de que la destruyera…
—Un dolor terrible puede disparar una ira terrible. No me sorprende que más adelante, cuando viste a tu madre en esa situación; pensaras que podría haber sido ella la sentenciada.
Susan asintió.
—Después de la separación, durante un breve período, mi madre tuvo tendencias suicidas y violentas a la vez, por lo menos eso se deducía de la forma en que hablaba de mi padre. Hice todo lo posible por ayudarla. En cierto modo echo de menos los juzgados, pero sé que tomé la decisión apropiada. ¿Y tú qué? ¿Cómo llegaste a esta profesión?
—Siempre quise ser médico. En la facultad comprendí hasta qué punto la mente afecta a la salud física, y elegí la psiquiatría.
Llegó el camarero con las cartas, y tras unos minutos de sopesar los pros y los contras de los diferentes platos, hicieron el pedido. Susan esperaba utilizar la pausa para dirigir la conversación hacia él, pero Richards volvió a su programa de radio.
—Mi madre me preguntó —dijo— si habías vuelto a tener noticias de Karen, la mujer que llamó el lunes.
—No, ninguna.
—¿El productor le mandó la grabación del programa a Justin Wells?
—¿Lo conoces? —preguntó Susan, asombrada.
—Sí, nos hemos visto.
—¿Personal o profesionalmente?
—Profesionalmente.
—¿Lo tratabas por unos celos exagerados y peligrosos?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque si la respuesta es sí, creo que tienes la obligación moral de contárselo a la policía. No quería ser evasiva cuando me preguntaste sobre Karen, pero la verdad es que, aunque no volvió a llamarme, me he enterado de algunas cosas. Resulta que la mujer que dijo llamarse Karen es la esposa de Justin Wells, y en realidad se llama Carolyn. Se cayó o la empujaron delante de una camioneta en marcha poco después de llamarme.
Donald Richards se quedó serio y pensativo.
—Creo que tienes razón, tengo que hablar con la policía —dijo.
—El capitán Shea de la comisaría Diecinueve está a cargo de la investigación —le informó Susan.
Tenía razón, pensó. Es evidente que lo que le pasó a Carolyn está relacionado con la llamada que me hizo y los celos de su marido.
Pensó en el anillo de turquesas con aquella frase amorosa. El hecho de que Tiffany lo hubiese comprado en Greenwich Village probablemente no significaba nada. Como las estatuas de la Libertad de plástico, los Taj Mahals de marfil o los relicarios con forma de corazón, eran el tipo de recuerdos y chucherías que tenían las tiendas de todas partes.
—¿Qué tal la ensalada? —preguntó Richards.
Era evidente que quería cambiar de terna. Y tenía razón, pensó Susan aliviada. Ética profesional.
—Perfecta. Ya te he hablado mucho de mí ¿Y tú, tienes hermanos?
—No; soy hijo único. Crecí en Manhattan. Mi padre murió hace diez años. Mi madre entonces decidió vivir todo el año en Tuxedo Park. Es pintora, bastante buena por cierto incluso diría que muy buena. Mi padre era un marino nato y solía llevarme a navegar.
Susan cruzó los dedos mentalmente.
—¿Por qué interrumpiste tus estudios durante un año para trabajar en un crucero? ¿Influencia de tu padre?
Richards sonrió.
—Parece que los dos consultamos Internet, ¿no? Sí, lo pasé muy bien ese año. Hice un crucero alrededor del mundo, primero por los puertos más importantes y después por otros más pequeños. Recorrió casi todo el globo.
—¿Qué hace exactamente un ayudante del director del crucero?
—Ayuda a organizar y coordinar las actividades a bordo. Todo, desde contratar a los animadores y asegurarse de que tengan todo lo que necesitan, hasta organizar partidas de bingo o bailes de disfraces. Resolver contratiempos. Fijarse en los pasajeros solos o tristes y animarlos. De todo.
—Tu biografía dice que conociste a tu mujer en el Gabrielle, que además es tu barco favorito. Era el barco en que viajaba Regina Clausen cuando desapareció.
—Sí, no la conocía, por supuesto, pero comprendo muy bien por qué le recomendaron el Gabrielle. Es un barco precioso.
—Si hubieras sabido de la desaparición de Regina Clausen, ¿la habrías incluido en tu libro? —preguntó con la esperanza de que la pregunta no sonara muy brusca.
—No, no lo creo.
—Me intriga saber qué te dio la idea de escribir Mujeres desaparecidas.
—Me interesé en el tema porque hace seis años tuve un paciente cuya mujer desapareció. Un día, simplemente no volvió a casa. Él se la imaginaba en todo tipo de situaciones: prisionera, vagando por las calles con amnesia, asesinada.
—¿Y supo al fin qué había pasado?
—Sí, hace dos años. Cerca de su casa hay un lago. Alguien fue a bucear y vio un coche en el fondo. Resultó su coche y ella estaba dentro. Probablemente derrapó en una curva.
—¿Y qué fue de él?
—Cambió su vida. Al año siguiente se casó. Ahora es una persona diferente de la que acudió a pedirme ayuda. Me impresionó ver que quizá lo que más duele cuando se pierde a un ser querido es no saber qué le ha pasado… y me hizo investigar otros casos de mujeres desaparecidas sin dejar rastro.
—¿Cómo elegiste los casos de tu libro?
—Me di cuenta de que en la mayoría de los casos las desapariciones se debían a algún tipo de engaño. Sobre esa base, analicé cómo algunas mujeres se metían en determinadas situaciones y después recomendé algunas pautas para evitarlas.
Durante la conversación el camarero había retirado los platos de ensalada y servido los primeros. La conversación continuó a lo largo de toda la cena, en la que intercalaron comentarios sobre la buena calidad de la comida y otros restaurantes favoritos (Nueva York es un festín para comer) con las preguntas de tanteo más evidentes.
Don Richards terminó el último trozo de lenguado y se reclinó en el respaldo de la silla.
—Me siento como en una sesión de preguntas y respuestas en la que yo soy el que responde —dijo de buen humor—. Hablemos un poco más de ti, Susan. Como te he dicho, a mí me gusta navegar. ¿Qué haces tú en los ratos libres?
—Suelo esquiar. Me enseñó mi padre, un gran esquiador. A mí me llevaban a esquiar igual que a ti te llevaban a navegar. Mi madre y mi hermana detestan el frío, así que mi padre tenía todo el tiempo para mí.
—¿Sigues esquiando con él?
—No, me temo que ha colgado los esquíes.
—¿Desde que se ha vuelto a casar?
—Más o menos.
Susan se alegró de que el camarero llegara con la carta de los postres. Estaba hablándole demasiado de ella a pesar de que lo que quería era saber de él.
Los dos decidieron saltarse el postre y pedir café. Cuando lo sirvieron, Richards mencionó a Tiffany.
—Hoy me dio mucha pena escucharla. ¿No te parece demasiado vulnerable?
—Creo que está desesperada por enamorarse y que la quieran —coincidió Susan—. Parecía como si Matt hubiera sido lo más parecido a una relación duradera en toda su vida. Mencionó su nombre por si acaso.
Richards asintió.
—Apuesto a que si Matt la llama, no será por lo feliz que está del revuelo armado por el detalle de regalarle un anillo. La mayoría de los chicos se espantarían por algo así.
¿Le quita importancia a lo del anillo?, se preguntó ella. De pronto recordó la letra de la canción Por siempre mía: «Ver las pirámides del Nilo, y el sol que se levanta en una isla tropical…».
Cuando más tarde salieron del restaurante, Richards llamó un taxi. Le dio la dirección de Susan.
—No creas que adivino el pensamiento —se explicó—, pero busqué tu nombre en la guía y te encontré como S. C. Chandler ¿Qué significa la «C»?
—Connelley, el apellido de mi madre.
Cuando llegaron a su casa, Donald dejó el taxi esperando y la acompañó hasta la puerta del apartamento.
Tu madre va a estar encantada: un perfecto caballero, se dijo Susan pensando en Alex Wright que le había dicho lo mismo hacía dos noches. Dos caballeros en tres días no está mal, pensó.
Richards le cogió la mano.
—Creo que te di las gracias por el placer de tu compañía al principio de la noche. Ahora te las vuelvo a dar con más énfasis aún. —Se puso serio y añadió—: No tengas miedo de que te hagan un cumplido. Buenas noches.
Cuando se marchó, Susan cerró con doble llave y se apoyó un momento contra la puerta.
Después se dirigió al contestador automático. Había dos mensajes; el primero era de su madre: «Llámame a cualquier hora antes de la una». Eran las once menos cuarto. Sin escuchar el segundo mensaje y con los dedos cruzados para que no pasara nada malo, Susan empezó a marcar.
El nerviosismo de su madre era evidente, y casi sin hacer caso de los saludos de Susan empezó a explicar el motivo de la llamada.
—Susan, es una locura, pero me siento como si me obligaran a elegir entre mis hijas…
Susan escuchó la torpe explicación de su madre de lo contento que estaba Alex Wright de conocerla, a pesar de que Binky quería presentárselo a Dee.
—Sabemos que Dee está muy sola y deprimida, pero no me gustaría que interfiriera en una relación que a lo mejor a ti te gusta… —Era evidente que esa conversación le resultaba muy difícil.
—Te molestaría ver que Dee persigue otra vez a alguien que demuestra interés en mí. Es eso, ¿no, mamá? Pues verás, tuve una cena muy agradable con Alex Wright, pero eso es todo. Creo que Dee lo ha estado llamando. En realidad, él la ha invitado a venir con nosotros a una cena el sábado por la noche. No estoy compitiendo con mi hermana. Cuando encuentre al hombre apropiado para mí, los dos lo sabremos y no tendré que preocuparme de que escape porque mi hermana lo llama con el dedo. Porque si es un hombre de esa clase, entonces no lo quiero.
—¿Estás insinuando que debería olvidarme de tu padre? —protestó su madre.
—No, ¿de dónde sacas eso? Comprendo muy bien lo mal que te sientes porque papá te ha abandonado. A mí también me hace sentir muy mal. Pero para mucha gente, incluida yo, perder la confianza sería un golpe mortal para una relación. Así que veamos lo que pasa. A fin de cuentas, sólo he salido una vez con Alex Wright. Quizá la próxima vez que nos veamos nos aburramos espantosamente.
—Sólo te pido que comprendas que la pobre Dee está muy mal —le rogó su madre—. Esta tarde me ha llamado para decirme que vuelve a Nueva York. Nos echa de menos y está cansada de la agencia de modelos. Tu padre la ha invitado a un crucero la semana próxima. Espero que le levante el ánimo.
—Yo también. Bueno, mamá, tengo que colgar.
Al fin escuchó el último mensaje. Era de Alex Wright: «He cancelado una cena de trabajo y quería ver si te encontraba. Sé que no está muy bien que te invite otra vez de improviso, pero la verdad es que tenía ganas de verte. Te llamaré mañana».
Susan volvió a escuchar el mensaje con una sonrisa. Al doctor Richards no le parecería que me resisto a este cumplido, pensó. Y me alegro de que Dee se vaya a hacer un crucero la semana próxima.
Más tarde, cuando estaba en la cama a punto de dormirse, recordó que quería llamar a Tiffany al Grotto. Tenía que convencerla de que se viesen para comparar el anillo de ella con el que habían encontrado entre las pertenencias de Regina Clausen. Encendió la luz y miró el reloj. Eran las doce menos cuarto.
Pidió el número en información y llamó al restaurante. El teléfono sonó durante un buen rato hasta que alguien ladró: «¡Grotto!» Susan preguntó por Tiffany, que tardó unos minutos en atender. En cuanto le dijo su nombre, la chica explotó.
—Doctora Susan, no quiero volver a oír una palabra sobre ese estúpido anillo. Me llamó la madre de Matt y me dijo que me olvidase de su hijo porque se va a casar. ¡Así que tiré el maldito anillo a la basura! No lo digo por usted, pero ojalá no hubiera oído su programa ese día. Y ojalá Matt y yo jamás hubiéramos entrado en esa tienda de souvenirs. Y ojalá el tendero no nos hubiera dicho que ese hombre que acabábamos de ver compraba esos anillos para sus novias.
Susan dio un respingo.
—Tiffany, esto es muy importante: ¿viste a ese hombre?
—Claro, un tío guapísimo, con clase. No como Matt.
—Tiffany, tengo que hablar contigo. Ven mañana a la ciudad. Podemos almorzar juntas. Dime, ¿podrías recuperar el anillo?
—Doctora Susan, ahora mismo está debajo de una tonelada de huesos de pollo y pizza y ahí se va a quedar. No quiero volver a hablar del anillo. Me siento de lo más idiota por haber dicho en su programa lo fantástico que era Matt. ¡Es un gilipollas! Oiga, tengo que cortar. Mi jefe me está mirando mal.
—Tiffany, ¿te has acordado de dónde comprasteis? —Preguntó Susan con tono de súplica.
—Ya se lo he dicho, en el Village. En el West Village, no muy lejos de una estación de metro. Lo único que recuerdo es que había un sex shop enfrente. Tengo que irme. Adiós, doctora.
Susan, completamente despierta, colgó el auricular. Era una lástima que Tiffany hubiera tirado el anillo, pero lo bueno era que aparentemente recordaba al hombre que había comprado varios. Llamaré a Chris Ryan para que investigue a Douglas Layton, pensó, y le daré el teléfono de la casa de Tiffany para que averigüe la dirección. Si no puede, mañana iré a cenar al Grotto.