No sabía el apellido de Tiffany, pero aunque lo supiera y figurara en la guía de Yonkers, no era prudente ir a buscarla a su casa. Además, no era necesario, ella ya le había dicho dónde encontrarla.
Llamó al Grotto a media tarde y preguntó por ella. Como suponía, aún no había llegado; entraba a las cinco.
Había aprendido hacía mucho tiempo que la mejor manera de obtener información era dejar que los demás corrigieran una afirmación equivocada.
—Termina a las once, ¿verdad?
—A las doce, cuando cierran la cocina. ¿Quiere dejar un mensaje?
—No, gracias. Intentaré llamarla otra vez a su casa.
Al día siguiente, si el que había atendido en el Grotto se acordaba de la llamada, seguramente pensaría que había sido un amigo de Tiffany. Después de todo, ¿no había dicho que sabía el número de su casa?
Esperaba que las horas que faltaban para su excursión a Yonkers fueran placenteras. Sin embargo, estaba impaciente por verla y esperaba la cita con muchas ganas. Tiffany lo había examinado. Probablemente, como mucha gente que trabajaba en restaurantes, tenía buena memoria para las caras. Por pura suerte no le había soltado a Susan Chandler que, cuando estaba en esa tienda, había visto a un hombre comprar uno de esos anillos de turquesas.
Se imaginó a Chandler decir: «Tiffany, lo que me dices es muy importante. Tengo que verte…».
Demasiado tarde, Susan, pensó. Es una lástima… ¿Y el novio de Tiffany? ¿El tal Matt?
Volvió a visualizar la escena en la tienda de souvenirs. Había llamado para cerciorarse de que Parki tuviera anillos. Al entrar en la tienda, llevaba en la mano el importe exacto, impuestos incluidos, y tal como había pedido, Parki tenía el anillo en la caja. Fue al dar la media vuelta para marcharse cuando vio a la pareja. Recordaba claramente el momento. Sí, la chica lo miró a la cara. El chico con el que iba estaba revolviendo las chucherías del estante, de espaldas a él. Gracias a Dios no era un problema.
Parki ya había desaparecido de la escena. Y esa noche Tiffany también dejaría de ser una preocupación.
En aquel momento recordó un verso de El bandolero, un poema que había aprendido en su infancia: «Llegaré a ti con la luz de la luna, aunque el infierno se interponga en mi camino», y se rió entre dientes.