El paciente de Susan de las dos llegó sólo cinco minutos después que ella. En el taxi se las había arreglado para quitarse de la cabeza todo lo que no fuera la historia clínica del paciente: Mayer Winter, un ejecutivo retirado de sesenta y cinco años que había superado las lesiones causadas por un derrame cerebral. La gravedad de su lesión sólo se notaba en el bastón que usaba para caminar y en una ligera cojera.
Y en la profunda depresión causada por el miedo de que volviera a sucederle, se recordó Susan.
La visita de ese día era la décima sesión que hacían. Susan vio una notable mejoría, el tipo de cambio de actitud que tan gratificante le resultaba. Era su propia reacción a este tipo de victorias lo que le confirmaba que no se había equivocado hacía seis años al cambiar el derecho por la psicología.
En cuanto se marchó el señor Winter, entró Janet con los mensajes.
—Ha llamado la doctora Pamela Hastings. Está en su casa y espera su llamada.
—Ahora la llamo.
—¿No son preciosas las flores?
Susan apenas había reparado en el jarrón que había sobre el archivador de su despacho. Abrió los ojos asombrada.
—Debe de ser un error —exclamó—. Es un jarrón Waterford.
—Ningún error —le aseguró Janet—. Intenté darle una propina al hombre que trajo el ramo, pero la rechazó. Dijo que eran de parte de su jefe. Parecía el chofer o algo así.
Claro, Alex notó algo en mi tono cuando me dijo que también había invitado a Dee el sábado, pensó Susan. Eso explica un detalle tan espléndido. Qué estúpido de mi parte dejar que mis sentimientos fueran tan transparentes.
El regalo era hermoso, pero el placer de recibirlo disminuyó cuando comprendió el motivo. Por un momento se debatió entre llamar o no a Alex y decirle que no podía aceptar el jarrón. Sacudió la cabeza y pensó que ya se ocuparía más tarde de todo eso. Ahora tenía cosas más urgentes que hacer. Levantó el auricular del teléfono.
La conversación fue breve y Pamela Hastings prometió pasar por la consulta al día siguiente a las nueve de la mañana.
Susan echó un vistazo a su reloj. Dentro de un instante llegaría otro paciente, así que no tenía tiempo para especular sobre el hecho evidente de que Pamela Hastings estaba preocupada por algo más que el estado de su amiga. «Doctora Chandler —le había dicho—, tengo que tomar una decisión muy importante relacionada con lo que le ha pasado a Carolyn Wells. Quizá usted pueda ayudarme».
A Susan le hubiera gustado tener más información, pero sabía que habría sido una conversación complicada. Por lo tanto iba a tener que esperar.
—El señor Mentis está aquí —anunció Janet asomando la cabeza por el vano de la puerta.
A las cuatro menos diez llamó Donald Richards.
—Sólo llamaba para confirmar lo de esta noche, Susan. A las siete en el Palio, en la calle 51 Oeste. ¿De acuerdo?
Después de la llamada, Susan tenía unos minutos antes del siguiente paciente. Buscó el número de Jane Clausen y llamó. Como no hubo respuesta, le dejó un mensaje en el contestador.
A las seis y cinco terminó la sesión del último paciente. Janet ya se había marchado. A Susan le hubiera gustado pasar al menos un rato por su casa, pero sabía que apenas tenía tiempo de arreglarse un poco en la consulta antes de coger un taxi para ir al restaurante.
Le hubiera gustado llamar a Tiffany a su casa para convencerla de que se vieran aunque sólo fuera para comparar su anillo de turquesas con el que Jane Clausen había encontrado entre las pertenencias de Regina. Pero Tiffany seguramente estaba en el restaurante en la hora punta de la cena. La llamaré más tarde, desde casa, pensó. Dijo que trabajaba de noche, así que probablemente esté hasta bastante tarde. Si no la encuentro, telefonearé a su casa por la mañana.
Tuvo un escalofrío. ¿Por qué pensar en Tiffany la intranquilizaba tanto? Era una sensación que tenía que ver con lo que su abuela solía llamar «sexto sentido».