Tiffany, tras la segunda llamada al programa, estaba muy satisfecha de sí misma. Había transmitido exactamente lo que quería y ahora sólo esperaba que alguien se lo contara a Matt. Además, estaba segura de que a su jefe Tony Sepeddi le encantaría saber que había colado un anuncio del Grotto.
¿Y si Matt aparecía esa noche en el Grotto?, pensó entusiasmada. Tiffany se miró en el espejo. Necesitaba teñirse; las raíces oscuras empezaban a asomarle en el cuero cabelludo. Además, el flequillo estaba demasiado largo. A lo mejor me confunde con un perro pastor, pensó juguetona mientras marcaba el número de la peluquería.
—¡Tiffany! ¡Justo hablábamos de ti! Ayer una clienta nos contó que habías llamado a Pregúntale a la doctora Susan. Así que hoy lo hemos puesto. Cuando oí tu voz, le grité a todo el mundo que se callara. Hasta apagamos todos los secadores. Estuviste genial, tan natural, monísima. Y cuéntaselo a tu jefe del Grotto porque te mereces un aumento.
Tiffany pidió hora y se la dieron enseguida.
—Ven ahora mismo. Como ya eres famosa, ahora además tienes que parecerlo.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, Tiffany estaba sentada con un tinte en el pelo.
Volvió a casa a las cuatro y veinte con el pelo brillante a la altura de los hombros, las uñas recién limadas y pintadas de un azul oscuro que Jill la había animado a probar. Tienes que salir dentro de quince minutos, se recordó. Anuncio o no, Tony era terrible con la impuntualidad en el trabajo. Aun así, se tomó su tiempo para plancharse la blusa y la falda que mejor le quedaban. Si Matt aparecía, podrían ir a alguna parte cuando ella acabara, a medianoche.
Dudó si llevar el anillo de turquesas que le había inspirado el momento de gloria, y decidió dejárselo. Si Matt aparecía y se lo mencionaba, ella no haría muchos aspavientos, sólo dejaría que lo viese como quien no quiere la cosa…
En el momento de abrir la puerta para salir, sonó el teléfono. Iba a dejarlo sonar para no entretenerse hablando. Pero se lo pensó mejor y salió corriendo por si era Matt. Cruzó la pequeña sala, entró en el cuarto, más pequeño aún, y atendió a la tercera llamada.
Era la madre de Matt. No se entretuvo con saludos y fue directa al grano.
—Tiffany, por favor, deja de hablar de mi hijo por la radio. Has salido con Matthew sólo unas veces y me dijo que no tenía nada en común contigo. La semana próxima se traslada a Long Island. Hace tiempo que sale con una chica muy atractiva y acaban de prometerse. Así que olvídate de él, y sobre todo no hables de las veces que, salisteis juntos. Podrían oírlo sus amigos o la novia.
Un definitivo clic sonó en el oído de Tiffany.
Se quedó helada e inmóvil con el auricular en la mano. ¿Prometido? Ni sabía que tuviera novia, pensó mientras la desesperación se apoderaba de ella.
«Si desea hacer una llamada…».
La voz de la operadora llegaba como de otro planeta. Tiffany colgó con brusquedad. Tenía que ir a trabajar y, si no se daba prisa, llegaría tarde. Echó a correr escaleras abajo con lágrimas en los ojos y no hizo caso del saludo del hijo del casero que jugaba en la entrada.
En el coche, el dolor y la desilusión la invadieron. Los sollozos la convulsionaban. Le habría gustado parar y llorar desconsoladamente hasta cansarse, pero no tenía tiempo.
Pero cuando llegó al Grotto eligió un extremo apartado del aparcamiento y se quedó un rato en el coche. Sacó la polvera para arreglarse. No podía entrar así, no podía dejar que la viesen llorar por un gilipollas que comía pescado crudo y la llevaba a ver bodrios.
—¿Quién te necesita? —dijo en voz alta.
Una capa de maquillaje, un poco de sombra de ojos y un retoque de carmín la ayudaron a reparar el daño, a pesar de que el labio inferior no paraba de temblarle. Bueno, si tú no me quieres, tampoco te quiero yo, pensó con determinación. ¡Te odio, Matt, eres un gilipollas!
Faltaba un minuto para las cinco. Después de todo, llegaría a tiempo, pero tenía que moverse. Lo único que le faltaba era que Tony le gritara.
Camino a la puerta de la cocina, pasó al lado del contenedor. Se detuvo y lo miró. Con gesto rápido se quitó el anillo de turquesas del dedo y lo tiró dentro.
—Este anillo asqueroso sólo me ha traído mala suerte —murmuró. Corrió hasta la puerta de la cocina, la empujó y gritó—: ¡Hola, chicos! ¿Se ha enterado Tony de la publicidad que le he hecho hoy a esta tasca de mala muerte?