Jane Clausen entró en la sala del hospital con fatigada resignación. Tal como se imaginaba, su médico había insistido en que se pusiera inmediatamente en tratamiento. El cáncer, que inevitablemente ganaba la batalla con su cuerpo, al parecer no estaba dispuesto a darle las fuerzas ni el tiempo que necesitaba para ocuparse de todo lo que debía. Ojalá hubiera podido decir «Basta de tratamientos», pero no estaba preparada para morir… todavía no. Debía ocuparse de algunos asuntos inconclusos, especialmente ahora que tenía ciertas esperanzas de que al fin podría enterarse de la suerte corrida por Regina. Si la mujer que había llamado al programa de la doctora Chandler aparecía y enseñaba la foto del hombre que le habrá regalado el anillo de turquesas, al menos sería un punto de partida. Se desvistió, colgó la ropa en el pequeño armario, se puso un camisón y una bata. Vera le había preparado el equipaje. Por la mañana empezaría otra tanda de quimioterapia.
Cuando sirvieron la cena, sólo quiso una taza de té y una tostada.
Se metió en la cama, tomó el analgésico que le había traído la enfermera y empezó a adormilarse.
—Señora Clausen.
Abrió los ojos y vio el rostro solícito de Douglas Layton inclinado sobre ella.
—Douglas. —No sabía si se alegraba de la visita, pero en cierto modo se sintió reconfortada al ver la preocupación del joven abogado.
—La llamé a su casa porque necesitábamos que nos firmara un impreso fiscal. Cuando Vera me dijo dónde estaba, vine directamente aquí.
—Pensaba que había firmado todo en la reunión —murmuró..
—Me temo que se le pasó una hoja. No se preocupe, puedo esperar. No quiero molestarla ahora con esto.
—Qué tontería. Déme el papel.
No me sentía bien en esa reunión, pensó Jane. No me extraña que no lo haya firmado. Cogió las gafas y echó un vistazo al impreso.
—Ah, sí, éste.
Firmó laboriosamente con la pluma que él le tendió, esforzándose por no salirse de la línea.
Esa noche, con la luz tenue del hospital, Jane Clausen pensó en lo parecido que era Douglas a los Layton de Filadelfia que ella conocía. Una buena familia. El día anterior se había apresurado a desconfiar de él. Ése era el problema, pensó. La enfermedad y toda la medicación le estaban haciendo perder el juicio. Mañana llamaría a la doctora Chandler y le diría que estaba segura de que había cometido una equivocación al sospechar de Douglas… una equivocación terriblemente injusta.
—Señora Clausen, ¿necesita alguna cosa?
—No, nada, gracias, Douglas.
—¿Quiere que venga a visitarla mañana?
—Llame antes. Quizá no esté para recibir visitas.
—Comprendo.
Jane Clausen sintió que le levantaba la mano y se la besaba suavemente.
Se quedó dormida antes de que él saliera de puntillas de la habitación, pero aunque hubiese estado despierta, en la oscuridad no habría visto su sonrisita de satisfacción.