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Jim Curley se dio cuenta de que algo pasaba cuando recogió a su jefe al mediodía en la Fundación de la Familia Wright y éste le ordenó que pasara por Hayes Wadley y Smythe, una elegante floristería del Rockefeller Center. Una vez allí, en lugar de mandar a Jim, Wright le dijo que esperara y él mismo bajó del coche con una caja bajo el brazo, entró en la tienda y regresó al cabo de quince minutos seguido de un florista que llevaba un ramo espléndido en un jarrón.

Wright indicó al florista que lo dejara en el suelo del asiento trasero. El florista dedicó a Wright una sonrisa y cerró la portezuela.

—Ahora vamos al SOHO —dijo a Jim con voz alegre y le dio una dirección desconocida. Al ver la perplejidad de su chofer, añadió—: Vamos a la consulta de la doctora Chandler. O mejor dicho, tú vas a ir allí a llevarle estas flores. Yo esperaré en el coche.

Jim, durante años, había llevado flores a muchas mujeres atractivas de parte de su jefe, pero nunca había visto a Alex Wright escogerlas personalmente.

—Señor Alex, si me permite el comentario —dijo Jim con la soltura de quien tiene muchos años de servicio a sus espaldas—, la doctora Chandler me cae muy bien. Es una mujer agradable y muy atractiva, muy simpática y natural, no sé si me explico.

—Te explicas perfectamente —respondió Alex—, y estoy de acuerdo.

Jim aparcó en la calle Houston y se dirigió al edificio de oficinas. Cogió el ascensor y luego se dirigió por el pasillo a la puerta con la placa de DRA. SUSAN CHANDLER. Le dio las flores a la recepcionista, rechazó la propina y volvió al coche.

—Señor Alex —preguntó aprovechando otra vez la confianza de muchos años de trabajo leal—, ese jarrón… ¿no era el Waterford de la mesa del vestíbulo que su madre trajo de Irlanda?

—¡Muy perspicaz, Jim! La otra noche, cuando acompañé a la doctora hasta la puerta, vi que tenía uno muy parecido, pero más pequeño, así que pensé que la pieza podía hacer juego. Y ahora será mejor que te des prisa porque llego tarde al Plaza para almorzar.

*****

A las dos y media, Alex estaba de vuelta en su despacho de la Fundación de la Familia Wright.

A las tres menos cuarto, la secretaria le anunció una llamada de Dee Chandler Harriman.

—Pásemela, Alice —dijo.

Dee le habló con amabilidad y tono de disculpa.

—Alex, probablemente estás ocupado donando cinco o seis millones de dólares, así que procuraré no entretenerte.

—Desde ayer por la mañana que no reparto tanto dinero —la tranquilizó—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí, es algo muy sencillo. Esta mañana tomé una decisión trascendental. Ha llegado la hora de volver a Nueva York. Mis socios de la agencia de modelos están dispuestos a comprar mi parte. Un vecino, que tiene un piso de alquiler en este mismo edificio, se obstina en comprar el mío y me lo quitará de las manos. Así que por eso te llamo. ¿Puedes recomendarme un buen agente inmobiliario? Busco algo de cuatro o cinco habitaciones en el East Side, preferiblemente entre las avenidas Quinta y Park y las calles Setenta.

—No creo que te sirva de mucha ayuda, Dee. Vivo en la misma casa desde que nací, pero puedo preguntar por algún agente.

—Te lo agradecería. Mañana por la tarde estaré en la ciudad, así puedo empezar a buscar el viernes.

—Muy bien, tendré el nombre de alguien para recomendarte.

—De acuerdo. Quedamos mañana por la noche para tomar una copa y me pasas el nombre. Invito yo.

Dee colgó antes de que él pudiera responder. Alex Wright se apoyó en el respaldo del sillón. Se trataba de una complicación inesperada. Había notado el cambio en la voz de Susan cuando le dijo que había invitado a su hermana a la cena de la biblioteca. Por eso le había mandado flores y se había tomado tantas molestias para que fueran una atención especial.

—¿Me hace falta algo así? —murmuró en voz alta.

Después recordó que su padre siempre decía que cualquier situación negativa podía convertirse en un plus. La cuestión, pensó con ironía, era cómo hacer para que fuera así en este caso.