Antes de salir del estudio Susan llamó a la consulta. Sabía que era muy probable que la visita de la una se cancelara. La paciente, Linda, una redactora publicitaria de cuarenta años, cuyo perro acababa de morir, trataba de salir de la depresión. Había tenido sólo dos sesiones, pero Susan ya sabía que el origen de la perturbación de Linda no era el dolor por la pérdida del animal, sino la muerte súbita y reciente de su madre adoptiva, de la cual Linda estaba distanciada. El presentimiento era correcto.
—Dice que lo lamenta, pero que le ha surgido una reunión muy importante en el trabajo —le explicó Jane.
Quizá sí, quizá no, pensó Susan mientras tomaba nota mental de llamar más tarde a Linda.
—¿Algún otro mensaje? —preguntó.
—Sólo uno. La señora Clausen quiere que la llame después de las tres. Ah, y le han mandado un ramo de flores precioso.
—¿Flores? ¿Quién?
—El sobre está cerrado, y naturalmente no lo he abierto —respondió Janet con ironía—. Estoy segura de que ha de ser una nota personal.
—Ábrala, por favor, y léamela.
Susan elevó los ojos al cielo. Janet era una secretaria excelente en muchas cosas, pero su necesidad de comentar todo era motivo de exasperación constante.
—Sabía que era personal, doctora —dijo al cabo de un instante y leyó—: «Gracias por una noche maravillosa. A la espera del sábado», firmado: «Alex».
Susan de pronto se sintió más animada.
—Bien —dijo—. Janet, como no tengo ninguna visita hasta las dos, voy a ir a hacer un recado.
Al cabo de un minuto estaba en la calle parando un taxi. Había decidido ir a ver a quien estuviera a cargo de la investigación del accidente de Carolyn Wells. Ahora que tenía la certeza de que había sido la señora Wells quien había llamado el lunes identificándose como Karen, tenía que averiguar si la policía le había dado algún crédito a la versión de la anciana que había dicho que la habían empujado al paso de la camioneta.
El artículo del Times de esa mañana informaba de que la comisaría Diecinueve se ocupaba de las investigaciones del accidente de Carolyn y del asesinato de Hilda Johnson.
Era evidente que era allí donde debía empezar a buscar respuestas.
*****
A pesar de la categórica declaración de Oliver Baker en la que afirmaba que Carolyn Wells se había caído después de perder el equilibrio, el capitán Tom Shea aún no estaba satisfecho. Teniendo en cuenta que Hilda Johnson había afirmado —quizá demasiado públicamente— que había visto a alguien empujar a Wells, le costaba aceptar que la muerte de la anciana fuera una mera coincidencia, consecuencia de un asesinato fortuito. Todo se reducía a dos preguntas básicas: ¿cómo había entrado el criminal en el edificio? y ¿cómo en el apartamento de Hilda?
Desde que habían descubierto el cuerpo, un equipo de detectives había hablado con todos los inquilinos del edificio. No fue un trabajo demasiado duro, porque sólo había cuatro apartamentos en cada uno de los doce pisos.
La mayoría de los inquilinos eran como Hilda: residentes de mucho tiempo y ancianos. Todos estaban seguros de que ese lunes por la tarde no había llamado ningún repartidor, ni nadie. Los que habían entrado y salido del edificio a las horas en cuestión, aseguraban no haber visto ningún merodeador ni habían dejado entrar a nadie en el vestíbulo.
Shea llegó a la conclusión de que seguramente la misma Hilda Johnson lo había dejado entrar en el edificio y después en su apartamento. Así pues, tenía que ser una persona que le inspiraba confianza. Por lo que sabía de ella, le costaba imaginar quién podía ser. ¿Por qué diablos no habré estado de guardia el lunes por la tarde?, volvió a preguntarse bufando. Era su día libre y había ido con su mujer a Connecticut a visitar a su hija, que asistía al primer curso del Fairfield College. Hasta esa noche a las once, con las noticias, no se enteró del accidente ni vio la entrevista a Hilda.
Ojalá la hubiera llamado en aquel momento, se riñó. Si lo hubiera hecho, al ver que no me contestaba me habría dado cuenta de que pasaba algo. Si hubiera hablado con ella me habría dado una descripción del presunto agresor de Carolyn Wells.
Apenas era la una menos cuarto pero Tom ya sentía un enorme cansancio en todo el cuerpo. Estaba seguro de que la muerte de Hilda habría podido evitarse, y ahora, no sólo tenía que empezar de cero a resolver ese asesinato sino también lo que quizá era otro intento de asesinato. Hacia veintisiete años que era policía, desde los veintiuno, pero nada lo había deprimido tanto como esto.
De pronto, el teléfono lo sacó de su autoflagelación mental. Era el sargento de guardia, que le informó de que la doctora Susan Chandler quería hablar con él sobre el accidente de Carolyn Wells en Park Avenue.
—Hágala pasar —respondió Shea, que esperaba que fuera otro testigo presencial.
Unos minutos más tarde ambos se estudiaban con cauteloso interés.
A Susan le cayó bien aquel hombre de cara delgada y rasgos perfilados, ojos castaños de mirada despierta e inteligente y dedos largos y finos que tamborileaban sobre la mesa. Como se dio cuenta de que no era el típico funcionario de policía que perdía el tiempo, fue directa al grano.
—Capitán, tengo que estar en mi consulta a las dos y ya conoce el tráfico de Nueva York. Como he tardado cuarenta minutos en llegar desde Broadway y la Cuarenta y uno, seré breve.
Le resumió rápidamente su formación profesional y le hizo gracia ver que la ligera mueca de desaprobación cuando le dijo que era psicóloga daba paso a una expresión de camaradería cuando le contó que había trabajado dos años en la fiscalía del distrito.
—Mi interés en Carolyn Wells se debe a que estoy segura de que fue ella la que llamó el lunes por la mañana a mi programa de radio para dar una información valiosa acerca de Regina Clausen, una mujer que desapareció hace unos años. Durante la conversación, Wells dijo que pasaría por la consulta para verme, pero no se presentó. Sin embargo, más tarde, y según una testigo, la empujaron delante de una camioneta en Park Avenue. Me gustaría saber si hay alguna relación entre su… por el momento llamémoslo accidente, y la llamada que me hizo.
Shea se inclinó con expresión de profundo interés. Oliver Baker había dicho que la dirección en el sobre marrón que llevaba Carolyn estaba escrita en letras de imprenta y que estaba casi seguro de haber leído la abreviatura «Dra» en la primera línea. Quizá la doctora Chandler le estaba dando la clave de la relación entre la convicción de Hilda Johnson de que habían empujado a Carolyn y su propio asesinato.
—¿Ha recibido por correo algún sobre remitido por ella? —le preguntó Shea.
—No, al menos hasta ayer. Esta mañana, cuando salí, el cartero todavía no había llegado. ¿Por qué?
—Porque tanto Hilda Johnson como otro testigo vieron a Carolyn con un sobre marrón, y otro cree haber leído «Dra». ¿Esperaba usted algo de ella?
—No, pero quizá decidió mandarme la foto y el anillo que había prometido llevarme. Voy a ponerle la grabación de la llamada. Cuando acabó de pasarle la cinta, Susan vio una expresión muy intensa en el rostro del capitán Shea.
—¿Está segura de que esa mujer es Carolyn Wells? —preguntó.
—Absolutamente.
—Usted es psicóloga. ¿Le parece que esa mujer tiene miedo de su marido?
—Diría que parece nerviosa por la reacción que él pueda tener por lo que me ha contado.
Shea levantó el teléfono y ordenó:
—Compruebe si hay alguna denuncia contra Justin Wells. Probablemente por alguna cuestión doméstica de hace unos dos años. Doctora Chandler —le dijo—, le agradezco que haya venido. Si me dan el informe que espero…
El teléfono lo interrumpió. Escuchó mientras asentía. Colgó y miró a Susan.
—Era lo que pensaba. Hace dos años, Carolyn Wells puso una denuncia contra su marido, que más adelante retiró. En la declaración afirmaba que él, en un ataque de celos, la había amenazado de muerte. ¿Sabe si Wells se enteró de la llamada que había hecho a su programa?
Susan no tenía otra alternativa que decir la verdad.
—No sólo se enteró, sino que el lunes por la tarde llamó para pedir una cinta del programa. Anoche, cuando lo llamé, negó haberla pedido. Esta mañana pasé por su oficina para dejársela y no quiso recibirme.
—Doctora Chandler, le agradezco mucho esta información. ¿Podría dejarme la cinta?
Ella se puso en pie.
—Por supuesto, tengo el original en el estudio. Pero, capitán Shea, lo que quería pedirle era que investigara la posible relación entre el hombre que conoció Carolyn Wells en el barco y la desaparición de Regina Clausen. Entre las pertenencias de Regina se encontró un anillo con la inscripción «Por siempre mía».
Estaba a punto de hablarle de las llamadas de Tiffany y de lo que le había dicho sobre el tendero de Greenwich Village que vendía y quizá hasta fabricaba unos anillos iguales, cuando Shea la interrumpió:
—Doctora Chandler, tenemos constancia de que Justin Wells era, y probablemente es, terriblemente celoso con su mujer. La grabación demuestra que ella le teme. Imagino que su marido no sabía nada del hombre que había conocido en el barco. Así que cuando Wells se enteró de que su esposa había llamado al programa, se puso furioso. Me gustaría hablar con él. Quiero saber dónde estaba entre las cuatro y las cuatro y media de la tarde del lunes. Quiero saber quién le contó lo de la llamada a su programa y exactamente qué le contó.
Todo lo que decía el capitán Shea tenía sentido. Susan echó un vistazo al reloj: debía volver a la consulta. Pero había algo que no encajaba. Algo le decía que aunque Justin Wells en un ataque de celos hubiera empujado a su mujer delante de la camioneta, tenía que haber una relación entre el hombre que Carolyn había conocido en el barco y la desaparición de Regina Clausen.
Al marcharse de la comisaría, decidió seguir una pista: Tiffany. Tenía su número de teléfono y el sitio donde trabajaba, el Grotto, «el mejor restaurante italiano de Yonkers».