Pamela Hastings temía que los alumnos de su curso de literatura comparada hubieran perdido el tiempo en la clase de ese día. La combinación de dos noches sin dormir y la preocupación por su amiga Carolyn Wells la había dejado agotada física y emocionalmente. Y ahora, la sospecha de que quizá no había sido un accidente y que Justin, enfadado o celoso, hubiera tratado de matarla, era algo muy perturbador. Como era dolorosamente consciente de que la clase de ese día sobre La divina comedia era irregular e incoherente, se sintió aliviada cuando acabó.
Para colmo, había recibido el mensaje de que llamara a la doctora Susan Chandler. ¿Qué podía decirle? No tenía derecho a hablar de Justin con una perfecta desconocida. Sin embargo, no podía evitar devolverle la llamada.
El campus de Columbia y los árboles otoñales brillaban a la luz del sol. Un bonito día para estar viva, pensó Pamela con ironía mientras cruzaba el parque. Cogió un taxi para dirigirse al hospital Lenox Hill, un destino que empezaba a volverse demasiado familiar.
Al cabo de casi dos días, las enfermeras de la garita de la UCI eran como viejas amigas. La del mostrador de guardia contestó la callada pregunta de Pamela.
—Se defiende pero sigue muy grave. Cabe la posibilidad de que salga del coma. Esta mañana temprano nos ha parecido que intentaba decir algo, pero volvió a sumirse en el silencio. De todas formas es un buen signo.
—¿Ha llegado Justin?
—Está de camino.
—¿Puedo entrar a verla?
—Sí, pero sólo un minuto. Y háblele. A pesar de lo que diga la mayoría de los médicos, algunas personas supuestamente en coma saben exactamente lo que pasa a su alrededor, pero no pueden comunicarse con nosotros.
Pamela pasó de puntillas delante de tres cubículos con otros tantos pacientes antes de llegar al de Carolyn. Miró a su amiga en la cama. Le habían hecho una operación cerebral de urgencia para parar el derrame y tenía toda la cabeza vendada. Los tubos y las sondas invadían todos los rincones de su cuerpo. Además, tenía una mascarilla de oxígeno y los moretones del cuello y los brazos atestiguaban la violencia del impacto de la camioneta.
Aún le resultaba casi imposible creer que hubiera sucedido algo tan terrible después de la velada tan alegre que había pasado con Carolyn hacía apenas unas noches. Alegre hasta que empezamos con lo de la adivinación y Carolyn trajo ese anillo de turquesas, pensó. Apoyó la mano sobre la de su amiga con cuidado de no apretársela.
—Hola, cariño —murmuró. ¿Vio un ligero movimiento o sólo era el deseo de que reaccionara?—. Carolyn, lo estás haciendo muy bien. Me han dicho que estás a punto de despertar. Qué maravilla… —Se interrumpió cuando iba a decir que Justin estaba muy preocupado, pero se dio cuenta de que no convenía pronunciar su nombre. ¿Y si había sido él quien la había empujado? ¿Y si Carolyn lo había visto detrás de ella?
—Win…
Los labios de Carolyn apenas se movieron y lo que salió de ellos fue más un suspiro que una palabra. Pamela, sin embargo, supo que había oído bien.
Se inclinó sobre la cama y le dijo al oído:
—Creo que has dicho «Win». ¿Es un nombre? Si es así, aprétame la mano.
Pamela estuvo segura de sentir una ligera presión.
—Pamela, ¿se está despertando?
Justin estaba allí, despeinado, acalorado y tenso, como si hubiera llegado corriendo. Pamela no quería decirle lo que creía que había dicho Carolyn.
—Llama a la enfermera, Justin, creo que está tratando de hablar.
—¡Win! —Esta vez la palabra sonó clara, inequívoca, y el tono era implorante.
Justin se inclinó sobre la cama de su mujer.
—Carolyn, no dejaré que nadie más te posea. Haré lo que sea por ti. Por favor, buscaré ayuda. También te lo prometí la última vez y no lo hice, pero esta vez lo haré. Te lo prometo. Pero por favor, vuelve conmigo.