El miércoles al mediodía, cuando Nat Small vio que la tienda de Abdul Parki seguía cerrada, empezó a preocuparse. El negocio de Small, Oscuros Placeres, un sex shop, estaba justo enfrente de Artesanías Khyem, y los dos hombres eran amigos desde hacía años.
Nat, un hombre enjuto de cincuenta años, cara chupada, párpados caídos y oscuro pasado, se olía los problemas de la misma forma que cualquiera que se le acercara podía oler el olor a tabaco rancio y alcohol que emanaba de él.
En la calle MacDougal era un secreto a voces que el cartel de su negocio que anunciaba la prohibición de vender material a menores no guardaba concordancia con la realidad. El hecho de que nunca lo hubieran pillado se debía más bien a que sabía por instinto cuando un poli de paisano abría la puerta de su bien surtido comercio. Y si daba la casualidad de que algún chico se hallaba dentro tratando de comprar algo, Nat le pedía la documentación a gritos.
Nat tenía un solo credo que respetaba por encima de todo: no te acerques a la bofia. Por eso intentó otras soluciones cuando vio que su amigo no abría el negocio el miércoles por la mañana. Primero trató de atisbar por la puerta de la tienda, pero no vio nada. Lo llamó a su casa, pero no lo encontró. También llamó al número del casero, pero lo atendió un contestador con el absurdo «Deje su mensaje y lo llamaremos cuanto antes». Sí, claro, pensó Nat, seguro que no hará nada y aprovechará la oportunidad para quitarse de encima el contrato de arrendamiento indefinido que Abdul había conseguido en una de las periódicas crisis inmobiliarias de la ciudad.
Por último, Nat hizo algo que ponía de manifiesto la profundidad de su amistad: llamar a la comisaría por si a Abdul le había pasado algo.
—Me refiero a que es tan metódico que uno puede poner en hora el reloj guiándose por él —explicó—. Tal vez ayer se sintió mal, porque no volvió a abrir después del almuerzo. A lo mejor se fue a su casa y tuvo un ataque al corazón o algo así.
La policía registró el pequeño apartamento, impecablemente ordenado, de la calle Jane. Junto a la foto de su difunta esposa había un ramo de flores que empezaba a marchitarse. Por lo demás, no había ningún otro indicio de su presencia. Así pues, la policía decidió entrar en la tienda.
Allí hallaron el cuerpo cubierto de sangre de Abdul Parki.
Nat Small no era sospechoso. La policía lo conocía y sabía que no se involucraría en un asesinato; además, no tenía ningún móvil. De hecho, la ausencia del móvil era lo más desconcertante del caso. Había casi cien dólares en la caja registradora y no parecía que el asesino hubiera hecho ningún esfuerzo por abrirla.
Aun así, la policía decidió que podía tratarse de un robo y el criminal, quizá un drogadicto, tal vez se había asustado por la llegada de un cliente. Según la escena imaginada por la policía, el asesino se había escondido en la trastienda. Cuando el cliente se marchó, había echado el cerrojo y puesto el cartel de CERRADO.
Lo único que la policía quería de Nat y de los otros comerciantes de la manzana era información. El martes, Abdul había abierto la tienda a las nueve, como siempre. A las once había barrido la acera porque unos niños habían tirado una bolsa de palomitas.
—Nat —le dijo el detective—, usa la cabeza para algo más que tus chanchullos. Estás justo enfrente de Parki y pasas mucho tiempo poniendo guarradas en el escaparate. ¿Viste a alguien entrar o salir de la tienda después de las once?
A la hora que lo interrogaban, las tres, Nat ya había tenido mucho tiempo para pensar y recordar. El día anterior había sido muy flojo, como solían ser los martes. A eso de la una, había puesto en el escaparate las cajas de los nuevos vídeos porno recién recibidos. Aunque no se había fijado mucho, había visto a un tipo bien vestido en la puerta de su negocio que aparentemente miraba el escaparate. Pero, en lugar de entrar, cruzó la calle y se metió en la tienda de Abdul sin detenerse siquiera a mirar el escaparate.
Nat conservaba una imagen bastante clara del aspecto del individuo, a pesar de que éste llevaba gafas de sol y sólo lo había visto de perfil. Pero aunque ese sujeto tan bien vestido hubiera entrado en la tienda de Ab a eso de la una, seguramente no era el asesino, se dijo Nat. No, era inútil mencionárselo a la poli. Si lo hacía, acabaría perdiendo toda la tarde en la comisaría con un dibujante. Ni hablar.
Además, pensó, ese tío podría ser uno de mis clientes. Los ejecutivos de Wall Street, los abogados y doctores que compran mis cosas se pondrían hechos una fiera si sospecharan que hablo con la policía sobre uno de los suyos.
—No vi a nadie —informó Nat—. Pero permítame que les diga algo —añadió con tono virtuoso—. Tendrían que hacer algo con todos esos drogadictos que andan por aquí. ¡Hasta matarían a su abuela por un pico! ¡Y ya pueden ir a contarle al alcalde lo que he dicho!