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Susan no encontró a Pamela Hastings. En su despacho de Columbia le dijeron que no llegaría hasta las once. Tenía la primera clase a las once y cuarto.

Habrá pasado por el hospital a visitar a Carolyn Wells, pensó. Como ya eran las nueve y cuarto, probablemente no podría hablar con ella, así que pidió que la doctora Hastings la llamara a su consulta a partir de las dos, haciendo hincapié en que era una cuestión confidencial y urgente.

Volvió a ver la mirada de censura en la cara de Jed Geany cuando llegó al estudio diez minutos antes del inicio del programa.

—Ya sabes, Susan, un día de éstos…

—Ya lo sé, un día de éstos tendrás que empezar sin mí. Es un defecto de carácter, Jed. Siempre voy muy justa de tiempo. No te creas, hasta hablo conmigo misma del problema.

Jed le dedicó una sonrisa desabrida.

—Tu invitado de ayer, el doctor Richards, ha pasado por aquí —dijo—. Vino a recoger las cintas de los programas en que participó. Apuesto a que se moría de ganas de escucharlos para ver lo bien que había quedado.

Voy a verlo esta noche y podría habérselas llevado. ¿Por qué tanta prisa?, se preguntó Susan, pero al darse cuenta de que no tenía tiempo entró en el estudio. Cogió las notas del programa y se puso los auriculares.

Cuando el técnico anunció que faltaban treinta segundos, se apresuró a decir:

—Jed, ¿recuerdas la llamada de ayer de Tiffany? No sé si volverá a llamar, pero si lo hace, asegúrate de apuntar el número desde donde llama.

—De acuerdo.

—¡Diez segundos! —anunció el técnico.

Susan oyó la presentación de su programa por los auriculares seguida de la breve cortina musical. Respiró hondo y empezó.

—Buenos días y bienvenidos. Les habla la doctora Susan Chandler. Hoy vamos a ir directamente a las llamadas para responder todas sus preguntas.

Como siempre, el tiempo pasaba deprisa. Alguna gente llamaba con preguntas triviales.

—Doctora Susan, hay una compañera de trabajo que me tiene loca. Si voy a la oficina con un traje nuevo, me pregunta dónde lo he comprado y al cabo de unos días viene con el mismo. Ha pasado al menos cuatro veces.

—Es evidente que esa mujer tiene problemas de personalidad en los que usted no tiene por qué involucrarse —respondió Susan—. Sin embargo, hay una solución rápida y sencilla a su problema: no le diga dónde compra la ropa.

Otras llamadas eran más complejas.

—He tenido que ingresar a mi madre de noventa años en una residencia —dijo una mujer con voz cansada—. Me ha destrozado hacer algo así, pero está inválida. Ahora no me habla y me siento muy culpable.

—Déle un poco de tiempo para que se adapte —sugirió Susan—. Visítela con regularidad y recuerde que ella quiere verla aunque parezca enfurruñada. Dígale cuánto la quiere. Todos necesitamos saber que nos quieren, especialmente cuando estamos asustados, como le sucede a ella ahora. Por último, y lo más importante, deje de castigarse.

El problema es que algunos vivimos demasiado, pensó Susan con tristeza, mientras que otros, como Regina Clausen y quizá Carolyn Wells, se van muy pronto.

El tiempo se estaba acabando cuando oyó a Jed anunciar:

—La siguiente llamada es de Tiffany, doctora.

Susan miró la cabina de control y vio que Jed le hacía una seña: había conseguido el número de Tiffany por el identificador de llamadas.

—Tiffany, me alegro de que vuelva a llamarnos —empezó Susan, pero la chica la interrumpió.

—Doctora Susan, no me animaba a llamar porque quizá la desilusione, pero verá…

Susan escuchó consternada el discurso que Tiffany, evidentemente, había ensayado para explicar por qué no podía mandarle el anillo de turquesas. Parecía estar leyéndolo.

—… así que como le he dicho, doctora Susan, espero no desilusionarla pero es un recuerdo muy bonito que me regaló Matt, y me hace pensar en los buenos momentos que pasamos juntos.

—Tiffany, me gustaría que me llamara a la consulta —dijo Susan mientras tenía una extraña sensación de déjà vu. ¿No le había dicho lo mismo a Carolyn Wells cuarenta y ocho horas antes?

—Doctora Susan, no voy a cambiar de idea sobre el anillo. Además, si no le importa, me gustaría decirle que trabajo en…

—Por favor, no diga dónde —la paró Susan con firmeza.

—… el Grotto, el mejor restaurante italiano de Yonkers —dijo Tiffany desafiante, levantando la voz.

—Corta para la publicidad —le gritó Jed por los auriculares. Bueno, al menos ahora sé dónde encontrarla, pensó Susan con ironía, mientras decía por el micrófono:

—Y ahora, una pausa para los anuncios.

Cuando terminó el programa, entró en la cabina de control. Jed le había escrito el número de Tiffany en el reverso de un sobre.

—Parece tonta, pero tuvo la habilidad de colar un anuncio gratis para su jefe —observó Jed con sarcasmo. Las llamadas de publicidad comercial estaban prohibidas en el programa.

Susan se guardó el sobre en el bolsillo de la chaqueta.

—Lo que me preocupa es que Tiffany está sola y quiere volver con su exnovio. Parece muy vulnerable. Supón que algún loco estaba escuchando el programa y se le ocurre hacerle algo.

—¿Vas a ponerte en contacto con ella por lo del anillo?

—Sí, creo que sí. Tengo que compararlo con el de Regina Clausen. Sé que es bastante improbable que procedan de la misma tienda, pero no estaremos seguros hasta comprobarlo.

—Susan, hay montones de chucherías de ese tipo que se venden en muchas tiendas. Todos esos tenderos afirman que su mercancía está hecha a mano, ¿pero a quién engañan?, ¿por diez dólares? Ni hablar.

—Seguramente tienes razón —coincidió Susan—. Además… —Iba a contarle que sospechaba que la esposa de Justin Wells, la mujer que estaba gravemente herida, era la misteriosa Karen, pero se abstuvo. No, pensó, antes de decirlo es mejor ver a dónde me lleva esta información.