El miércoles, a las nueve en punto de la mañana, el doctor Donald Richards se personó en el mostrador de recepción del decimoquinto piso de Broadway 1440.
—Estuve invitado al programa de ayer de Pregúntale a la doctora Susan —le explicó a la adormilada empleada que tenía delante—. He pedido que me hicieran unas copias de los programas, pero me fui sin recogerlas. ¿Ya ha llegado el señor Geany?
—Creo que lo he visto —respondió la recepcionista. Levantó el teléfono y marcó un número—. Jed, el invitado de ayer de Susan está aquí. —Miró al doctor Richards—. ¿Cómo ha dicho que se llama?
No lo he dicho, pensó Don.
—Donald Richards.
La recepcionista lo repitió y añadió que había venido a buscar unas cintas pedidas el día anterior. Después de escuchar un momento, colgó.
—Enseguida sale. Tome asiento.
Me pregunto a qué escuela de buenos modales habrá asistido, pensó Richards mientras elegía una silla junto a una mesilla con algunos periódicos del día.
Jed salió al cabo de un momento con un paquete en la mano.
—Lo siento, doctor. Estaba a punto de mandárselas por correo. Al menos usted todavía las quiere y no ha cambiado de idea como… no recuerdo su nombre.
—¿Justin Wells? —dijo Richards.
—Exactamente. Pero se va a llevar una sorpresa, pues igualmente recibirá lo que pidió. Susan le dejará la cinta del programa del lunes en su oficina.
Interesante, pensó Richards. Muy interesante. No pasa muy a menudo que la presentadora de un popular programa de radio haga de chica de los recados. Después de darle las gracias a Jed Geany, guardó el paquete en el maletín y se marchó.
*****
Donald Richards iba por el paseo Palisades en dirección a Bear Mountain. Encendió la radio y sintonizó Pregúntale a la doctora Susan. No pensaba perderse el programa.
Cuando llegó a su destino, se quedó en el coche hasta que terminó el programa. Permaneció en silencio durante unos minutos, luego cogió una caja pequeña del maletero y se acercó a la orilla.
El aire de la montaña era fresco y calmo. La superficie del lago brillaba bajo el sol de otoño, pero aun así había zonas oscuras que delataban la profundidad de las aguas. Los árboles que rodeaban el lago empezaban a cambiar de color y estaban más amarillos, naranjas y granates que los que había visto en la ciudad y alrededores.
Se sentó en la hierba y abrió la caja. Sacó unas rosas de tallo largo, cubiertas de rocío. Una por una las fue arrojando al lago hasta que las dos docenas quedaron flotando sobre las aguas ligeramente ondeadas, mientras la corriente las esparcía.
—Adiós, Kathryn —dijo con tristeza.
Luego regresó al coche.
*****
Al cabo de una hora estaba en la garita de entrada de Tuxedo Park, una lujosa urbanización. En una época había sido lugar de vacaciones y vida social de los ciudadanos más ricos de Nueva York, pero en la actualidad era el sitio de residencia de mucha gente, como su madre, Elizabeth Richards. El guardia lo saludó con la mano.
—Me alegro de verlo, doctor Richards —le dijo.
Encontró a su madre en el taller. A los sesenta años, había decidido empezar a pintar, y, tras doce años de mucha dedicación, su talento natural se había transformado en un auténtico don. Estaba sentada ante el caballete, de espaldas a él, con cada célula de su delgado cuerpo entregada a su trabajo. Junto a la tela colgaba un vestido de noche.
—Madre.
Se imaginó su sonrisa incluso antes de que ella se volviera.
—Donald, había empezado a pensar que eras un caso perdido —le dijo.
De pronto recordó un juego de cuando él era pequeño. Cuando volvía de la escuela al ático que la familia poseía en la Quinta Avenida y sabía que su madre estaba en el estudio de la parte nordeste, corría hacia allí haciendo mucho ruido sobre el parquet que bordeaba la alfombra, mientras gritaba «¡Madre, madre!». Desde entonces le gustaba la sonoridad de esa palabra, oír su voz cuando ella le respondía: «¿Ese que viene es Donald Wallace Richards, el niño más guapo de Manhattan?».
La madre se levantó y fue a su encuentro con los brazos abiertos pero, en lugar de abrazarlo, le tocó apenas los hombros con los dedos y le rozó las mejillas con los labios.
—No quiero mancharte de pintura —dijo dando un paso atrás para contemplar a su hijo—. Empezaba a pensar que no llegarías.
—Tendría que haberte llamado. —Sonó cortante pero su madre no pareció notarlo. No tenía intenciones de explicarle dónde había pasado las últimas horas.
—¿Qué te parece mi última obra? —Su madre lo llevó hacia la tela—. ¿La apruebas?
Reconoció a la modelo del cuadro: la esposa del gobernador.
—¡La primera dama de Nueva York! Impresionante. El nombre de Elizabeth Wallace Richards empezará a sonar por todas partes.
Ella tocó la manga del vestido que colgaba junto a la tela.
—Es el vestido del baile de toma de posesión. Muy bonito, pero Dios mío, me quemaré la vista pintando todos esos arabescos de lentejuelas.
Bajaron la amplia escalera cogidos del brazo, cruzaron el vestíbulo y entraron en el comedor que daba al patio y el jardín.
—¿Sabes que tuvimos una nevada terrible la otra noche? Y eso que sólo estamos en octubre. Casi nos quedamos aislados.
—Bueno, eso tiene una solución —dijo Don mientras le acercaba una silla.
La madre se encogió de hombros.
—No te hagas el psiquiatra conmigo. Claro que echo de menos el apartamento y la ciudad, pero si estoy aquí puedo trabajar a mis anchas. Espero que tengas hambre.
—No mucha.
—Pues será mejor que cojas el cuchillo y el tenedor. Carmen, como siempre, te ha preparado un banquete.
Cada vez que visitaba Tuxedo Park la asistenta de su madre le preparaba uno de sus platos favoritos. Ese día era un chile picante con especias variadas. Mientras su madre probaba una ensalada de pollo, Don comía con entusiasmo. Cuando Carmen volvió a llenarle el vaso de agua, se dio cuenta de que lo observaba a la espera de su reacción.
—Muy bueno —asintió— Rena es muy buena cocinera, pero su chile, Carmen, es único.
—Doctor Donald —a Carmen, una versión más delgada de su propia asistente, se le iluminó la cara—, sé que mi hermana lo cuida muy bien en la ciudad, pero le digo una cosa: yo le enseñé a cocinar y aún no me ha alcanzado.
—Bueno, pero se está acercando —le advirtió Don que recordó que Carmen y Rena hablaban asiduamente. Lo último que quería era herir los sentimientos de Rena porque Carmen le repitiera algún cumplido que le había hecho a ella. Decidió cambiar de tema—. Muy bien, Carmen, ahora dígame qué tipo de informes le ha dado Rena sobre mí.
—A eso contesto yo —intervino la madre—. Dice que trabajas demasiado. Que la semana pasada, al volver de promocionar tu libro parecías agotado y preocupado.
Don no se esperaba el último comentario.
—¿Preocupado? Para nada. Seguramente pienso en mis cosas, en mis pacientes, como todo el mundo.
Elizabeth Richards se encogió de hombros.
—No empecemos a divagar. ¿Dónde has estado esta mañana?
—Tuve que ir a una emisora de radio.
—También cambiaste las visitas para no empezar hasta las cuatro.
Don se dio cuenta de que su madre le seguía la pista no sólo por la asistenta sino también por la secretaria.
—Has vuelto al lago, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí.
La cara de su madre se ablandó y le cogió la mano.
—Don, no me he olvidado de que hoy era el cumpleaños de Kathy, pero ya han pasado cuatro años. El mes próximo cumplirás cuarenta. Tienes que rehacer tu vida, salir adelante. Me gustaría que conocieras una mujer a la que se le ilumine la mirada cuando vuelves a casa después del trabajo.
—A lo mejor ella también trabaja —dijo Don—. Últimamente no hay muchas mujeres que se dediquen a ser amas de casa.
—Ay, para ya, sabes muy bien a qué me refiero. Quiero verte feliz. Y permíteme ser egoísta: quiero un nieto. Me pongo celosa cuando mis amigas me enseñan las fotos de los suyos. Lo único que pienso es: Dios, por favor, yo también quiero uno. Don, quizá hasta los psiquiatras necesiten ayuda para recuperarse de una tragedia. ¿Lo has pensado alguna vez?
No respondió y se quedó cabizbajo.
—Bueno, ya está —suspiró la madre—, te dejo en paz. Sé que no debo agobiarte, pero estoy preocupada por ti. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste unas vacaciones?
—¡Eso es! —A Don se le iluminó la cara. Ahora tenía una oportunidad de defenderse—. La semana próxima, cuando acabe la firma de libros en Miami, me tomaré seis o siete días.
—A ti te gustaban los cruceros. ¿Recuerdas que Kathy y tú los llamabais «escapadas marinas» y cogíais billetes de improviso para salir de viaje? Me gustaría que volvieras a hacerlo. Te lo pasabas bien. No has vuelto a poner un pie en un barco desde la muerte de Kathy.
El doctor Richards clavó la mirada en los ojos azul grisáceo de su madre, que reflejaban auténtica preocupación.
Ay, madre, si supieras…, pensó.