El miércoles por la mañana, Susan despertó a las seis, se duchó y lavó el pelo. Rubio oscuro o castaño claro, pensó mientras se miraba en el espejo y se arreglaba unos mechones. Bueno, al menos tiene ondas naturales y es fácil de peinar.
Durante un rato miró su imagen y se estudió desapasionadamente. Cejas demasiado gruesas. Pues bien, si eran así, así seguirían. No le gustaba la idea de depilárselas. El cutis, bien. De eso al menos podía estar orgullosa. Hasta la pequeña cicatriz que se había hecho con los patines de hielo de Dee, cuando las dos se habían caído en la pista, casi había desaparecido. La boca, como las cejas, demasiado generosa. Nariz recta… no estaba mal. Ojos, castaños como los de su madre. Barbilla decidida.
Se acordó de lo que la hermana Beatrice le había dicho a su madre cuando iba al Sagrado Corazón. «Susan tiene una veta de terquedad que en ella es una virtud. Se ve en ese mentón protuberante. Sé que le pasa algo que ella cree que debe resolver».
Ahora mismo creo que hay muchas cosas que tengo que resolver, o al menos estudiar, y tengo la lista hecha.
Se preparó un zumo de pomelo y después un café. Se llevó el vaso y la taza al dormitorio para desayunar mientras se vestía. Su conjunto favorito era el traje chaqueta de piel de camello y un jersey de cuello alto de cachemir. La previsión meteorológica de la noche anterior decía que sería otro de esos días en los cuales un abrigo era demasiado y una chaqueta no bastaba. Decidió que ese traje era ideal. Además, si tenía mucho trabajo y no podía volver a casa a cambiarse, estaría bien para salir a cenar con el doctor Donald Richards. Si, el doctor Richards, cuyo transatlántico favorito era el Gabrielle.
Para ganar tiempo, en lugar de la caminata de siempre, tomó un taxi y llegó a la oficina a las siete y cuarto. Al entrar en el edificio se sorprendió de ver que, aunque la puerta estaba abierta, no había nadie en el mostrador de seguridad. La vigilancia de este lugar deja mucho que desear, pensó mientras subía en el ascensor. Hacía poco que habían vendido el edificio y Susan se preguntó si esos fallos de servicio no serían el comienzo de una campaña sutil de los nuevos propietarios para deshacerse de los inquilinos y poder aumentar el alquiler. Mientras bajaba en el último piso, completamente a oscuras, decidió que había llegado el momento de leer la letra pequeña del contrato.
—Esto es ridículo —murmuró mientras buscaba las luces del pasillo.
Pero éstas tampoco iluminaban bien el corredor. No me sorprende, pensó al ver que faltaban dos bombillas ¿Quién está a cargo del edificio ahora? ¿Moe, Larry… Curly? Tomó buena nota de hablar con el encargado, pero en cuanto entró en su consulta olvidó las molestias y se puso a trabajar. Durante la siguiente hora se puso al día con la correspondencia y después hizo los preparativos para poner en marcha el plan que había preparado la noche anterior.
Había decidido ir a la oficina de Justin Wells y hablarle de la cinta, decirle que creía que su mujer era la misteriosa «Karen». Y si no lo encontraba, le pasaría la grabación de ese trozo del programa del lunes a la recepcionista o su secretaria. Sin duda la parte más interesante era cuando la mujer decía que en un crucero había conocido a un hombre que le había regalado un anillo aparentemente idéntico al encontrado entre las pertenencias de Regina Clausen. Si, como sospechaba ella, Wells efectivamente había pedido la cinta, entonces la mujer que había llamado tenía que ser alguien que el personal de su oficina conociera. ¿Acaso era pura coincidencia que la mujer de Justin Wells hubiera tenido un accidente poco tiempo después de la llamada?
Susan echó un vistazo al resto de las notas y subrayó los puntos que le preocupaban. «Anciana testigo del accidente de Carolyn Wells». ¿Tenía razón Hilda Johnson cuando declaró que alguien la había empujado? Otra cosa importante era el asesinato de Johnson pocas horas después. ¿Otra coincidencia? Tiffany. Había llamado el día anterior para decir que tenía un anillo de turquesas con la misma inscripción que el de Regina y Karen. ¿Se lo mandaría?
Me dirigiré a ella en el programa de hoy, pensó Susan, así a lo mejor vuelve a llamar. Aunque en realidad necesitaría verla. Si se trata del mismo anillo, debo encontrarla para que venga a verme. Sólo tiene que recordar dónde lo compró. O a lo mejor se aviene a preguntarle a su exnovio si se acuerda.
El siguiente punto de la lista tenía que ver con Douglas Layton. Jane Clausen, durante la visita a Susan del día anterior, parecía que le tenía miedo de verdad. Y él, efectivamente, se había comportado de forma sospechosa. La manera en que se había largado justo antes de la supuesta llegada de Karen. ¿Tenía miedo de encontrarse con ella? Y si era así, ¿por qué?
El último punto tenía que ver con Donald Richards. ¿Eran sólo coincidencias que su transatlántico favorito fuera el Gabrielle y que su libro tratara sobre mujeres desaparecidas? ¿Había algo más de lo que se veía en ese individuo aparentemente encantador?
Se levantó del escritorio. Nedda seguramente ya estaría en su oficina. Cruzó la recepción y avanzó por el pasillo en dirección al tentador aroma a café que salía de la cocina. Allí se encontró con Nedda —su afición a los dulces en evidencia— en el momento en que cortaba una tarta de almendras.
Su amiga se volvió al oír sus pasos y le sonrió alegremente.
—Vi luz en tu consulta y sabía que aparecerías. Tienes instinto de paloma mensajera que aparece cada vez que paso por la panadería.
Susan sacó una taza del armario y se acercó a la cafetera.
—¿Por qué no cierras con llave cuando estás sola aquí dentro?
—Porque no estaba preocupada… sabía que tú estabas aquí.
¿Qué tal van las cosas con la familia?
—Tranquilas, por suerte. Mi madre parece que se ha recuperado del ataque nostálgico del aniversario. Charles me llamó para preguntarme si la fiesta me había gustado. En realidad conocí a un hombre bastante interesante, un amigo de Binky: Alex Wright, sofisticado, muy presentable. Dirige la fundación de su familia. Es muy agradable.
Nedda enarcó las cejas.
—¡Virgen santísima!, como habría dicho mi abuela. Me dejas helada. La Fundación de la Familia Wright reparte fortunas cada año. He visto a Alex varias veces. Parece un poco reticente y aparentemente detesta ser el centro de atención, pero por lo que sé es un individuo que trabaja de verdad, no uno de esos que se limita a aprovechar las ventajas de pertenecer a la junta. Dicen que examina personalmente todas las subvenciones que se solicitan. Su abuelo empezó a acumular fortuna, su padre convirtió los millones en billones y, según dicen, al morir ninguno de los dos se había gastado el dinero de la primera comunión. Parece que Alex es pragmático, pero no está cortado con el mismo patrón. ¿Es divertido?
—Agradable, muy agradable —dijo Susan, sorprendida por la calidez de su propia respuesta—. Bueno, me voy. Tengo que hacer un par de llamadas. —Cortó un trozo de tarta de almendras, lo envolvió en una servilleta y cogió la taza—. Gracias por el equipo de «supervivencia» —dijo señalando las provisiones.
—Encantada. Pasa esta noche a tomarte una copa de vino.
—Gracias, pero hoy no puedo, tengo una cena. Mañana te hablaré de él.
Cuando Susan regresó a su despacho, Janet estaba al teléfono.
—Ah, espere un minuto, acaba de entrar dijo Janet. —Cubrió el micrófono con la mano—. Es Alex Wright, dice que es personal y pareció muy desilusionado cuando le dije que no estaba aquí. Apuesto a que es muy mono.
Contrólate, pensó Susan.
—Dile que ahora lo atiendo. —Cerró la puerta con innecesaria fuerza, dejó la taza y la tarta sobre el escritorio y cogió el teléfono—. Hola, Alex.
—Tu secretaria tiene razón —dijo con tono divertido—. Estaba desilusionado, pero debo decir que nadie me había llamado «mono» hasta ahora. Me siento muy halagado.
—Janet tiene la irritante costumbre de tapar el auricular con la mano y después levantar la voz para improvisar comentarios.
—De cualquier forma me halaga. Te he llamado a casa hace media hora —dijo cambiando el tono—. Me pareció una hora decente teniendo en cuenta que llegas a la consulta sobre las nueve.
—Hoy he llegado a las siete y media. Me gusta empezar temprano. Ya sabes, al que madruga…
—Yo también soy madrugador, así que coincidimos. Era una de las máximas de mi padre. Pensaba que el que se levantaba después de las seis perdía una oportunidad de amasar más dinero.
Susan recordó lo que Nedda acababa de decirle sobre el padre de Alex Wright.
—¿Y tú piensas lo mismo?
—No, por el amor de Dios. Algunos días, cuando no tengo ninguna reunión, duermo hasta tarde o leo los periódicos en la cama, sólo porque sé lo molesto que se hubiera sentido mi padre.
—Cuidado —rió Susan—, que estás hablando con una psicóloga.
—Dios mío, lo había olvidado. En realidad, mi padre me daba mucha lástima. Se perdió muchas cosas de la vida. Ojalá hubiera aprendido a oler el perfume de las flores. En muchos aspectos era un ser humano magnífico… En fin, pero no te he llamado para hablar de él ni para explicarte mis hábitos de sueño. Sólo quería decirte que lo pasé muy bien contigo el lunes y que espero que estés libre el sábado por la noche. Nuestra fundación ha hecho una donación a la Biblioteca Pública de Nueva York, y el sábado habrá una cena de gala en el edificio central de la Quinta Avenida. No es un acontecimiento muy grande, sólo unas cuarenta personas. En un principio pensaba dar una excusa, pero la verdad es que no debo, así que si me acompañas es muy posible que hasta me divierta.
Susan escuchaba, halagada al darse cuenta de que había cierta insistencia en el tono de Alex.
—Es muy amable de tu parte. Sí, estoy libre y te acompañaré con mucho gusto —le respondió con franqueza.
—Fantástico. Pasaré a buscarte sobre las seis y media. ¿Te parece bien?
—Perfecto.
—Ah, a propósito, Susan —de pronto su voz adoptó un tono vacilante—, estuve hablando con tu hermana.
—¿Con Dee? —Susan se quedó sorprendida.
—Sí, la conocí en la fiesta de Binky después de que te marcharas. Anoche me llamó a casa, me dejó un mensaje y le devolví la llamada. Este fin de semana va a estar en Nueva York. Le comenté que pensaba invitarte a la cena y le dije que viniera con nosotros. Parecía muy deprimida.
—Muy amable de tu parte —dijo Susan.
Al cabo de un instante, cuando colgó, tomó un sorbo de café y miró la tarta que ya no quería comer. Recordó cómo hacía siete años Dee había telefoneado a Jack para explicarle lo disgustada que estaba con sus nuevas fotos publicitarias y pedirle que les echara un vistazo y le aconsejara.
Y ése, pensó Susan con una punzada de amargura, fue el principio del fin de lo nuestro. ¿Era posible que la historia volviera a repetirse?