4

Carolyn Wells apagó la radio y se acercó nerviosa a la ventana. Al otro lado de la calle, el Museo Metropolitano de Arte estaba cerrado, con la tranquilidad típica de los lunes, el día de descanso.

Desde que había hecho esa llamada al programa de radio Pregúntale a la doctora Susan tenía un mal presentimiento.

Ojalá no hubiéramos provocado a Pamela para que nos hiciera una de esas adivinaciones, pensó mientras recordaba los inquietantes acontecimientos del viernes anterior. Había preparado una cena para celebrar los cuarenta años de Pamela, su antigua compañera de piso, a la que también asistieron las otras dos mujeres con las que compartía el apartamento de la calle 80 Este. Además de Pamela, en la actualidad profesora de universidad, estaban Lynn, socia de una empresa de relaciones públicas, Vickie, presentadora de televisión por cable, y ella, decoradora de interiores.

Habían decretado entre las cuatro que sería una noche de chicas, o sea, sin novios ni maridos, y se la pasaron cotilleando con la tranquila comodidad de las viejas amigas.

Hacía años que no le pedían a Pamela que les adivinara la suerte. Cuando eran más jóvenes y nuevas en la ciudad era una especie de rito pedirle, medio en broma, que les dijera cómo les iba a ir con el novio de turno o en el nuevo trabajo. Más adelante, sin embargo, empezaron a tomarse más en serio sus poderes. Un hecho que Pamela ni siquiera quería reconocer era que, debido al don de la clarividencia, la policía, aunque muy discretamente, la llamaba de vez en cuando en casos de secuestros y personas desaparecidas. Sus amigas sabían que aunque en algunos casos no podía ayudar en la investigación, en otros era capaz de «ver» con una precisión asombrosa detalles que habían ayudado a resolver casos de desapariciones.

Aquel viernes, después de la cena, mientras se relajaban con una copa de oporto, Pamela cedió y accedió a hacerles una adivinación breve a cada una. Como siempre, les pidió que eligieran y le dieran un objeto personal para que ella lo sostuviera.

Fui la última, pensó Carolyn mientras recordaba todo lo que había sentido esa noche, y algo me decía que no lo hiciera. ¿Por qué demonios se me ocurrió darle ese maldito anillo? Jamás lo he usado y además no vale nada. Ni siquiera sé por qué lo he guardado.

La cuestión era que esa noche sacó el anillo de la caja de bisutería, porque durante el día se había acordado de Owen Adams, el hombre que se lo había regalado. Y además sabía por qué había pensado en él: hacia justo dos años que lo había conocido.

Pamela, al coger el anillo, notó enseguida la inscripción casi ilegible que tenía grabada dentro y lo examinó de cerca.

—«Por siempre mía» —leyó en voz alta, medio divertida medio horrorizada—. ¿No te parece un poco fuerte para esta época, Carolyn? Supongo que Justin lo hizo en broma, ¿no?

Carolyn recordó su incomodidad.

—Justin no tiene ni idea de este anillo. Me lo regaló un hombre que conocí en un crucero cuando nos separamos. No sé mucho de él porque acababa de conocerlo. Pero siempre he tenido curiosidad por saber qué habrá sido de él y últimamente me he acordado.

Pamela cerró la mano sobre el anillo y, al instante, se puso tensa y la expresión de la cara se tornó muy seria.

—Carolyn, este anillo podría haber sido la causa de tu muerte —dijo—. Es más, aún puede serlo. Quienquiera que te lo haya dado quería hacerte daño. —Y como si el anillo le quemara la mano, lo soltó sobre la mesa de centro.

En aquel momento oyeron la cerradura de la puerta. Todas se levantaron de un salto como colegialas pilladas en plena travesura. Por tácito acuerdo, cambiaron de tema. Todas sabían que la separación era un tema tabú para Justin y que además no soportaba las adivinaciones de Pamela.

Carolyn recordó que había recogido el anillo y se lo había guardado en el bolsillo. Aún lo tenía allí.

Los exagerados celos de Justin habían sido la causa de la ruptura de hacía dos años. Carolyn al fin se había hartado. No puedo vivir con alguien que desconfía cada vez que llego unos minutos tarde, le había dicho. Tengo un trabajo, una profesión, y si debo quedarme en la oficina porque ha surgido un problema, pues es así.

El día que Justin la había llamado al barco, le había prometido cambiar. Y Dios sabe que lo intenta, pensó Carolyn. Ha empezado una terapia, pero si sigo con todo este asunto de la doctora Susan pensará que de verdad ha habido algo entre Owen Adams y yo, y empezaremos otra vez.

De pronto tomó una decisión. No acudiría a la cita con Susan Chandler, pero le mandaría la foto de la fiesta del capitán, esa en la que salía Owen Adams al fondo. Se recortaría ella de la foto, para no aparecer, y se la mandaría junto con el anillo y el nombre del sujeto. Escribiré una nota breve y sencilla en un papel blanco, pensó, así no sabrán quién soy.

Si había algún vínculo entre Owen Adams y Regina Clausen, era cuestión de Susan Chandler descubrirlo. Pero le parecía ridículo escribir que una amiga adivina le había dicho que ese anillo era un símbolo de muerte. ¡Nadie se lo tomaría en serio!