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De vez en cuando daba largos paseos por la noche. Por lo general lo hacía cuando la tensión era tan aguda que necesitaba aliviarla. Esa tarde todo había sido muy tranquilo. El viejo de la tienda de souvenirs había muerto en silencio. En las noticias de la tarde no habían dicho nada, así que lo más probable era que nadie se hubiera dado cuenta, aunque la tienda no reabriese por la tarde.

A pesar de que sólo quería pasear sin rumbo fijo por las calles de la ciudad se sorprendió al ver que estaba cerca de la calle Downing. Susan Chandler vivía allí. ¿Estaría en casa? Se dio cuenta de que el hecho de llegar hasta allí era una clara indicación de que no podía permitir que siguiera molestándolo. Desde la mañana del día anterior se había visto obligado a eliminar a dos personas que jamás había tenido intenciones de asesinar: Hilda Johnson y Abdul Parki. La tercera, Carolyn Wells, o se moría o también tendría que desaparecer en cuanto se recuperara. Aunque ella no sabía su verdadero nombre, en cuanto pudiera hablar le diría a los médicos y la policía que le había empujado Owen Adams, el hombre que había conocido en aquel crucero.

Aunque el riesgo era mínimo, puesto que era imposible relacionar al tal Owen Adams con él, no se podía dar el lujo de dejar que las cosas llegaran tan lejos. El auténtico peligro era que Carolyn lo había reconocido y si se recuperaba podía pasar cualquier cosa. Podían encontrarse por casualidad en una fiesta o un restaurante. Nueva York era una ciudad grande, pero los círculos coincidían y los caminos se cruzaban. Todo era posible. Naturalmente, mientras estuviera en coma no significaba ningún peligro inminente. Pero el peligro era Tiffany, la chica que había llamado ese día al programa de la doctora Susan Chandler. Mientras caminaba por la calle Downing, se maldijo. Recordó la visita del año anterior a la tienda de Parki, la del día en que pensaba que no había nadie porque desde la acera no había visto a la joven pareja que estaba detrás del biombo.

Nada más verlos, supo que había cometido un error. La chica, una de esas guapas horteras, lo había mirado con descaro, como si le dijera que lo encontraba atractivo. En otra situación no hubiera tenido importancia pero estaba seguro de que si ella volvía a verlo, lo reconocería. Si Tiffany, la que había llamado al programa Pregúntale a la doctora Susan, y esa chica eran la misma, iba a tener que silenciarla. Mañana encontraría la manera de enterarse a través de Susan Chandler si esa Tiffany le había mandado el anillo y, si así era, qué había puesto en la nota.

Otra pluma al viento, pensó. ¿Cuándo acabaría? Sin embargo, de algo estaba seguro: había que parar a Susan Chandler.