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El doctor Donald Richards salió del estudio en cuanto acabó el programa y, con retraso, se dio cuenta de que seguramente Rena le había preparado comida.

Buscó una cabina y llamó por teléfono.

—Olvidé decirle que tengo que hacer un recado —se disculpó.

—¿Doctor, por qué siempre que le preparo algo caliente me dice lo mismo?

—Ése era el tipo de pregunta que siempre me hacía mi mujer. ¿No puede dejarlo en el horno o algo así? Tardaré una hora.

Sonrió para sí y se dio cuenta de por qué tenía la vista cansada. Se quitó las gafas de leer y se las guardó en el bolsillo.

*****

Cuando el doctor llegó a su consulta, una hora y media más tarde, Rena tenía el almuerzo preparado.

—Se lo pondré en una bandeja en el escritorio, doctor —le dijo.

Su paciente de las dos era una mujer de negocios gravemente anoréxica. Era su cuarta visita y Richards la escuchó mientras tomaba notas en un bloc. Al fin empezaba a abrirse y a hablarle de la dolorosa experiencia de haber tenido siempre sobrepeso y ser incapaz de someterse a un régimen.

—Me encantaba comer, pero después me miraba en el espejo y veía lo que me estaba haciendo. Empecé a odiar mi cuerpo y después a odiar la comida.

—¿Todavía la odia?

—La aborrezco, aunque a veces pienso en lo fantástico que debe de ser disfrutar de una cena. Ahora estoy saliendo con un hombre, alguien importante para mí, y sé que voy a perderlo si no cambio. Dice que está cansado de verme dar vueltas a la comida en el plato.

La motivación siempre es el impulso más importante para cualquier cambio, pensó Don, mientras la cara de Susan cruzaba por su mente.

A las tres menos diez, cuando la paciente se marchó, llamó a Susan Chandler porque supuso que tendría los mismos horarios que él: visitas de cincuenta minutos y diez de descanso antes del próximo paciente.

La secretaria le dijo que Susan estaba telefoneando.

—Esperaré —dijo él.

—Me temo que tiene otra llamada esperando.

—Me arriesgaré.

A las tres menos cinco estaba a punto de abandonar, su paciente de las tres ya estaba en la sala de espera, pero oyó la voz de Susan.

—¿Doctor Richards?

—Que estés en la consulta no significa que no puedas llamarme Don.

Susan sonrió.

—Lo siento. Me alegro de que hayas llamado. Tengo un día muy ocupado, pero quería agradecerte tu presencia en el programa. Has estado muy bien.

—Y yo quiero agradecerte la gran publicidad. Mi editor está encantado de que haya hablado de mi libro durante dos días seguidos en tu programa. —Echó una ojeada al reloj—. Tengo un paciente a punto de entrar, seguramente tú también, así que vayamos al grano. ¿Quieres cenar conmigo esta noche?

—Esta noche tengo que trabajar hasta tarde.

—¿Mañana?

—Sí, me parece bien.

—Digamos a eso de las siete. Cuando se me ocurra algún sitio, te llamo a la consulta.

Se nota que es una cita fruto de la reflexión, pensó ella con ironía.

—Estaré aquí toda la tarde —respondió.

Richards apuntó la hora, las siete, se despidió y colgó. Aunque sabía que debía apresurarse para recibir al paciente, se tomó un minuto para pensar en la cena del día siguiente, preguntándose qué debía revelarle a Susan Chandler.