Alex Wright vivía desde niño en la misma casa de piedra rojiza de tres pisos de la calle 78 Este. Seguía amueblada como la había dejado su madre: con mesas, aparadores y estanterías victorianas, pesadas y oscuras, sillones rígidos y sillas tapizadas de brocado, alfombras persas antiguas, objetos de arte… Los visitantes se quedaban asombrados ante la belleza clásica de esa mansión de finales de siglo.
Hasta el tercer piso, que había sido diseñado como zona de juegos para el pequeño Alex, seguía igual. Algunos detalles de la mansión eran tan característicos que en las revistas de arquitectura se hacía asidua referencia a ellos.
Alex decía que no había renovado la casa por una sola razón: en algún momento pensaba casarse, y cuando eso sucediera dejaría todos los cambios en manos de su esposa.
—Pero supón que le gustan los diseños supermodernos —bromeó un amigo en una ocasión—, o que quiere algo retro y psicodélico.
—Imposible —había sonreído Alex—. Jamás llegaría al nivel de prometida.
Vivía con relativa sencillez, nunca le había gustado tener mucho servicio en la casa, quizá porque tanto su padre como su madre eran famosos por su severidad con el personal. La constante rotación de sirvientes, así como los cuchicheos contra sus padres que a veces oía por casualidad, lo habían perturbado mucho de niño.
Ahora sólo tenía a Jim, el chofer, y a Marguerite, un ama de llaves maravillosa, callada y eficiente, que llegaba a la casa a las ocho y media en punto cada mañana, a tiempo para prepararle el desayuno. También le preparaba la cena cuando Alex se quedaba en casa, nunca más de dos veces por semana.
Soltero, apuesto y con el atractivo de la fortuna Wright a sus espaldas, siempre era bien recibido en los círculos sociales más exclusivos. Sin embargo no se prodigaba especialmente; aunque le gustaban las cenas íntimas e interesantes, aborrecía la publicidad personal y siempre evitaba los grandes acontecimientos sociales. El martes pasó la mañana en su despacho de la sede central de la fundación y por la tarde jugó un partido de squash con amigos en el club. Como no estaba seguro de los planes para la noche, le dio instrucciones a Marguerite de que preparara lo que él llamaba una «cena de urgencia».
Así pues, cuando llegó a su casa a las seis y media, lo primero que hizo fue examinar la nevera. Había un cazo con la excelente sopa de pollo de Marguerite, listo para el microondas, ensalada y pollo frío para bocadillos.
Alex le dio el visto bueno, se acercó al bar de la biblioteca, escogió una botella de burdeos y se sirvió una copa. En el momento que daba el primer trago sonó el teléfono.
Como el contestador automático estaba encendido, decidió filtrar las llamadas. Levantó las cejas cuando oyó la voz grave y agradable de Dee Chandler Harriman que se presentaba.
«Alex —titubeó—, espero que no te moleste, pero le he pedido el número de tu casa a mi padre. Quería agradecerte tu amabilidad el otro día en la fiesta de mi padre y Binky. Últimamente he estado muy deprimida y, aunque no lo sabes, me has ayudado mucho con tu gentileza. La semana próxima intentaré dejar atrás esta crisis con un crucero. En fin, sólo quería darte las gracias. Mi número de teléfono es el 310 555 63 47».
Supongo que no sabe que he invitado a su hermana a cenar, pensó Alex. Dee es muy guapa pero Susan es más interesante. Bebió otro trago de vino y cerró los ojos.
Sí, Susan Chandler era muy interesante. De hecho la había tenido todo el día en la cabeza.