En Yonkers, Tiffany Smith, una chica de veinticinco años, aún estaba impresionada por haber hablado con la doctora Susan Chandler en vivo, en pleno programa. En su trabajo de camarera nocturna del restaurante italiano Grotto era famosa por no olvidar nunca la cara de un cliente ni lo que había comido el día anterior.
Los nombres, sin embargo, no eran lo suyo, por eso nunca se molestaba en recordarlos. Era más fácil llamar a todo el mundo «majo» o «guapa».
Desde que su compañera de casa se había casado, Tiffany vivía sola en un pequeño apartamento del primer piso en un edificio de dos plantas. Dormía hasta casi las diez y escuchaba el programa de la doctora Susan desde la cama, mientras tomaba la primera taza de café.
Tal como ella decía: «Cuando una está entre novios, es un consuelo saber que muchas mujeres tienen problemas con su pareja». Tiffany, una rubia cardada, esquelética y de ojos pequeños y astutos, tenía una sardónica visión de la vida, atractiva para alguna gente y repelente para otra.
El día anterior, al oír a la supuesta Karen hablar con la doctora Susan sobre el anillo de turquesas que le había regalado un tipo en un crucero, pensó en Matt Bauer, el chico que le había regalado uno similar. Cuando rompieron, intentó creer que la frase que tenía grabada, «Por siempre mía», era estúpida y sensiblera, pero no lo pensaba de verdad.
La llamada a la doctora Susan de esa mañana había sido un impulso, y se arrepintió casi enseguida de decir que Matt era un tacaño porque el anillo hubiera costado sólo diez dólares. En realidad era bonito, y reconoció que había hecho el comentario porque Matt la había dejado.
A medida que pasaba el día, Tiffany se acordó varias veces de la tarde del año anterior que había pasado con Matt en Greenwich Village. A las cuatro, mientras se cardaba el pelo y se maquillaba para ir a trabajar, se dio cuenta de que no lograría recordar el nombre de la tienda donde habían comprado el anillo.
—Veamos —dijo en voz alta—. Fuimos al Village a tomar un sushi, después entramos a ver esa película tan tonta que a Matt le pareció tan buena y que yo fingí que me gustaba. No hablaban ni una palabra en inglés, se limitaban a parlotear en un idioma incomprensible. Después dimos una vuelta, pasamos por esa tienda de souvenirs y yo propuse que entráramos. Allí Matt me compró el anillo.
Pero todo eso pasó en la época en que Matt se comportaba como si yo le gustara, pensó Tiffany. Tratábamos de decidir entre un mono de latón y un Taj Mahal en miniatura. El dueño no nos metía prisa. Estaba detrás del mostrador de cristal, junto a la caja registradora, cuando entró aquel tipo tan elegante.
Tiffany lo vio enseguida, nada más volverse, mientras Matt, que había cogido un objeto, leía la etiqueta que explicaba por qué era tan especial. El hombre no pareció darse cuenta de la presencia de ellos en la tienda, porque estaban detrás de un biombo con camellos y pirámides pintados. Ella no llegó a oír lo que pedía, pero vio que el dueño sacaba algo de la vitrina de al lado de la caja registradora.
El cliente era guapísimo, recordó Tiffany. Se imaginó que era el tipo de individuo que alternaba con la gente que salía en las revistas. No como los gilipollas del Grotto. Se acordó de la cara de asombro que puso el hombre cuando se dio la vuelta y la vio. Cuando el hombre se marchó, el dueño de la tienda les dijo: «El caballero ha comprado varios de estos anillos para sus amigas. ¿Quieren ver uno?».
Era bonito. Tiffany sabía que Matt podía ver en el visor de la caja que costaba sólo diez dólares, así que no le importó decirle que le gustaba.
En aquel momento el tendero nos mostró la inscripción, recordó. Matt se ruborizó y pensé que a lo mejor era una señal de que esta vez había dado con un chico que me duraría.
Tiffany se pintó las cejas y cogió el rimel. Pero rompimos, pensó con tristeza.
Miró con nostalgia el anillo de turquesas que guardaba en la cajita de marfil que su abuelo le había regalado a su abuela en el viaje de bodas a las cataratas del Niágara. Lo sacó y lo examinó. No se lo voy a mandar a la doctora Susan, decidió. ¿Quién sabe? A lo mejor Matt me llama algún día. Quizá todavía no tenga novia fija.
Pero le prometí a la doctora que se lo mandaría, recordó. ¿Qué hago? Pero lo que en realidad le interesaba a la doctora Susan era dónde estaba la tienda. Así que en lugar de mandarle el anillo, puedo explicarle dónde estaba. Recuerdo que había un sex shop enfrente y estoy casi segura de que estaba a pocas manzanas de una estación de metro. Es una mujer lista. Con esta información encontrará la tienda.
Aliviada por haber tomado la decisión acertada, se puso los pendientes azules, se sentó y le escribió una nota a la doctora en la que le explicaba todo lo que recordaba sobre la ubicación de la tienda y por qué se guardaba el anillo. Firmó con un: «Su sincera admiradora, Tiffany».
Se le hacía tarde, como siempre, y no tuvo tiempo de echar la carta en el buzón.
Esa misma noche, mientras unos clientes quisquillosos del Grotto le devolvían cuatro lasañas para que volviera a calentarlas, recordó que no la había mandado. Ojalá se quemen, pensó. Sólo saben usar la lengua para quejarse.
Pensar en la lengua de los clientes le dio la idea. En lugar de mandar la carta, llamaría a la doctora Susan al día siguiente. Cuando estuviera en el aire, explicaría que quería disculparse por el comentario burlón que había hecho sobre el anillo, que había dicho que era una baratija sólo porque echaba mucho de menos a Matt. Era un chico muy agradable. ¿No podía decirle la doctora Susan qué hacer para volver a salir con él? Hacía un año que Matt no contestaba sus llamadas, pero ella estaba casi segura de que no tenía novia.
Tiffany observó con satisfacción que uno de los clientes mordió un trozo de lasaña e inmediatamente bebió agua. Así la doctora me dará consejo gratis, o a lo mejor la madre o las amigas de la madre de Matt escuchan el programa y al oír su nombre se lo dicen y él se siente halagado y me llama. Total, no tengo nada que perder, concluyó mientras se dirigía a atender a unos clientes que acababan de sentarse, gente cuyos nombres ignoraba pero que recordaba porque siempre le dejaban una propina inmunda.