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El doctor Donald Richards, autor de Mujeres desaparecidas e invitado del programa, ya estaba en el estudio cuando llegó Susan. Era un hombre de casi cuarenta años, alto y delgado, de cabello castaño oscuro. Se quitó las gafas de leer mientras se levantaba para saludarla. La miró con unos cálidos ojos azules y una breve sonrisa al estrecharle la mano.

—Doctora Chandler, le advierto que éste es mi primer libro. Soy novato en el asunto de las promociones y estoy nervioso. Si me quedo mudo, prométame que acudirá en mi ayuda.

Susan rió.

—Doctor Richards, llámeme Susan. Un solo consejo: no piense en el micrófono. Haga como si estuviera charlando con un vecino en el jardín.

¿A quién quería engañar?, se preguntó Susan al cabo de quince minutos, mientras Richards explicaba con calma y serena autoridad los casos verídicos de su libro. Susan asintió mientras él decía:

—Cuando alguien desaparece, y no me refiero por supuesto a un niño sino a un adulto, lo primero que se preguntan las autoridades es si se trata de una desaparición voluntaria. Como sabe, es asombroso la cantidad de gente que camino de su casa decide hacer un cambio de sentido y empezar una vida nueva, emprender otra existencia. Por lo general se debe a problemas matrimoniales o económicos, y aunque es una manera de huir bastante cobarde, existe. Pero sea por lo que sea, el primer paso para buscar a alguien desaparecido es ver si empieza a haber movimiento en la tarjeta de crédito.

—Gastos hechos por ellos o por alguien que ha robado esas tarjetas —añadió Susan.

—Así es. Por lo general, cuando encontramos a un desaparecido voluntario, vemos que esa persona sencillamente no podía enfrentarse a sus problemas ni un día más. Este tipo de desaparición en realidad es una llamada de auxilio. Desde luego algunas desapariciones no son voluntarias y suponen algún tipo de juego sucio, pero no siempre es algo fácil de determinar. Por ejemplo, es muy difícil demostrar que alguien es culpable de asesinato si nunca se encuentra el cuerpo. Los asesinos impunes a menudo son los que logran deshacerse tan bien de sus víctimas que no se puede demostrar la muerte. Por ejemplo…

Hablaron de varios casos abiertos que aparecían en el libro, ejemplos en los que nunca se había encontrado a la víctima.

—Les recuerdo que estamos conversando con el doctor Donald Richards —explicó Susan al micrófono—, criminólogo, psiquiatra y autor de Mujeres desaparecidas, un libro fascinante sobre casos verídicos de mujeres desaparecidas durante los últimos diez años. Doctor Richards, me gustaría oír su opinión sobre un caso que no aparece en su libro, el de Regina Clausen. Permítame explicar a los oyentes las circunstancias de su desaparición.

Susan no necesitaba consultar sus notas.

—Regina Clausen era una asesora financiera muy respetada de Lang Taylor Securities. En el momento de su desaparición tenía cuarenta y tres años, y, según todas las personas que la conocían, era muy tímida en su vida privada. Vivía sola y por lo general pasaba las vacaciones con su madre. Hace tres años, la madre se recuperaba de una fractura en un tobillo, y Regina Clausen embarcó en el Gabrielle para hacer parte de un crucero de lujo alrededor del mundo. Embarcó en Perth, con intenciones de visitar Bali, Hong Kong, Taiwan y Japón y desembarcar en Honolulu. Sin embargo, en Hong Kong dijo que prefería quedarse allí unos días y que volvería al Gabrielle cuando atracara en Japón. Esta clase de cambio de itinerario suelen hacerlo los viajeros expertos, así que su plan no despertó sospechas. Desembarcó sólo con una maleta y un bolso de mano, y, por lo que se ha dicho, aparentemente contenta y de buen humor. Cogió un taxi hasta el hotel Península, se registró, dejó el equipaje en la habitación y salió inmediatamente. Nunca más se la volvió a ver.

»Doctor Richards, si empezara a investigar este caso, ¿qué haría?

—Me gustaría examinar la lista de pasajeros y ver si alguien más hizo arreglos para quedarse en Hong Kong —respondió Richards con rapidez—. Ver si recibió llamadas o faxes en el barco. La oficina de comunicaciones tiene que tener constancia. Interrogaría a los compañeros de viaje para ver si alguno notó si trababa amistad con alguien, probablemente un hombre, que también viajara solo.

—Todo eso ya se hizo —explicó Susan—. Tanto las autoridades de Hong Kong como los detectives privados y de la compañía llevaron a cabo una minuciosa investigación. Hace tres años, Hong Kong todavía estaba bajo la administración británica. Lo único que se sacó en claro fue que Regina Clausen desapareció en cuanto salió del hotel.

—Yo diría que conoció a alguien y prefirió mantenerlo en secreto —dijo Richards—. Es posible que se tratara de una aventura de vacaciones. Pero supongo que también habrán investigado esa posibilidad.

—Sí, pero ninguno de los pasajeros recuerda haberla visto frecuentar a nadie en particular —repuso Susan.

—Entonces es posible que hubiera planeado encontrarse con alguien en Hong Kong, pero por alguna razón quería que la decisión de desembarcar y volver al barco más adelante pareciera espontánea —sugirió Richards.

Susan oyó por los auriculares una señal del jefe de producción que le indicaba que había llamadas.

—Tras una breve pausa, iremos a las llamadas de nuestros oyentes. —Se quitó los auriculares y le dijo a su invitado—: Lo siento, pero sin anuncios es imposible pagar las cuentas.

—No se preocupe, no tiene nada de malo —asintió Richards—. Cuando el asunto de Regina Clausen fue noticia, yo estaba fuera del país, pero es un caso interesante. Sin embargo, por lo poco que sé, me atrevería a decir que el culpable es un hombre. Una mujer tímida y solitaria es particularmente vulnerable cuando se aleja del medio que la protege y le brinda seguridad: familia y trabajo.

No pensarías lo mismo si conocieras a mi madre y mi hermana, pensó Susan.

—Preparado, enseguida estaremos en el aire. Tenemos quince minutos para las preguntas —dijo Susan—. Primero respondo yo y después usted.

—Lo que usted diga.

Se pusieron los auriculares y oyeron una cuenta atrás de diez segundos.

—Aquí estoy otra vez con ustedes. Mi invitado de hoy es el doctor Donald Richards, criminólogo, psiquiatra y autor de Mujeres desaparecidas. Antes de la pausa hablábamos del caso de la famosa agente de bolsa Regina Clausen, que desapareció en Hong Kong hace tres años, mientras viajaba en el Gabrielle, un crucero de lujo. Vayamos a las llamadas telefónicas. —Miró el monitor—. Tenemos una llamada de Louise, de Fort Lee. Adelante, Louise.

Las llamadas eran de lo más normales: «¿Cómo es posible que mujeres tan inteligentes se dejaran engañar por un asesino?». «¿Qué piensa el doctor Richards del caso de Jimmy Hoffa?». «¿Es verdad que se puede establecer la identidad de un esqueleto años más tarde gracias al ADN?».

Después hubo otra pausa para los anuncios. Durante la pausa, el jefe de producción le dijo a Susan desde la sala de control:

—Quiero pasarte una última llamada. Sea quién sea, ha bloqueado en su teléfono el identificador de llamada, de modo que no sabemos desde qué número llama. Al principio no queríamos pasarla, pero dice que quizá sepa algo sobre la desaparición de Regina Clausen, así que a lo mejor vale la pena escucharla. Dice que la llamemos Karen, pero no es su nombre.

—Pásamela —pidió Susan mientras se encendía la luz que indicaba que estaban en el aire—. La última persona que nos llama hoy es Karen —dijo al micrófono—, y la gente de producción me avisa de que quizá tenga algo importante que decirnos. Hola, Karen.

La mujer hablaba con una voz tan ronca y un tono tan bajo que casi no se la oía.

—Doctora Susan, hace dos años hice un viaje en un crucero. Me sentía muy mal porque estaba en medio de un divorcio. Los celos de mi marido se habían vuelto insoportables. En el barco había un hombre. Me cortejó durante todo el viaje, pero de una forma muy discreta. Me citaba en los lugares en los que atracábamos y recorríamos juntos ese puerto. Después volvíamos al barco separados. Me dijo que tanto secreto era porque le molestaba que fuéramos objeto de cotilleos. Era bastante atractivo y muy atento, algo que yo necesitaba en aquel momento. Me propuso que desembarcara en Atenas y me quedara allí unos días. Después podíamos ir en avión a Argel y volver al barco en Tánger.

Susan recordó la sensación que tenía cuando trabajaba en la fiscalía y estaba a punto de escuchar algo importante de boca de un testigo. Se dio cuenta de que Donald Richards también estaba inclinado, esforzándose por captar cada palabra.

—¿E hizo usted lo que el hombre le propuso? —preguntó.

—Iba a hacerlo, pero justo entonces me telefoneó mi marido y me suplicó que le diera otra oportunidad. El hombre con el que tenía que encontrarme ya había desembarcado. Traté de llamarlo para decirle que me quedaba en el barco, pero en el hotel donde me dijo que se alojaría no estaba registrado, así que no volví a verlo. Pero tengo una foto de él y un anillo con la inscripción «Por siempre mía» que me regaló y que, por supuesto, nunca pude devolverle.

Susan escogió las palabras con cuidado.

—Karen, lo que nos está contando puede ser muy importante para esclarecer la desaparición de Regina Clausen. ¿Le importaría verse conmigo y enseñarme el anillo y la foto?

—No… no puedo. Mi marido se pondría furioso si supiera que llegué a pensar en cambiar mis planes porque había conocido a un hombre.

Hay algo que no nos cuenta, pensó Susan. No se llama Karen y trata de impostar la voz y pronto va a colgar.

—Karen, por favor, venga a verme a mi despacho —dijo Susan rápidamente—. Aquí tiene la dirección. —Se la dio deprisa y añadió con tono de súplica—: La madre de Regina Clausen tiene que saber lo que le ha sucedido a su hija. Le prometo que protegeré su anonimato.

—Iré a verla a las tres. —Y colgó.