Doug Layton estaba al otro lado de la puerta entreabierta del pequeño despacho que Jane Clausen tenía en la Fundación de la Familia Clausen, en el edificio Chrysler. Ni siquiera tenía que esforzarse para oír lo que le decía por teléfono a la doctora Chandler.
Empezó a sudar. Estaba bastante seguro de que él era el problema del que quería hablar con la doctora.
Sabía que había estropeado la reunión de esa mañana. La señora Clausen había llegado temprano y él le llevó un café con la intención de aplacar la irritación que aún pudiera sentir. Douglas solía tomar un café con ella antes de las reuniones de la fundación para hablar de las distintas subvenciones que se solicitaban.
Pero esa mañana, cuando él llegó, ella ya tenía la agenda abierta sobre el escritorio y lo miró con ojos fríos. «No quiero café —le dijo—. Ve a la reunión. Nos veremos en la sala de juntas».
Ni siquiera un rutinario «gracias, Doug».
Había un expediente que a Jane Clausen le interesaba especialmente, porque lo había llevado a la reunión y había hecho varias preguntas difíciles sobre el proyecto. Se trataba de una carpeta que contenía información sobre el dinero destinado a una institución para niños huérfanos de Guatemala.
Tenía todo bajo control, pensó Doug enfadado, y metí la pata. Con la esperanza de evitar cualquier discusión, había dicho: «Ese orfanato era especialmente importante para Regina, señora Clausen. Me lo dijo una vez».
Doug sintió un escalofrío al recordar la mirada gélida que Jane Clausen le había dirigido. Y, para cubrirse las espaldas, se apresuró a añadir: «Quiero decir que usted dijo en una de las primeras reuniones que era muy importante para ella, señora Clausen».
Hubert March, el presidente, estaba medio dormido, como siempre, pero Doug vio la cara de los otros consejeros que lo calibraron mientras Jane Clausen decía con frialdad: «Jamás he dicho tal cosa».
Y ahora le pedía una visita a la doctora Chandler. Al oír que colgaba, Layton llamó a la puerta con suavidad y esperó la respuesta de la señora Clausen, que tardó en responder. Estaba a punto de volver a llamar cuando oyó un gemido débil y entró precipitadamente.
Jane Clausen estaba apoyada contra el respaldo de la silla con la cara contraída de dolor. Lo miró, sacudió la cabeza y señaló la puerta. Douglas sabía lo que significaba: «Sal de aquí y cierra la puerta». Obedeció en silencio. No cabía duda de que su estado empeoraba. Se estaba muriendo.
Fue a la recepcionista.
—A la señora Clausen le duele un poco la cabeza —le dijo—. No le pase llamadas, así podrá descansar un poco.
Volvió a su despacho y se sentó al escritorio. Al ver que tenía las palmas húmedas sacó un pañuelo del bolsillo para secárselas, se levantó y se dirigió al lavabo.
Se lavó la cara con agua fría, se peinó, se arregló la corbata y se miró en el espejo. Siempre se había sentido agradecido de que su aspecto físico —cabello rubio oscuro, ojos grises y nariz aristocrática— fuera el resultado del código genético Layton. Su madre todavía era vagamente guapa, pero al pensar en sus abuelos maternos, regordetes y con rasgos anodinos, hizo una mueca.
Ahora, con su traje Paul Stuart y corbata granate y azul, estaba en el papel perfecto de leal asesor que manejaría los asuntos de «la difunta» Jane Clausen de la forma que ella esperaba. Era indudable que, a su muerte, Hubert March le daría la dirección del fideicomiso.
Todo había salido muy bien hasta ese momento. No podía permitir que Jane Clausen, en sus últimos días, interfiriera en su plan magistral.