Hacía cincuenta años que Abdul Parki, por entonces un muchacho delgado y tímido de quince años, había llegado a Estados Unidos procedente de Nueva Delhi para trabajar con su tío. El trabajo consistía en barrer el suelo y bruñir las chucherías de latón que abarrotaban las estanterías de la diminuta tienda de souvenirs de su tío en la calle MacDougal, de Greenwich Village. Ahora Abdul era el propietario, pero pocas cosas habían cambiado. El comercio parecía detenido en el tiempo. Hasta el rótulo que anunciaba ARTESANÍAS KHYEM era una réplica exacta del que tenía su tío.
Abdul seguía siendo delgado y, aunque por pura necesidad había superado su timidez, era reservado por naturaleza y distante con sus clientes.
Sólo hablaba con los que valoraban el talento y el esfuerzo necesarios para confeccionar la pequeña colección de anillos y brazaletes que él mismo hacía a mano. Abdul, por supuesto, nunca había preguntado nada, pero muchas veces había sentido curiosidad por el hombre que en tres ocasiones había comprado anillos de turquesas con la inscripción «Por siempre mía».
A él, que había estado casado con su difunta esposa durante cuarenta y cinco años, le hacía gracia que ese cliente cambiara de novia tan a menudo. La última vez que había estado en la tienda se le había caído una tarjeta de la cartera. Abdul se apresuró a recogerla, le echó un vistazo, se disculpó por su descaro y se la devolvió. Al ver la expresión de disgusto del cliente, volvió a disculparse llamándolo por su nombre. Inmediatamente se dio cuenta de que había cometido un segundo error.
No quería que supiera quién es; y ahora no volverá, pensó. Y confirmó sus temores el hecho de que hiciera un año que no aparecía. Tal como siempre había hecho su tío, Abdul cerraba la tienda a la una en punto y salía a almorzar. Ese día, martes al mediodía, estaba a punto de colgar en la puerta el cartel de CERRADO. VUELVO A LAS 14 HORAS cuando de pronto entró el misterioso cliente y lo saludó amablemente.
Abdul le dedicó una amplia sonrisa.
—Me alegro dé verlo, señor. Hace tiempo que no venía por aquí.
—Yo también me alegro, Abdul. Pensaba que ya no se acordaría mí.
—Cómo no me voy a acordar. —Abdul evitó llamarlo por su nombre para no repetir el mismo error.
—Apuesto a que no recuerda mi nombre —le dijo con tono amistoso.
A lo mejor me equivoqué. Después de todo no parece enfadado conmigo, pensó Abdul.
—Claro que sí —respondió con una sonrisa, y se lo demostró.
—Perfecto —se alegró el cliente—. ¿Sabe lo que necesito? Otro anillo. Ya sabe a cuál me refiero. Espero que tenga alguno hecho.
—Creo que tengo tres, señor.
—Muy bien, me llevaré los tres. Vaya, quería irse a almorzar y yo lo estoy entreteniendo. Páseme el cartel que lo colgaré antes de que aparezca otro cliente. De lo contrario no podrá ir a comer. Supongo que es usted un hombre de costumbres.
Abdul volvió a sonreír, complacido por la consideración de un cliente tan amable. Le tendió el cartel y lo observó echar llave a la puerta. En aquel momento notó que, aunque era un día soleado y cálido, su cliente llevaba guantes.
Los artículos hechos a mano estaban en la vitrina qué había junto a la caja registradora. Abdul se acercó al mostrador y sacó una bandeja.
—Aquí hay dos, señor. El otro está al fondo, en mi mesa de trabajo. Voy a buscarlo.
Con pasos rápidos entró en un pequeño almacén separado por una cortina, donde tenía una mezcla de taller y oficina. El tercer anillo estaba en una caja. Había terminado de grabarlo el día anterior. Tres chicas a la vez, pensó con una sonrisa. Este hombre no para. Hizo girar el anillo en la mano y de pronto se asombró de que el cliente lo hubiese seguido hasta allí.
—¿Ha encontrado el anillo?
—Aquí está, señor. —Abdul se lo enseñó, sin entender por qué de golpe se sentía nervioso.
Cuando vio el destello de la navaja lo entendió. Tenía razón en sentir miedo, pensó mientras un dolor agudo lo traspasaba y caía al suelo.