Jane Clausen no estaba muy segura de poder asistir a la reunión del Fideicomiso de la Familia Clausen. Había tenido una noche difícil, con muchos dolores, y deseaba pasar el día descansando tranquilamente en casa.
Sólo la inquietante certeza de que se le acababa el tiempo le dio las fuerzas necesarias para levantarse a la hora de siempre, las siete de la mañana, ducharse, vestirse y tomar el desayuno liviano que Vera, la vieja ama de llaves, le había preparado.
Mientras tomaba café, cogió el New York Times, empezó a leer la primera página y volvió a dejarlo. Sencillamente no podía concentrarse en los acontecimientos que aparentemente atraían la atención del resto del mundo. Su mundo personal empezaba a estrecharse hasta casi desvanecerse, y lo sabía.
Recordó la tarde anterior. La desilusión porque Karen no se hubiera presentado en la consulta de la doctora Chandler era cada vez mayor. Se dio cuenta de que tenía muchas preguntas para hacer a esa mujer: «¿Cómo era ese hombre? ¿Tuvo usted sensación de peligro?».
La idea se le había ocurrido en medio de la noche. Regina era una persona muy intuitiva. Evidentemente, si había conocido a un hombre que le gustaba lo suficiente como para cambiar el itinerario, debió de parecerle intachable.
Intachable. Y ahora esa palabra empezaba a fastidiarla porque le provocaba dudas sobre Douglas.
Douglas Layton, miembro de una familia ilustre, llevaba un apellido que garantizaba su origen. Le había hablado con cariño de sus primos de Filadelfia, hijos de contemporáneos de ella ya fallecidos.
Jane Clausen conocía a esos Layton de Filadelfia desde que eran jóvenes. Aunque con el paso de los años había perdido el contacto, los recordaba muy bien. Pero Doug había confundido varias veces sus nombres al mencionarlos. La señora Clausen se preguntaba hasta qué punto tenía una relación cercana con ellos.
Los antecedentes académicos de Doug eran excelentes. No había dudas de que era muy inteligente. Hubert March, que estaba preparándolo para que fuera su sucesor, lo había propuesto para la junta directiva de la fundación.
¿Qué me preocupa?, se preguntó Jane Clausen mientras aceptaba el café que le ofrecía Vera.
Decidió que era lo sucedido el día anterior, el hecho de que Douglas Layton tuviera un compromiso que le impidiera quedarse con ella en la consulta de la doctora Chandler.
Anoche, cuando llamó, le hice saber que estaba disgustada, pensó Jane Clausen, que se daba cuenta de que el episodio aún no había concluido. Pensó en lo que había debajo de la superficie. Douglas Layton era conciente de que tenía mucho que perder si se marchaba de la consulta de la doctora con una excusa falsa.
Y era evidente que era falsa. Jane Clausen estaba segura de que la supuesta cita era una excusa. Pero ¿por qué?
En la reunión de la junta directiva de esa mañana se decidirían un número importante de subvenciones y era muy difícil aceptar las sugerencias de alguien de quien se empezaba a dudar, pensó. Si Regina estuviera aquí, lo discutiríamos. «Nosotras somos la prueba de que dos cabezas es mejor que una, ¿no te parece, madre? —solía decir—. Las dos formamos un buen equipo para resolver problemas».
Susan Chandler. Jane pensó en lo bien que le había caído la joven psicóloga. Es inteligente y bondadosa, se dijo mientras recordaba la expresión compasiva de sus ojos. Se dio cuenta de lo desilusionada y dolorida que estaba ayer. Tomarme un té con ella fue un alivio. Nunca he tenido mucha necesidad de ir corriendo a un terapeuta, pero ella se comportó enseguida como una amiga.
Se puso de pie. Era hora de asistir a la reunión. Quería tener tiempo para estudiar todas las solicitudes de subvenciones. Decidió que esa tarde llamaría a la doctora Chandler y le pediría una cita.
Sé que Regina habría estado de acuerdo, pensó mientras sonreía.