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Durmió inquieto y se despertó varias veces durante la noche para encender el televisor y ver el canal local de noticias, Nueva York 1. Invariablemente oía lo mismo: Carolyn Wells, la mujer a la que habían atropellado en Park Avenue y la calle Ochenta y uno, estaba en coma, muy grave.

Si por alguna desgraciada circunstancia se recuperaba, diría que la había empujado Owen Adams, el hombre que había conocido en el crucero.

Nadie podía llegar a él a través de Owen Adams, de eso estaba seguro. El pasaporte británico, como todos los otros que había usado en sus viajes especiales, era falso. No, el peligro auténtico era que Carolyn Wells lo había reconocido el día anterior, a pesar de que no llevaba gafas, bigote ni peluca. Lo que significaba que si se recuperaba, no era imposible que se encontraran por casualidad en Nueva York algún día. Y, cara a cara, volvería a reconocerlo.

Y eso no podía suceder. Por lo tanto, no podía permitir que se recuperara.

No hubo noticias sobre Hilda Johnson en los primeros informativos, lo que significaba que aún no habían encontrado el cuerpo. En las noticias de las nueve anunciaron que habían descubierto a una mujer apuñalada en su apartamento del Upper East Side. Se quedó helado cuando escuchó las siguientes palabras del locutor.

«Como informamos ayer, la víctima del asesinato, Hilda Johnson, había llamado a la policía para denunciar que alguien había empujado deliberadamente a la mujer atropellada ayer por la tarde por una camioneta en Park y la calle Ochenta y uno».

Frunció el entrecejo y apagó el televisor. A menos que la policía fuera realmente estúpida, investigaría la posibilidad de que Hilda Johnson no fuera víctima de un crimen aislado.

Si relacionaban la muerte de Hilda Johnson con el supuesto accidente de Carolyn Wells, los medios de comunicación se cebarían en el caso. Hasta podrían llegar a descubrir que ella era la que había llamado al programa de Susan Chandler para hablar del anillo con la inscripción «Por siempre mía».

La gente leería sobre el tema y hablaría de ello, pensó. Hasta era posible que ese enano de la tienducha de baratijas de Greenwich Village recordara que, en varias ocasiones, un caballero, cuyo nombre sabía, le había comprado anillos turquesa con esa inscripción.

De joven le habían contado la historia de la mujer que había confesado haber divulgado un chisme y, como penitencia, le dijeron que abriera una almohada de plumas en un día de viento y después juntara todas las plumas desparramadas. Como dijo que era imposible, le respondieron que era tan imposible como encontrar a toda la gente que había oído sus mentiras para rectificar.

Era una historia que, en su momento, le había hecho gracia. Se había imaginado una mujer en particular, a la que detestaba, corriendo de un lado a otro y agachándose para recoger las escurridizas plumas.

Pero ahora veía la historia de la almohada de plumas en un contexto diferente. Había elementos que escapaban del guión tan cuidadosamente planificado.

Carolyn Wells, Hilda Johnson, Susan Chandler. El enano. Estaba a salvo de Hilda Johnson, pero los demás todavía eran como plumas al viento.