El capitán Tom Shea de la comisaría Diecinueve le tenía mucho cariño a Hilda Johnson, a pesar de que lo irritaba terriblemente. Como solía decir a sus hombres, por lo general había algo de verdad en las quejas de la anciana. Por ejemplo, el vagabundo al que había acusado de merodear cerca de la zona de juegos del parque resultó tener antecedentes por delitos sexuales contra menores. Y al chico del que se quejaba porque no paraba de dar vueltas en moto por su barrio lo cogieron dando tirones a los transeúntes.
El capitán Shea, de pie en el apartamento de Hilda Johnson, sintió ira y ternura a la vez ante el cadáver de la anciana. Como los fotógrafos policiales y el forense habían acabado su trabajo, ya se podía tocar el cuerpo.
Shea se arrodilló junto a Hilda. Tenía los ojos abiertos, fijos, y expresión de pánico. Le giró la palma con suavidad y vio los cortes que tenía, allí donde había tratado de protegerse de la mortal puñalada que le habían clavado en el corazón.
Miró más de cerca y vio manchas en varios dedos de la mano derecha. Eran de tinta.
Shea se puso de pie, se volvió hacia el escritorio y notó que estaba abierto. Su abuela tenía un escritorio igual y siempre dejaba la persiana en la misma posición, orgullosa de que se vieran los casilleros, los cajones, el papel secante y los objetos de escritorio que nadie usaba.
Se acordó del año anterior, cuando Hilda se había torcido el tobillo con una baldosa rota y él había pasado a verla. El escritorio estaba cerrado. Apuesto a que siempre lo dejaba cerrado, pensó.
Había un paquete de papel de carta recién abierto. Tuvo un amago de sonrisa cuando leyó el encabezamiento: «Un bon mot de Hilda Johnson». Junto al tintero había una vieja pluma, del tipo de las que usan para dibujar. La tocó y estudió la mancha que le dejó en los dedos. A continuación contó las hojas que quedaban en la caja. Había once. Contó los sobres: doce.
¿Hilda había estado escribiendo o dibujando poco antes de su muerte?, se preguntó. ¿Por qué? Según Tony Hubbard, que estaba de guardia cuando Hilda llamó el día anterior, la anciana le dijo que se iba a la cama y al día siguiente por la mañana iría a la comisaría.
Tom entró en el cuarto sin hacer caso del fotógrafo que recogía su equipo ni de los técnicos en huellas dactilares, que convertían el apartamento de Hilda, ordenado con tanto esfuerzo, en un revoltijo cubierto de polvo.
Hilda se había ido a acostar, era evidente. La almohada todavía tenía la marca de la cabeza. Eran las ocho de la mañana. El forense había determinado que la muerte se había producido entre ocho y diez horas antes. Entre las diez y las doce de la noche Hilda se levantó, se puso la bata, fue a su escritorio a escribir o dibujar y puso el hervidor al fuego.
Cuando el capitán Shea vio que Hilda, famosa por su puntualidad, no aparecía, la llamó. Al no obtener respuesta se preocupó y le pidió al portero que fuera a ver qué pasaba. De no haber sido así, no habrían descubierto el cuerpo en varios días. No encontraron ningún indicio de que se hubiera forzado la puerta, lo que significaba que ella la había abierto voluntariamente ¿Esperaba a alguien? ¿O alguien había logrado engañar a una persona tan desconfiada como la vieja Hilda?
El capitán volvió a la sala. ¿Cómo era posible que estuviera junto al escritorio cuando la asesinaron?, se preguntó. Si hubiera sospechado que estaba en peligro, ¿no habría tratado de escapar?
¿Le mostraba algo al visitante en el momento en que la mató? ¿Algo que éste se llevó después de matarla?
Los dos detectives que lo habían acompañado se pusieron de pie nada más acercarse el capitán.
—Quiero que interroguen a todos los vecinos del edificio —ordenó—. Quiero saber dónde estuvo todo el mundo anoche y a qué hora volvió. Me interesa especialmente la gente que entró y salió entre las diez y las doce de la noche y averiguar si alguien sabe si Hilda Johnson escribía notas. Me voy a la comisaría.
Allí, el desgraciado sargento Hubbard, que había bromeado con la llamada telefónica de Hilda para denunciar que alguien le había robado un sobre y empujado a Carolyn Wells, recibió la peor bronca de su vida.
—Hizo caso omiso a una llamada telefónica que podría haber sido de suma importancia. Si hubiera tratado a Hilda Johnson con el respeto que se merecía y enviado a alguien a hablar con ella, es muy posible que siguiera con vida, o al menos tendríamos pistas sobre un atracador que ahora, además, quizá sea un asesino. Imbécil. —Lo apuntó enfadado con el dedo—. Quiero que interrogue a todas las personas a las que se les haya tomado el nombre en la escena del accidente y averigüe si alguna vio si Carolyn Wells llevaba un sobre marrón antes de caerse en la calle. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Supongo que no debo decirle que no mencione el sobre marrón específicamente. Sólo pregunte si llevaba algo bajo el brazo. ¿De acuerdo?