19

Hilda Johnson durmió cinco horas y se despertó a las diez y media. Estaba descansada y con un poco de hambre. Mientras se incorporaba y cogía la bata, decidió que una taza de té con una tostada le sentaría bien. Además quería ver si volvían a sacarla en las noticias de las once.

Después de mirar el informativo, volvería a la cama y rezaría el rosario por Carolyn Wells, esa pobre mujer.

Sabía que el capitán Tom Shea llegaba a la comisaría a las ocho de la mañana, así que estaría allí esperándolo. Mientras se anudaba el cinturón de la bata de felpilla, repasó mentalmente la cara del hombre que había empujado a la señora Wells. Ahora que se había tranquilizado, la recordaba mejor de lo que creía. Podría darle una descripción completa al dibujante policial.

Hacía casi setenta años, ella misma había sido una buena alumna de dibujo. La maestra de la escuela primaria, la señorita Dunn, solía animarla diciéndole que tenía mucho talento para los retratos. Pero a los trece años Hilda había tenido que ponerse a trabajar, por lo que no había podido seguir estudiando, recordó con pesar.

Sin embargo, no había abandonado por completo el dibujo. Muchas veces se llevaba un bloc y una pluma al parque y hacía dibujos con tinta que después enmarcaba y regalaba a sus amigos. Aunque últimamente no lo hacía. Le quedaban pocos amigos, y además tenía los dedos demasiado hinchados por la artritis para sostener bien la pluma.

Aun así, si dibujaba la cara del hombre, ahora que la tenía fresca, al día siguiente, cuando fuera a la policía, todo resultaría más fácil. Se dirigió al escritorio que había pertenecido a su madre y que ocupaba el sitio de honor en su pequeña sala, abrió la persiana, debajo de la estantería de caoba y cristal, y acercó la silla. En el cajón había una caja con papel de carta que le había regalado su amiga Edna por Navidad. Unas hojas grandes con una inscripción en el encabezamiento: «Un bon mot de Hilda Johnson».

Edna le había explicado que lo de bon mot quedaba muy bien y que sabía que le gustaría ese tamaño de papel. «Grande, no como esas tarjetitas en las que apenas caben dos líneas».

También tenían el tamaño perfecto para hacer un boceto rápido que ayudara a Hilda a no olvidar la cara de aquel matón que le había quitado el sobre a la pobre chica antes de empujarla bajo las ruedas de la camioneta. Hilda se puso a dibujar con los dedos rígidos y doloridos, y una cara empezó a aparecer en el papel; un retrato de tres cuartos de perfil. Sí, tenía el pelo así, recordó. Dibujó la oreja, bien formada y pegada a la cabeza. Unos ojos separados que se habían entrecerrado mientras miraba a Carolyn Wells. Pestañas largas, barbilla decidida.

Dejó la pluma y miró su obra satisfecha. No está mal, se dijo, nada mal. Echó un vistazo al reloj: las once menos cinco. Encendió el televisor, fue a la cocina y llenó el hervidor.

Acababa de encender el gas cuando sonó el interfono. ¿Quién diablos era a esa hora de la noche?, se preguntó mientras levantaba el auricular en el estrecho recibidor.

—¿Quién es? —No se molestó en ocultar su irritación.

—Señora Johnson, lamento molestarla. —El hombre tenía una voz grave y agradable—. Soy el detective Anders. Tenemos un sospechoso en la comisaría y me gustaría enseñarle su foto. Si lo reconoce podremos detenerlo, si no tendremos que soltarlo.

—Pensaba que nadie me creyó cuando dije que alguien la había empujado —respondió Hilda.

—No queríamos que se supiese que estábamos tras un sospechoso. ¿Puedo subir un minuto?

—Sí, claro.

Hilda apretó el botón que abría la puerta de abajo. Volvió al escritorio y miró el boceto con satisfacción. Espera a que el detective Anders vea esto, pensó.

Oyó el viejo ascensor detenerse en su piso y unos pasos amortiguados que avanzaban por el pasillo.

Esperó a que el detective tocara el timbre para abrir la puerta. Debe de hacer frío en la calle, pensó, porque el hombre llevaba el cuello del abrigo levantado y una gorra calada sobre la frente, además de guantes.

—Le robaré sólo un minuto, señora Johnson —dijo—. Lamento molestarla.

Hilda interrumpió sus disculpas.

—Adelante —dijo sin perder tiempo—. Quiero enseñarle algo. Mientras se dirigía hacia el escritorio no oyó el clic amortiguado de la puerta que se cerraba.

—Acabo de hacer un dibujo del sujeto —explicó orgullosa—. Vamos a compararlo con el retrato que trae usted.

—Por supuesto.

Pero el visitante, en lugar de un retrato, dejó un carnet de conducir con su foto.

—¡Mire! —Exclamó Hilda—. ¡La misma cara! Ése es el hombre que empujó a la mujer y se llevó el sobre.

Miró al detective Anders. Se había quitado la gorra y bajado el cuello del abrigo.

Los ojos de Hilda se abrieron de par en par al mismo tiempo que dejaba escapar un débil «¡No!». Intentó retroceder pero chocó contra el escritorio. Estaba atrapada.

Levantó las manos suplicante y estiró los brazos para protegerse inútilmente del cuchillo que el intruso estaba a punto de clavarle en el pecho.

El hombre retrocedió con presteza para no mancharse de sangre y observó cómo el cuerpo de la anciana se sacudía y caía sobre la raída alfombra. Los ojos de Hilda empezaron a ponerse fijos y vidriosos, pero ella consiguió murmurar:

—Dios no te… dejará escapar…

Mientras el hombre recogía su carnet de conducir y el dibujo, el cuerpo de la anciana se estremeció y su mano cayó sobre el zapato del sujeto.

El hombre caminó tranquilamente hasta la puerta, la abrió, examinó el pasillo y en cuatro pasos llegó a la escalera. Una vez en el vestíbulo, abrió ligeramente la puerta y vio que no había nadie. Al cabo de un instante estaba en la calle, camino de su casa.

De pronto se dio cuenta de lo cerca que habían estado de cogerlo. Si la poli hubiera creído a ese vejestorio y hubiera ido a hablar con ella esa tarde, la mujer les habría hecho el dibujo, que habría salido en todos los periódicos del día siguiente.

Mientras caminaba, empezó a sentir el pie izquierdo cada vez más pesado, como si la mano de dedos hinchados de Hilda Johnson siguiera allí.

¿Sus últimas palabras no serían una maldición?, se preguntó. Le habían recordado el error que había cometido ese mismo día, el error que Susan Chandler, con esa mente alerta de fiscal, podía descubrir.

No podía permitir que eso sucediera.