Alexander Wright vio su coche aparcado en doble fila en la puerta del hospital Saint Claire, en la calle 52 Oeste, y se sentó en el asiento trasero antes de que el chofer saliera para abrirle la puerta.
—Una larga reunión, señor —comentó Jim Curley mientras ponía en marcha el motor—. ¿Adónde vamos?
Hablaba con la familiaridad del viejo empleado: hacía treinta años que trabajaba para los Wright.
—Jim, me alegra decirte que vamos a buscar a una señorita de lo más atractiva a la calle Downing y después a cenar a Il Mulino —respondió Wright.
A la calle Downing, pensó el chofer; debe de ser una nueva. Nunca hemos estado allí. Curley disfrutaba de que su jefe, un soltero de poco menos de cuarenta años, tuviera tanto éxito. Dentro de los límites de su extremada discreción con la vida privada de Alexander Wright, le gustaba mencionar a sus amigos que Sandra Cooper, la estrella de las comedias musicales, era tan guapa como simpática, y que Lily Locking, la comediante, era de lo más divertida cuando conversaba con él en el coche.
Pero sólo hacía estos discretos comentarios después de que los periódicos publicaran que tal o cual mujer había sido vista en un restaurante o una fiesta en compañía del deportista y filántropo Alexander Wright.
Mientras el coche se abría paso por el denso tráfico existente en la Novena Avenida, Curley miró varias veces por el retrovisor y observó que su jefe había cerrado los ojos y tenía la cabeza apoyada en el suave tapizado de piel.
Quienquiera que hubiera dicho que era tan laborioso repartir dinero como ganárselo tenía razón, pensó Curley compasivamente. Sabía que al señor Alex, en calidad de presidente de la Fundación Alexander y Virginia Wright, lo asediaban constantemente individuos y organizaciones que le pedían subvenciones. Y él era muy amable con todo el mundo, y, probablemente, también generoso.
Nada que ver con su padre, recordó Curley. El viejo era un tipo duro. Lo mismo que la madre de Alex. Era capaz de arrancarte la cabeza por nada. Siempre encima de Alex cuando era pequeño. Era un milagro que el chico hubiera salido tan bien. Espero que la chica de la calle Downing sea divertida, pensó. Alex se merecía alguien entretenido. Trabajaba demasiado.
*****
Il Mulino, como siempre, estaba de lo más animado. El olor a buena comida se mezclaba con las alegres voces de los comensales. La barra estaba llena de gente que esperaba mesa. Las cestas de mimbre con verduras a la entrada del comedor daban a la sencilla decoración del restaurante una atmósfera acogedora y rural.
El máitre los acompañó a una mesa. Mientras avanzaban por el atestado salón, Alex se paró varias veces a saludar a amigos.
Sin consultar la carta de vinos, pidió una botella de chianti y otra de chardonnais. Al ver la cara de asombro de Susan sonrió.
—No tienes por qué beber más de una copa o dos, pero te prometo que te gustarán. No he almorzado y estoy muerto de hambre. ¿Te importa que pidamos ahora mismo?
Susan se decidió por una ensalada y salmón. Él escogió ostras, pasta y ternera.
—Es la pasta que tendría que haber comido al mediodía —explicó.
Mientras el camarero les servía el vino, Susan levantó las cejas y meneó la cabeza.
—No puedo creer que hace menos de una hora estuviera enfundada en mi caftán favorito, bastante andrajoso por cierto, planeando una noche tranquila en casa —le dijo.
—Podrías haber venido en caftán.
—¿Para impresionarte? —replicó, a lo que Alex soltó una carcajada.
Susan lo estudió mientras él saludaba con la mano a alguien. Llevaba un traje gris oscuro clásico de rayas muy finas, camisa blanca inmaculada y una corbata de dibujos pequeños, grises y rojos. Era un hombre atractivo, impresionante.
Al final comprendió qué la desconcertaba tanto en él. Sin duda Alex Wright tenía la seguridad y el aplomo que daban generaciones de alcurnia. Pero había algo más que la intrigaba. Creo que es un poco tímido, decidió. Y eso era algo que le gustaba.
—Me alegro de haber ido a la fiesta de ayer —le dijo en voz baja—. Había decidido quedarme en casa y hacer el crucigrama del Times, pero como había aceptado la invitación no quería parecer maleducado —sonrió—. Te agradezco que hayas venido a cenar conmigo sin haberte avisado con tiempo.
—¿Así que conoces a Binky desde hace mucho?
—Sí, pero de la manera que uno conoce a la gente que asiste a las mismas fiestas, a las íntimas. No soporto las fiestas grandes. Espero no ofenderte si digo que me parece un poco tonta.
—Una tonta muy persuasiva. ¿Qué te parece ese castillo a lo Walt Disney que mi padre hizo construir para ella?
Rieron.
—Todavía estás bastante herida e incómoda con la situación, ¿no? —Aventuró Alex—. Perdona, olvidaba que la psicóloga eres tú.
Cuando uno no quiere responder, lo mejor es preguntar, recordó Susan.
—Ya conoces a mi padre y mi hermana —replicó—, pero ¿y tú? ¿Tienes hermanos?
Alex le explicó que era hijo único, producto de una boda tardía.
—Hasta los cuarenta y tantos mi padre estaba demasiado ocupado haciendo dinero para cortejar a nadie. Después estaba demasiado ocupado acumulando riqueza para prestarnos atención a mi madre y a mí. Pero te aseguro que con las desgracias humanas que veo a diario en la fundación, me considero un hombre afortunado.
—Supongo que a grandes rasgos lo eres —coincidió Susan—. Yo también.
El nombre de Regina Clausen no salió hasta el momento del café. Alex Wright no sabía mucho más de lo que ya le había dicho por teléfono. Había compartido mesa con ella en una cena. Le pareció una mujer callada e inteligente. Le resultaba imposible imaginar que una mujer con sus antecedentes pudiera desaparecer así.
—¿Tenías confianza en la llamada que recibiste en el programa? ¿La de esa mujer tan nerviosa?
Susan ya había decidido no hablar con nadie del anillo que le había dado la madre de Regina. El anillo con la misma inscripción, «Por siempre mía», que había mencionado Karen era el único objeto tangible que relacionaba la desaparición de Regina con la frustrada amistad que Karen había trabado en el barco. Cuánto menos gente lo supiera, mejor.
—No lo sé. Es demasiado pronto para opinar.
—¿Cómo se te ocurrió hacer un programa de radio? —le preguntó.
Susan se sorprendió contándole que Nedda le había presentado a la anterior responsable del programa. También le explicó que había trabajado con Nedda en la facultad de derecho, que había dejado la fiscalía del condado de Westchester y decidido volver a estudiar.
—Por lo general yo soy la que escucho —le dijo al final, mientras tomaban un coñac—. Basta de hablar de mí. Creo que he hablado demasiado.
Wright pidió la cuenta.
—Esto no es nada; acabas de empezar —replicó con seguridad.
*****
Susan, mientras se metía en la cama, pensó que había sido una velada muy agradable.
Eran las once y diez. Había llegado a casa hacía veinte minutos. En la puerta del edificio, mientras ella se despedía, Alex le dijo:
—Mi padre me enseñó que siempre hay que acompañar a las damas hasta la puerta para asegurarse de que llegan bien a casa. Te prometo que después me voy.
La acompañó arriba y esperó a que abriera la puerta del apartamento.
No hay nada como un poco de galantería chapada a la antigua, pensó mientras apagaba la luz.
Estaba cansada pero no podía dejar de pensar en los acontecimientos del día, en todo lo que había pasado y dejado de pasar. Pensó en Donald Richards, el autor de Mujeres desaparecidas. Había sido un invitado muy interesante y era evidente que esperaba que ella lo invitara a la consulta para la esperada reunión con Karen.
Recordó con incomodidad cómo ella había rechazado enseguida la insinuación de Richards de que lo mantuviera al tanto de cualquier detalle que revelara Karen si asistía a la cita.
Se preguntó si volvería a saber algo de esa mujer. ¿Era sensato pedir en el programa del día siguiente que se pusiera en contacto con ella, aunque sólo fuera por teléfono?
Mientras se iba quedando dormida, sintió una señal de alerta en el subconsciente. Clavó la mirada en la oscuridad, tratando de establecer qué había disparado esa alarma interna. Evidentemente era algo que había ocurrido u oído ese día, algo a lo que tendría que haber prestado atención… Pero ¿qué?
Estaba demasiado cansada para pensar, se dio la vuelta y se acurrucó. Ya pensaría al día siguiente, seguro que tendría mucho tiempo para hacerlo.