17

Douglas Layton, después de reflexionar, reconoció que a Jane Clausen no le había hecho ninguna gracia que no se quedara con ella en la consulta de la doctora Susan Chandler.

Hacía cuatro años que trabajaba de abogado y agente de bolsa de la empresa que se ocupaba de los bienes de la familia Clausen. Había empezado su carrera como ayudante de Hubert March, el socio mayoritario que conocía y se ocupaba de los Clausen hacía cincuenta años. A medida que se acercaba el momento del retiro de March, era evidente que Layton gozaba de las simpatías de Jane Clausen para reemplazar a su viejo amigo.

El nombramiento como director del Fideicomiso de la Familia Clausen después de tan poco tiempo en la empresa había sido un golpe espectacular que Douglas Layton agradecía sinceramente, pero implicaba muchas obligaciones.

Pero esta tarde no tuve alternativa, recordó mientras entraba en el ascensor del número 10 de Park Avenue y sonreía con amabilidad a la joven pareja que acababa de comprar un apartamento en el noveno piso de su edificio.

Él todavía era inquilino, aunque con sus ingresos tranquilamente podía darse el lujo de comprar. Tal como explicaba a sus amigos: «Tengo treinta y seis años. En algún momento, créase o no, conoceré a la mujer apropiada y sentaré cabeza. Y cuando lo haga compraremos una casa juntos. Además —señalaba—, aunque no conozco al casero de este apartamento, tiene muy buen gusto, y de momento no puedo darme el lujo de comprar algo así».

Los amigos no podían negar que tenía razón. Layton, sin los dolores de cabeza de ser propietario, vivía en un apartamento con una biblioteca de caoba, un salón con unas vistas de Nueva York impresionantes, una cocina último modelo, un cuarto amplio y dos baños completos. Estaba amueblado con sofás cómodos y mullidos, armarios con cajones grandes, cuadros de buen gusto y excelentes reproducciones de alfombras persas.

Esa noche, mientras cerraba la puerta del apartamento, Douglas Layton se preguntó cuánto le duraría la suerte.

Comprobó la hora: eran las cinco y cuarto. Telefoneó a Jane Clausen, que no respondió, lo cual era bastante normal. Cuando iba a salir a cenar, dormía un rato a esa hora, en cuyo caso desconectaba el teléfono. En la oficina se decía que la señora Clausen dejaba el teléfono sobre una almohada a su lado, por si su hija Regina la llamaba en mitad de la noche.

Volvería a intentarlo dentro de una hora. Mientras tanto, llamaría a alguien con quien no había hablado durante la última semana. De repente su cara se suavizó, cogió el auricular y marcó un número.

Su madre se había mudado a Lancaster, Pensilvania, hacía diez años. Separada hacía mucho del padre, que había desaparecido de sus vidas, estaba mucho mejor en su pueblo, rodeada de todos sus primos.

Atendió a la tercera llamada.

—Ay, Doug, qué suerte que me encuentras. Estaba a punto de salir.

—¿Adónde vas? ¿Al hospital? ¿Al refugio de indigentes? ¿Al teléfono de la esperanza? —bromeó.

—A ninguno de esos lugares, listillo. Iba al cine con Bill.

Bill era un amigo de su madre de toda la vida, un soltero amable que a Doug le parecía simpático y completamente aburrido.

—No dejes que se propase.

—Doug, sabes muy bien que jamás haría algo así —replicó la madre.

—Tienes razón, lo sé de sobras. El viejo Bill es de lo más previsible. Bueno, mamá, no te entretengo más. Sólo quería saber cómo estabas.

—¿Estás bien, hijo? Pareces preocupado.

Se reprochó en silencio. Tendría que haberlo sabido: no podía engañar a su madre. Siempre se daba cuenta de todo.

—Estoy bien.

—Doug, estoy preocupada por ti. Si me necesitas ya sabes dónde estoy, ¿de acuerdo?

—Sí, mamá. Estoy bien. Un beso.

Colgó y se sirvió un whisky. Sintió que se le aceleraba el corazón mientras lo bebía de un trago. No era el momento de tener un ataque de ansiedad. ¿Por qué motivo, él, por lo general tan controlado y sobrio, tenía estos ataques tan a menudo?

Sabía muy bien por qué.

Encendió nervioso el televisor y miró el informativo de la tarde. A las siete volvió a llamar a Jane Clausen. Esta vez la encontró, pero el tono reservado de la mujer le indicó que él estaba en apuros. A las ocho salió.