16

Cuando Susan se despidió de Nedda, caminó a la luz del crepúsculo hasta su apartamento de la calle Downing. Otra vez hacía el mismo frío penetrante de primera hora de la mañana, que el sol de la tarde había caldeado temporalmente.

Metió las manos en los amplios bolsillos del chaquetón y apretó el paso. El tiempo le recordó un pasaje de Mujercitas, olvidado hacía mucho. Una de las hermanas —no se acordaba si Beth o Amy— decía que noviembre era un mes desagradable, y Jo coincidía y añadía que por eso ella había nacido en ese mes.

Yo también cumplo años el 24 de noviembre, pensó. Me llamaban el bebé de Acción de Gracias. Sí, y este año seré un bebé de treinta y tres años. El día de Acción de Gracias y mi cumpleaños solían ser fechas agradables. Por lo menos este año no tendré que ir corriendo de una cena a otra, como alguien que se escabulle de un campo enemigo al otro. Gracias a Dios, papá y Binky se van a Saint Martin.

Aunque mi problema doméstico es una minucia comparado con la vida de Jane Clausen, pensó mientras llegaba a su calle y giraba. La señora Clausen se había quedado en la consulta otros veinte minutos, cuando al fin admitieron que Karen no se presentaría.

Mientras tomaban una taza de té, le había insistido a Susan que se quedara con el anillo. «Es importante que lo tenga por si me pasa algo y la mujer vuelve a ponerse en contacto con usted», le dijo.

En realidad no quería decir «si» le pasaba, sino «cuando» le pasara, pensó Susan mientras entraba en el edificio de piedra rojiza de tres pisos y subía hasta el último, donde tenía su espacioso apartamento. Tenía un salón grande, cocina amplia, un cuarto enorme y un estudio pequeño. Estaba bien amueblado, cómodo y elegante, con las cosas que le había dado su madre al trasladarse de la casa familiar a una urbanización de lujo. A Susan le resultaba acogedor y agradable, como si el sitio la recibiera con los brazos abiertos.

Y esa noche no era una excepción. Le pareció especialmente relajante mientras encendía los troncos refractarios de gas que tenía a modo de chimenea. Una noche en casa, decidió mientras se ponía un viejo caftán de terciopelo. Se prepararía una ensalada y pasta acompañadas de una copa de chianti.

Al cabo de un rato, mientras lavaba una lechuga, sonó el teléfono.

—¿Susan? ¿Cómo está mi niña? .

Era su padre.

—Bien, papá —respondió, y añadió con una sonrisa—: Quiero decir, Charles.

—Binky y yo lamentamos que ayer tuvieras que irte tan pronto. Una buena fiesta, ¿verdad?

Susan levantó una ceja.

—Sí, muy buena.

—Susan, creo que Alex Wright te ha echado el ojo. No paró de hablar de ti con nosotros y creo que también con Dee. Nos dijo que Dee no quiso darle el número de teléfono de tu casa.

—El número de la consulta está en la guía. Puede llamarme allí. Parece muy simpático.

—Es mucho más que eso. La familia Wright es de lo mejorcito.

A papá todavía le impresiona la gente importante, se dijo. Al menos de momento no ha empezado a creerse que él también viene de muy buena familia, y espero que no comience a hacerlo.

—Te paso a Binky. Quiere decirte algo.

Dios mío, lo que me faltaba, pensó Susan mientras oía cómo cambiaba de mano el auricular.

El vibrante «hola» de su madrastra le perforó el oído.

Binky, antes de que Susan dijera nada, empezó a enumerar las virtudes de Alexander Wright.

—Lo conozco hace años, querida. Nunca se ha casado. Es el tipo de hombre que Charles y yo nos imaginamos con Dee o contigo. Ya lo has visto, así que sabes que es muy atractivo. Está en la junta de la Fundación de la Familia Wright. Hacen unas donaciones enormes todos los años. Es un filántropo, el hombre más generoso que existe. No es el tipo de persona egoísta que sólo piensa en sí misma.

No puedo creer que justamente ella diga eso, pensó Susan.

—Querida, espero que no te moleste lo que he hecho. Alex acaba de llamar y prácticamente me exigió el teléfono de tu casa. Estoy casi segura de que te llamará dentro de un rato. Dice que no quería molestarte en la consulta. —Y añadió—: No he hecho mal, ¿verdad?

—Preferiría que no dieras el número de mi casa, Binky —dijo Susan con dureza, pero se ablandó—. Bueno, en este caso creo que está bien. Pero no vuelvas a hacerlo.

Logró cortar las efusivas disculpas de Binky y colgó con la sensación de que de pronto le habían estropeado la noche.

Al cabo de diez minutos llamó Alexander Wright.

—Le he insistido a Binky para que me diera tu número de teléfono.

—Lo sé —dijo Susan con tono distante—. Binky y Charles acaban de llamarme.

—¿Por qué no dices mi padre cuando hablas conmigo? A mí no me importa.

Susan rió.

—Eres muy perspicaz. De acuerdo.

—Hoy me he tomado la molestia de escuchar tu programa y me ha gustado mucho.

A Susan le sorprendió.

—Hace unos seis o siete años me senté en la misma mesa que Regina Clausen en una cena de Futures Industry y me pareció una mujer agradable e inteligente. —Wright dudó y añadió con tono de disculpa—: Sé que es un poco precipitado, pero acabo de salir de una reunión de la junta directiva del hospital Saint Claire y tengo hambre. Si no has cenado y no tienes planes, ¿te gustaría salir a comer algo? Sé que vives en la calle Downing, podríamos ir a Il Mulino, está muy cerca.

Susan echó una ojeada a la lechuga que había lavado. Para su sorpresa, se oyó aceptar y quedar que él pasaría a recogerla en veinte minutos.

Mientras se dirigía al cuarto para ponerse un jersey de cachemir y unos pantalones, se dijo que acudía a esa cita precipitada para ver qué impresión tenía Alex Wright de Regina Clausen.