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A Hilda Johnson, una anciana de ochenta años, le gustaba contar que había vivido toda su vida en la calle 80 Este y que recordaba la época en que la fábrica de cerveza de Jacob Ruppert de la calle 79 llenaba el aire de olor a levadura y malta.

«Nuestros vecinos pensaban que ascendían en el escalafón social cuando se marchaban de Manhattan y trasladaban a su familia a la parte sur del Bronx —solía recordar con una carcajada estrepitosa—. En fin, todo cambia. En aquella época el Bronx era el campo y aquí estábamos hacinados. Ahora esto es elegante y el sur del Bronx un desastre. Pero así es la vida».

Era una historia que la gente que conocía en el parque oía una y otra vez, pero que ella no se cansaba de contar. A Hilda, menuda, delgada, con una cabellera blanca y rala y ojos azules muy despiertos, le encantaba hablar.

En días frescos, Hilda daba un paseo hasta Central Park y se sentaba en un banco al sol. Era una observadora nata y no dudaba en comentar cualquier cosa que creyera que hacía falta corregir.

Era famosa por haber dado una seria reprimenda a una niñera charlatana que se había alejado de la zona de juegos. Reñía con regularidad a los niños que tiraban envoltorios de caramelos en la hierba. Y con frecuencia paraba a algún policía para señalar a sujetos que suponía sospechosos porque vagaban por los alrededores de la zona de juegos o los senderos.

El policía de turno, con fatigada paciencia, siempre la escuchaba con amabilidad, tomaba nota de las advertencias y acusaciones de Hilda, y prometía no perder de vista a los sospechosos.

Su aguda capacidad de observación sin duda le había hecho un buen servicio ese lunes. Poco después de las cuatro, mientras regresaba del parque a su casa, se detuvo en una esquina en medio de una muchedumbre de peatones que esperaban que el semáforo cambiara. Estaba a la derecha, un poco más atrás de una mujer bien vestida con un sobre marrón debajo del brazo. De pronto le llamó la atención el súbito movimiento de un hombre que mientras cogía el sobre con una mano empujaba a la mujer con la otra delante de una camioneta. Hilda había empezado a gritar para avisarla, pero ya era tarde. Al menos había logrado ver bien la cara del hombre antes de que éste desapareciera entre la gente.

En medio de la terrible confusión que sobrevino, el gentío empujó a Hilda hacia atrás, mientras un policía fuera de servicio se hacía cargo de la situación.

—¡Retrocedan! ¡Policía!

Hilda sintió un ligero vahído al ver aquel cuerpo arrollado y sangrante sobre la calzada y el elegante traje con las marcas de los neumáticos, pero logró recuperarse para hablar con el reportero. Después consiguió llegar a su apartamento con gran esfuerzo. Se preparó un té y lo bebió a sorbitos con manos temblorosas.

—Pobre chica —repetía mientras volvía a revivir el incidente una y otra vez.

Al final se sintió con fuerzas suficientes para llamar a la comisaría. La atendió un sargento con el que ya había hablado varias veces, especialmente para denunciar mendigos que molestaban a los transeúntes de la Tercera Avenida. El sargento escuchó pacientemente su historia.

—Hilda, sabemos lo que piensa, pero se equivoca —le dijo con amabilidad—. Ya hemos hablado con mucha gente que estaba en esa esquina en el momento del accidente. La señora Wells perdió el equilibrio y se cayó porque la gente empezó a empujar cuando el semáforo se puso verde. Eso es todo.

—Se cayó porque una mano le dio un empujón —replicó Hilda—. El hombre le quitó el sobre marrón que ella llevaba. Estoy agotada y me voy a dormir, pero déjele el recado al capitán Shea. Iré a verlo a las ocho en punto de la mañana, en cuanto él llegue.

Colgó indignada. Eran sólo las cinco pero necesitaba irse a la cama. Sentía una opresión en el pecho que sólo le aliviaría una tableta de nitroglicerina debajo de la lengua y un poco de descanso.

Al cabo de unos minutos, enfundada en su abrigado camisón, estaba apoyada en una gruesa pila de almohadas que la ayudaban a respirar. El agudo dolor de cabeza así como la opresión en el pecho empezaban a remitir.

Hilda suspiró aliviada. Descansaría toda la noche e iría a la comisaría a darle un rapapolvo al capitán Shea y a quejarse del tonto del sargento. Después insistiría en que le trajeran un dibujante policial y le daría una descripción del hombre que había empujado a esa chica. ¡Qué individuo despreciable!, pensó al recordar su cara. De la peor calaña: bien vestido, con clase, el tipo de persona que inspira confianza. ¿Cómo estará esa pobre chica? A lo mejor lo dicen en las noticias.

Encendió el televisor con el mando justo a tiempo de verse y oírse declarar que había visto a un hombre empujar a Carolyn Wells al paso de la camioneta.

Las emociones de Hilda eran confusas. Por un lado la emocionaba ser una celebridad, pero por otro le molestó el comentario del locutor que sugería que se equivocaba. Y ese estúpido sargento que la había tratado como si fuera una criatura. Su último pensamiento, antes de dormirse, fue que por la mañana los pondría a todos en su sitio. Ya verían. El sueño la sorprendió mientras rezaba un Avemaría por Carolyn Wells, tan gravemente herida.