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En el avión que la llevaba de regreso a California, Dee Chandler Harriman bebió un sorbo de agua mineral, se quitó las sandalias y se reclinó en el asiento. El pelo rubio miel le cayó sobre los hombros. Acostumbrada a las miradas de admiración, evitó la mirada del hombre que tenía al otro lado del pasillo y que había intentado dos veces iniciar una conversación.

Las únicas joyas que llevaba eran una alianza y una fina gargantilla de oro. El traje oscuro a rayas era un modelo de sencillez. Se alegró de no tener a nadie sentado en el asiento de al lado.

Había llegado a Nueva York el viernes por la tarde y se había instalado en el apartamento que su agencia de modelos de Bel Air tenía en el edificio Essex. Después se había reunido discretamente con dos jóvenes modelos a las que esperaba fichar. La reunión salió bien, había sido un buen día.

Era una lástima que no pudiera decir lo mismo del sábado, cuando fue a visitar a su madre. Verla sufrir constantemente por el abandono de su marido le hizo brotar lágrimas de comprensión.

No debí ser tan desagradable con Susan, pensó Dee. Después de todo es la que más ha apoyado a mamá y la que más ha sufrido por la separación y el divorcio. Pero al menos ella tiene una profesión. Y aquí estoy yo con treinta y siete años… bueno, por lo menos acabé el instituto. En fin, lo único que he sabido hacer desde los diecisiete años es desfilar y posar. No había tiempo para nada más. Tendrían que haber insistido en que fuera a la universidad. Las únicas dos cosas inteligentes que he hecho en mi vida han sido casarme con Jack e invertir mis ahorros en la agencia.

Recordó incómoda cómo le había recriminado a Susan que no supiera lo que era perder un marido.

Qué lástima que no llegara a verla ayer en la fiesta de papá, pero me alegro de haberla llamado esta mañana. Y cuando dije que Alex Wright es fantástico, lo decía en serio.

Una sonrisa le asomó a los labios mientras pensaba en ese hombre apuesto de ojos cálidos e inteligentes, atractivo, con sentido del humor y clase, que le había preguntado si Susan salía con alguien.

Alex había insistido y ella le había dado el número de la consulta de su hermana; no quiso darle el de su casa.

La azafata le ofreció otra agua mineral que Dee rechazó con la cabeza. Esa sensación de vacío que había empezado con la visita a su madre y aumentado con el espectáculo del padre brindando con su segunda esposa amenazaba con hacerse más profundo.

Echaba de menos la vida de casada. Quería vivir de nuevo en Nueva York, donde Susan le había presentado a Jack, un fotógrafo publicitario. Poco después se casaron y se trasladaron a Los Ángeles.

Habían vivido cinco años juntos hasta ese fin de semana de hacía dos años, en que él había insistido en ir a esquiar.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estoy harta de estar sola y triste, pensó enfadada. Cogió el bolso de mano y rebuscó dentro hasta encontrar lo que buscaba: un folleto de promoción de un crucero de dos semanas por el canal de Panamá.

¿Por qué no?, se dijo. Hace dos años que no hago vacaciones de verdad. El agente de viajes le había dicho que aún quedaba un buen camarote libre en el siguiente crucero. Y el día anterior su padre la había animado para que fuera. «En primera, querida. Invito yo», le había prometido.

El barco zarpaba de Costa Rica al cabo de una semana. Iré, decidió Dee.