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El amplio apartamento de Donald Richards en Central Park Oeste era vivienda y consulta a la vez. Para acceder a las habitaciones que usaba para visitar a sus pacientes se entraba por otra puerta del pasillo. Las cinco habitaciones que se reservaba para sí tenían el típico aire masculino de una casa que no había conocido el toque de una mujer durante mucho tiempo. Su esposa, Kathy, una top model, había muerto hacía cuatro años en una sesión fotográfica en Catskills.

Él no estaba allí cuando sucedió, y sin duda no habría podido hacer nada, pero no podía dejar de culparse, o mejor dicho, no lograba superarlo.

La canoa en la que estaba posando Kathy volcó. El barco con el fotógrafo y los ayudantes estaba a unos ocho metros de distancia. El pesado vestido del siglo pasado que llevaba la hundió antes de que pudieran rescatarla. Los buceadores nunca recuperaron el cuerpo. Le dijeron que ese lago era tan profundo que hasta en verano el fondo estaba helado.

Hacía dos años, con la esperanza de cerrar el triste episodio, había guardado las pocas fotos de ella que aún tenía en el cuarto. Pero, naturalmente, no había servido y, al final, reconoció que aún había algo pendiente. Tanto él como los padres de Kathy necesitaban enterrar los restos en el cementerio, junto a los abuelos y a un hermano que no había llegado a conocer.

Donald soñaba a menudo con ella. A veces la veía atrapada bajo uno de esos arrecifes de las gélidas aguas del lago, una Bella Durmiente eterna. Otras veces su cara se disolvía en el sueño y aparecían otras que murmuraban: «Fue culpa tuya».

En las solapas del libro Mujeres desaparecidas no había ninguna referencia a Kathy. La reseña biográfica debajo de la foto del doctor Donald Richards indicaba que había vivido toda su vida en Manhattan, que era licenciado por la Universidad de Yale, médico y doctor en psicología clínica por Harvad, y máster en criminología por la Universidad de Nueva York.

Después del programa de radio regresó a su casa. Rena, la asistenta jamaicana, le tenía preparada la comida. Trabajaba para él desde poco después de la muerte de Kathy, y había llegado a través de su hermana, que era la asistenta fija de su madre en Tuxedo Park.

Don estaba seguro de que cada vez que Rena iba a Tuxedo Park su madre le interrogaba para enterarse de cómo iba la vida personal de su hijo. Ya le había dicho que pensaba que tenía que salir más.

Mientras almorzaba, pensó en Karen, la mujer que había llamado durante la emisión. Evidentemente, a Susan Chandler le había molestado su propuesta de contarle lo que la mujer le revelara, en caso, naturalmente, de que se presentara a la cita. Sonrió al recordar cómo se oscurecieron los ojos castaños de Susan, un inconfundible signo de rebeldía.

Susan Chandler era una mujer interesante y muy atractiva. Decidió llamarla e invitarla a cenar, porque cabía la posibilidad de que, en un ambiente más íntimo, estuviera más dispuesta a hablar del caso.

Era una situación intrigante. Regina Clausen había desaparecido hacía tres años. La mujer que llamó dijo que había tenido una aventura a bordo de un barco hacía sólo dos años. Era evidente que Susan Chandler haría la inevitable asociación: si el mismo hombre había tenido aventuras con ambas mujeres, tendría otras víctimas en mente.

Susan está removiendo el avispero, pensó Donald Richards y se preguntó qué podía hacer al respecto.