Alex Wright esperaba en el muelle cuando el Valerie llegó a San Blas el martes por la mañana. Eran las ocho en punto. Había salido de Nueva York la noche anterior yendo directamente de la consulta de Susan Chandler al aeropuerto. Se preguntaba si Don Richards, que la había telefoneado para pedirle que lo esperara, al final se habría dado por vencido. Alex había apagado todas las luces antes de marcharse, de modo que Richards seguramente supuso que no lo había esperado. Con toda probabilidad, la secretaria hallaría su cuerpo al cabo de una hora más o menos.
Buena parte del pasaje del Valerie estaba en cubierta. Tenía algo mágico estar a bordo de un barco cuando entraba en un puerto, pensó. Aunque quizá fuera simbólico, porque cada nuevo puerto significaba el final del viaje de alguien.
Aquél sería el último viaje de Dee. Era su última dama solitaria. Y luego se marcharía a Rusia. Allí estaría cuando le notificaran la trágica muerte de las dos hermanas que habían sido sus invitadas la noche del sábado. Susan le había dicho que lo identificarían en alguna foto del crucero de Regina. A lo mejor, pensó, aunque su aspecto había sido muy distinto en aquel crucero. ¿Acaso alguien lo identificaría sin titubear? No lo creo, concluyó confiado.
Divisó a Dee en la cubierta. Sonreía y lo saludaba con la mano. ¿O lo estaba señalando?
De pronto se percató de que dos hombres se habían apostado a ambos lados de él. Entonces oyó una voz baja y grave que le dijo:
—Queda arrestado, señor Wright. Por favor, acompáñenos.
Alex Wright ocultó la sorpresa y se encogió de hombros. Se volvió, dispuesto a acompañarlos, y comprendió, con amarga ironía, que aquello suponía el final de su viaje.
*****
Don Richards esperó en el vestíbulo del hospital mientras Susan visitaba a Jane Clausen. Aquella mañana estaba en cama, con una sola almohada debajo de la cabeza y las manos cruzadas sobre la colcha. Las persianas estaban bajadas.
A pesar de la penumbra de la habitación, enseguida reparó en la magulladura de la sien de Susan.
—¿Qué le ha sucedido, Susan? —preguntó.
—Oh, nada. Me di un golpe, eso es todo. —Susan notó las lágrimas mientras se inclinaba para besar la mejilla de Jane Clausen.
—No sabe cuánto afecto le tengo —dijo Jane Clausen—. Susan, no creo que mañana siga aquí, pero al menos ayer tuve ocasión de ocuparme de la fundación. La dejo en manos de personas dignas de confianza que la dirigirán en mi lugar. ¿Se ha enterado de lo de Douglas?
—Sí. No sabía si usted estaría al corriente.
—Lo lamento por él. Podría haber llegado muy alto. Y me preocupa su madre; era hijo único.
—Señora Clausen, no sé cómo decirle esto, pero creo que le gustará saberlo. El hombre que mató a Regina, y como mínimo a otras cinco personas, ha sido detenido. Hay muchas pruebas que demuestran su culpabilidad. Además, la decisión que tomó usted de hablar conmigo en aquel momento tuvo una importancia vital en la resolución del caso.
Vio el prolongado temblor que recorrió el cuerpo agonizante.
—Me alegro. ¿Dijo algo sobre Regina? Siempre me he preguntado si pasó mucho miedo.
Regina tuvo que sentirse aterrorizada, pensó Susan, y sé de qué hablo.
—Espero que no —respondió.
Jane Clausen levantó la vista hacia ella.
—Susan, lo único que ahora importa es que pronto me reuniré con ella. Adiós, querida, y gracias por su amabilidad.
*****
Mientras Susan bajaba en el ascensor, rememoró los acontecimientos de la semana anterior. ¿Tan poco tiempo había transcurrido?, se preguntó. ¿En verdad hacía sólo nueve días que había conocido a Jane Clausen? Sí, el misterio de la desaparición de Regina se había resuelto, pero por el camino habían muerto otras tres personas, y una cuarta estaba gravemente herida.
Pensó en Carolyn Wells y en su marido, Justin. Había hablado con él aquella misma mañana: Carolyn había salido del coma y los médicos esperaban una recuperación completa, aunque prolongada. Susan se había deshecho en disculpas; al fin y al cabo, de no haber sacado a la luz el caso de la desaparición de Regina Clausen, nada de lo que les había ocurrido a él y a Carolyn habría tenido lugar. Justin insistió, no obstante, en que a pesar de la agonía de la semana anterior, todas las cosas pasaban por alguna razón. Tenía previsto retomar la terapia con el doctor Richards, y abrigaba la esperanza de que una vez que controlara su exceso de celos, el temor que había inducido a Carolyn a ser tan reservada dejara de formar parte de sus vidas.
—Además —añadió Justin con una risa entre dientes—, no me habría perdido por nada la satisfacción de ver balbucear de vergüenza al capitán Shea cuando me pidió disculpas. Estaba convencido de que yo era un asesino.
Por lo menos Carolyn y él estarían bien, pensó Susan. No así la pobre Tiffany Smith, ni las otras dos personas cuyas muertes se vinculaban al caso: Hilda Johnson y Abdul Parki. Tomó nota de visitar la tienda de Nat Small en la calle MacDougal durante la semana para hacerle saber que habían atrapado al asesino de su amigo.
Todo había comenzado de la forma más inocente. Susan sólo se había propuesto plantear la cuestión de las mujeres solitarias y confiadas que, a pesar de su inteligencia y aparente sofisticación, caen en la trampa de relaciones dudosas y a veces fatales que les tienden hombres sin escrúpulos. Era un gran tema, y el resultado una serie de programas muy animados. Y tres asesinatos, pensó. ¿Tendré miedo de seguir haciendo este tipo de programas de investigación? Espero que no. Al fin y al cabo, han atrapado a un asesino en serie. ¡Quién sabe a quién más habría matado, aparte de a mí y a Dee, si no lo hubiesen detenido!
Por otra parte, también habían pasado cosas buenas. Había conocido a Jane Clausen, a quien pudo ofrecer consuelo, y a Don Richards, un individuo de lo más peculiar, un psiquiatra que se negaba la clase de ayuda que ofrecía a diario a sus pacientes, pero que al fin había reunido las fuerzas necesarias para hacer frente a sus propios fantasmas.
Podría haberme desangrado si me hubiese quedado allí toda la noche, pensó haciendo una mueca de dolor a causa de los puntos que llevaba en el hombro y la espalda. Cuando Don había llegado a la consulta y la encontró cerrada, el instinto le hizo pedir al guarda de seguridad que abriera la puerta y registrara el despacho con él. En mi vida he estado tan contenta de ver a alguien, pensó. Mientras Don desgarraba la bolsa y la levantaba, había ternura y alivio en su rostro.
Cuando Susan salió del ascensor, Don Richards le sonrió y la rodeó con el brazo. A ambos les pareció que aquel gesto era de lo más natural.