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El poco aire que quedaba en el interior de la bolsa estaba a punto de acabarse. Susan notaba que la cabeza le daba vueltas. Respira despacio, se ordenó. No agotes el oxígeno.

De pronto la asaltó el recuerdo de uno de los primeros casos en los que trabajó como ayudante del fiscal del distrito. Habían encontrado a una mujer con una bolsa de plástico en la cabeza. Ella fue quien dijo que no podía tratarse de un suicidio, y tuvo razón. Aquella mujer quería demasiado a sus hijos como para abandonarlos por voluntad propia.

La mujer asesinada con la bolsa de plástico apareció con la tez rosácea. Era culpa del monóxido de carbono, explicó el médico forense…

Susan notaba que la mente se le adormilaba, como si estuviera dispuesta a darse por vencida. Dee. Alex se reunirá con ella al día siguiente y sería su próxima víctima. Me voy a dormir, pensó Susan. No puedo evitarlo… No quiero morir. Y no quiero que Dee muera. Su mente luchaba por resistir, por sobrevivir sin aire.

Estaba metida debajo del escritorio. Con un súbito empujón, apoyó los pies en el panel frontal y consiguió arrastrase unos centímetros. Notó la papelera en el costado derecho. ¡La papelera! ¡Los cristales del jarrón roto estaban adentro!

Jadeando, arremetió contra la papelera hasta volcarla y oír el tintineo de los cristales rotos. Al volver la cabeza, notó que la papelera se alejaba y estuvo a punto de perder el conocimiento.

Con un último esfuerzo, agitó la cabeza de un lado a otro. Sintió una terrible punzada de dolor cuando el cristal mellado, atrapado entre su cuerpo y el suelo, cortó el plástico resistente de la bolsa. La sangre le empapó el hombro, pero advirtió que el plástico comenzaba a separarse. Siguió boqueando mientras movía el cuerpo adelante y atrás, adelante y atrás, notando que la sangre le salía a borbotones de las heridas pero recibiendo por fin el primer débil soplo de aire.

Fue allí, en el suelo de la consulta, donde la encontró Don Richards una hora más tarde. Estaba casi inconsciente; tenía una sien magullada y el pelo empapado de sangre; la espalda le sangraba profusamente; los brazos y las piernas estaban desgarrados e hinchados a causa del forcejeo con la cuerda que la ataba. Alrededor de la bolsa había unos trozos de cristal desparramados.

¡Pero estaba viva! ¡Viva!