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Don Richards cogió por los pelos el avión a La Guardia. No era un vuelo directo. Maldijo la escala en Atlanta pero no había nada que hacer. En cuanto salieron del aeropuerto y lo autorizaron a usar el teléfono, llamó a la consulta de Susan Chandler.

—Lo siento, señor Richards, pero está con una paciente y no puedo interrumpirla —le informó la secretaria—. Si quiere, puede dejarme un mensaje y se lo haré llegar. Aunque tiene otro paciente después de éste, así que tal vez no…

—¿Hasta qué hora estará ahí la doctora Chandler? —preguntó Don con impaciencia.

—Doctor, tiene pacientes hasta las siete; antes me ha dicho que tenía papeleo atrasado y se quedaría hasta tarde.

—Entonces hágame el favor de anotar este mensaje, tal como se lo dicto: «Don Richards necesita verla a propósito de Owen. Su avión llega hacia las ocho. Pasará a recogerla por la consulta. Espérelo».

—Lo dejaré en mi escritorio para que ella lo vea —respondió la secretaria con tono glacial.

Y así habría sido, si la nota no hubiese quedado oculta debajo del teléfono.

El auxiliar de vuelo estaba ofreciendo bebidas y aperitivos.

—Sólo café, por favor —dijo Don Richards. Sabía que debía mantener la cabeza despejada. Luego cenaría y tomaría una copa con Susan, pensó. Le diré lo que me parece que ya ha adivinado, que la persona de quien la pobre Carolyn trata de hablar se llama Owen, no Win. Desde que había visto el nombre Owen señalado en las dos listas de pasajeros en el apartamento de Susan, le había estado dando vueltas al asunto, y pensaba que era la explicación más plausible. También le diría a Susan, y ésa era la razón de tanta urgencia por llegar a Nueva York cuanto antes, que quienquiera que fuese realmente el tal Owen, era el asesino. Y si Don estaba en lo cierto, Susan corría un grave peligro.

Estuve en el programa de Susan cuando llamaron tanto Carolyn como Tiffany, pensó Don, contemplando el cielo del anochecer. A Carolyn por poco la mata una camioneta. Tiffany murió apuñalada. Y el asesino no se detendrá aquí.

Cuando estuve en el programa le dije a Susan que abriera bien los ojos para advertir cualquier señal de peligro. He pasado cuatro años enfadado conmigo mismo, pensando que podía haber salvado a Kathy. Ahora comprendo que estaba equivocado. La percepción retrospectiva es algo maravilloso, pero si tuviéramos que volver a vivir los últimos momentos que pasamos juntos, volvería a decirle que no se quedara en casa.

Las nubes se deslizaban junto al avión como las olas que lamen el costado de un buque. Don pensó en los dos cruceros en que se había embarcado en los dos últimos años, breves escapadas al Caribe. En ambos casos, abandonó el barco en el primer puerto. Seguía viendo el rostro de Kathy en el agua. Ahora sabía que no volvería a sucederle.

La inquietud lo reconcomía. Susan no seguirá sola en este asunto, se prometió. Era demasiado peligroso. Mucho más peligroso de lo que ella se figuraba.

El avión aterrizó a las ocho menos cuarto.

—Les rogamos que no se impacienten —anunció el comandante—, pero esta noche hay mucho tráfico y de momento todas las puertas están ocupadas.

Eran las ocho y diez cuando Don salió por fin del avión. Corrió a un teléfono y llamó a la consulta de Susan. No le contestaron, y colgó sin dejar mensaje. Quizá ha terminado pronto y se ha ido a casa, pensó. Puede que acabe de salir. Pero allí tampoco obtuvo respuesta; esta vez, no obstante, decidió dejar un mensaje.

—Susan —dijo—, voy a pasar por la consulta. Confío en que hayas recibido el mensaje que le he dejado a tu secretaria y que todavía estés ahí. Con suerte, llegaré en media hora.