Tal como había planeado, con Susan Chandler seguiría el mismo procedimiento que había utilizado con todas las demás. Le ataría las brazos y las manos a los costados, y después las piernas; la haría volver en sí para que se diera cuenta de lo que ocurría, le permitiría retorcerse un poco, lo justo para darle esperanzas, pero no lo suficiente para salvarse.
Mientras le enrollaba la cuerda alrededor del cuerpo casi inerte, le explicaría por qué le sucedía aquello. Se lo había explicado a las demás, y aunque la muerte de Susan no formaba parte del plan original, sino que era más bien un asunto de conveniencia, ella también merecía saber que había pasado a formar parte del ritual destinado a expiar los pecados de su madrastra.
De haber querido, habría podido matarla con el pisapapeles, pero no la había golpeado con la fuerza necesaria. Sólo se había desmayado y empezaba a moverse. Sin duda ya estaría despejada como para captar lo que tenía que decirle.
—Susan, espero que entiendas —comenzó con tono conciliador— que jamás te habría hecho daño si no te hubieses entrometido. De hecho me gustas bastante. Eres una mujer interesante y muy lista. Aunque eso ha sido tu perdición, ¿verdad? Quizá ser tan lista no te ha servido de nada.
Empezó a rodearle los brazos con la cuerda, levantándole el torso con delicadeza. Estaba tendida en el suelo junto al escritorio. Alex le había puesto un cojín debajo de la cabeza y bajado la intensidad de las luces del techo. Le gustaba la luz tenue y siempre que podía utilizaba velas. Naturalmente, en aquella ocasión no iba a ser posible.
—¿Por qué tuviste que hablar de Regina Clausen en tu programa de radio, Susan? Tendrías que haberla dejado en paz. Ya lleva tres años muerta. Su cuerpo está en el fondo de la bahía de Kowloon, ¿sabes? ¿Has visto alguna vez la bahía de Kowloon? A ella le encantó. Es muy pintoresco. Hay cientos de pequeñas casas flotantes con familias que viven allí, sin saber que una dama solitaria yace debajo de ellos.
Le enrollaba la cuerda alrededor del torso.
—Regina descansa para siempre en Hong Kong, pero se enamoró de mí en Bali. Aun con lo lista que era, resultó fácil convencerla de que abandonara el barco. Pero eso es lo que pasa cuando te pesa la soledad. Como quieres enamorarte, estás ansioso por creer en quienquiera que te preste atención.
Comenzó a atar las piernas de Susan. Unas piernas adorables, pensó. Aunque llevaba puesto un traje pantalón, notaba sus formas al levantarlas y envolverlas con la cuerda.
—Mi padre también fue una presa fácil de embaucar, Susan. ¿No te parece gracioso? Él y mi madre eran una pareja seria, sin sentido del humor, pero no obstante la echó de menos cuando murió. Mi padre era rico, pero mi madre también poseía una fortuna importante. En su testamento se la dejó toda a él, pensando que con el tiempo pasaría a ser mía. No era una persona afectuosa, tierna ni generosa, pero a su manera se preocupaba por mí. Me decía que sería como mi padre: ganaría mucho dinero, una persona trabajadora con buena cabeza para los negocios.
Tiraba de la cuerda con fuerza mientras recordaba aquellos interminables sermones.
—Escucha lo que me decía mi madre, Susan: «Alex, algún día serás un hombre con una inmensa fortuna. Tienes que aprender a conservarla. Tarde o temprano tendrás hijos. Edúcalos como es debido. No los mimes».
Estaba de rodillas junto a Susan, inclinado sobre ella. A pesar de la ira que traslucían sus palabras, hablaba con tono de conversación.
—Siempre me daban menos dinero que a mis compañeros del colegio, por lo tanto nunca podía salir con la pandilla. Así que me convertí en un solitario; aprendí a divertirme a solas. El teatro fue uno de mis pasatiempos predilectos. Cogía todos los papeles que podía en las producciones de la escuela. Hasta tenía un teatro en miniatura perfectamente equipado en el tercer piso de casa, el único regalo importante que recibí en toda mi vida, aunque no me lo hicieron mis padres sino un amigo de la familia que había amasado una fortuna gracias a un consejo bursátil de mi padre. Me dijo que pidiera lo que quisiera, y eso fue lo que elegí. Solía interpretar obras enteras por mi cuenta. Hacía todos los papeles. Llegué a ser muy bueno, quizás incluso lo bastante para ser profesional. Aprendí a convertirme en quien quería, a adoptar el aspecto y la voz de los personajes que inventaba.
Susan tenía conciencia de una voz conocida, pero la cabeza le estallaba de dolor y no osaba abrir los ojos. ¿Qué me está sucediendo?, se preguntó. Alex Wright estaba allí, pero ¿quién la había golpeado? Sólo acertó a entreverlo antes de perder el conocimiento. Llevaba el pelo largo y desgreñado, una gorra y un chándal andrajoso.
Un momento, se dijo, tratando de concentrarse. La voz es la de Alex; eso significa que sigue aquí. En ese caso, ¿por qué, en lugar de hablarle, no la ayudaba?, se preguntó cuándo el efecto del golpe en la cabeza comenzó a remitir.
En aquel momento, lo que había estado oyendo penetró en su mente y abrió los ojos. El rostro estaba a pocos centímetros del suyo. Los ojos le brillaban con la misma locura que había visto en los ojos de los pacientes encerrados en hospitales psiquiátricos. De pronto se dio cuenta: ¡era Alex con una peluca! ¡Alex con aquellas ropas andrajosas! Alex, con unos ojos como esquirlas afiladas de turquesa que se clavaban en lo más hondo de su ser.
—He traído tu mortaja, Susan —susurró—. Aunque no eres una de las damas solitarias, quería que tú también la tuvieras. Es exactamente igual a la que llevaron las otras.
Se puso en pie, y Susan vio que sostenía una bolsa de plástico alargada, muy parecida a las que se utilizan para proteger los vestidos caros. ¡Oh, Dios mío!, pensó. ¡Va a asfixiarme!
—Me gusta hacerlo despacio, Susan —dijo—. Es mi parte favorita. Quiero verte la cara. Quiero ver cómo llega el momento en que te falta el aire y comienza la lucha final. De modo que iré despacio, y no la apretaré demasiado. Así tardarás más en morir. Unos minutos, como mínimo.
Se arrodilló delante de ella, le levantó las piernas, y deslizó la bolsa de plástico por debajo hasta meter dentro los pies y las piernas. Susan intentó zafarse, pero él se apoyó encima de ella, mirándola a los ojos mientras subía la bolsa por las caderas hasta la cintura. Los esfuerzos de Susan de nada servían, ni siquiera para hacerle perder tiempo mientras seguía deslizando la bolsa por su cuerpo. Al fin, cuando llegó al cuello, se detuvo.
—Sabes, poco después de la muerte de mi madre, mi padre se fue de crucero —explicó—. Así fue como conoció a Virginia Marie Owen, una viuda solitaria, o al menos eso decía. Era muy vivaracha, al contrario que mi madre. Se hacía llamar «Gerie». Era treinta y cinco años más joven que mi padre y muy atractiva. Él me contó que a ella le gustaba cantarle al oído mientras bailaban. Su canción favorita era Por siempre mía. ¿Sabes cómo pasaron la luna de miel? Siguieron la letra de esa canción comenzando por Egipto.
Susan observaba el rostro de Alex. Estaba absorto en su relato, pero mientras tanto las manos seguían jugando con la bolsa de plástico, y Susan sabía que en cualquier momento se la pasaría por la cabeza. Pensó en gritar, pero ¿quién la oiría? Sus posibilidades de escapar eran nulas, y estaba a solas con él en lo que parecía un edificio vacío. Aquella noche, hasta Nedda se había ido a casa más temprano que de costumbre.
—Mi padre fue lo bastante listo para hacer que Gerie firmara un acuerdo prenupcial, pero ella me odiaba tanto que se dedicó a persuadirlo para que creara la fundación en lugar de dejarme a mí su dinero. Lo convenció de que así inmortalizarían sus nombres. Al principio se resistió, pero con el tiempo claudicó. El último elemento de persuasión fue fruto de un descuido por mi parte: Gerie encontró y entregó a mi padre una lista más bien infantil de las cosas que quería comprar en cuanto tuviera acceso al dinero. La odié por aquello y me juré a mí mismo que me las pagaría. Pero entonces murió, poco después que mi padre, y nunca tuve ocasión de vengarme. ¿Puedes imaginarte la frustración? ¿Odiarla con semejante pasión y que me privara de la satisfacción de matarla?
Susan le estudió el rostro mientras se arrodillaba sobre ella con la mirada perdida. Está completamente loco, pensó. ¡Está loco y me va a matar como a las demás!