Donald Richards llegó a las nueve de la mañana del lunes al aeropuerto de West Palm Beach, tal como tenía previsto. Allí lo recogió un representante de su editor, que lo llevó a Liberty's, en Boca Ratón, donde tenía programado firmar ejemplares de su libro a partir de las diez y media. Al llegar tuvo la grata sorpresa de encontrarse con una fila de gente esperándolo.
—Además hemos recibido cuarenta pedidos por teléfono —le aseguró el dependiente—. Confío en que escriba una continuación de Mujeres desaparecidas.
¿Más Mujeres desaparecidas? No lo creo, se dijo Richards mientras se acercaba a la mesa que habían dispuesto para la ocasión, sacaba su pluma y comenzaba a firmar. Sabía lo que le aguardaba a lo largo del día, y también sabía lo que tenía que hacer; un desasosiego tremendo lo incitaba a largarse de allí.
Una hora y ochenta libros firmados después, iba camino de Miami, donde tenía concertada otra sesión de firmas a las dos.
—Lo lamento, pero sólo firmas, nada de mensajes personales —dijo al propietario de la librería—. Ha surgido un imprevisto y debo marcharme sin falta a las tres.
Pocos minutos después de las tres volvía a estar en el coche.
—Próxima parada, el Fontainebleu —dijo el conductor animadamente.
—Se equivoca. Próxima parada, el aeropuerto —dijo Don. Había un avión que salía hacia Nueva York a las cuatro, y tenía intención de cogerlo.