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Susan terminó el programa de radio y regresó a la consulta sabiendo que disponía de más de una hora y media antes de su primera cita, prevista para las dos. El tiempo libre era un lujo al que no estaba acostumbrada.

Lo pasó estudiando el archivo que había reunido sobre los acontecimientos de la semana anterior. Incluía los recuerdos de Regina Clausen de su crucero a bordo del Gabrielle, recuerdos similares a los de Carolyn Wells del Seagodiva, y las fotografías del anillo de turquesas de Tiffany que le había enviado Pete Sánchez.

Sin embargo, por más que los estudió no le revelaron nada nuevo.

Finalmente escuchó fragmentos de tres programas de la semana anterior: el de la llamada de Carolyn Wells del lunes, y los de las llamadas de Tiffany Smith del martes y el miércoles. Escuchó atentamente a Carolyn, tan disgustada y temerosa de verse implicada; a Tiffany, dando toda clase de disculpas el miércoles porque el martes había quitado importancia al regalo del anillo de turquesas. A pesar de todo, la atención que Susan prestó a las grabaciones también resultó infructuosa y tampoco le reveló nada nuevo.

Había pedido a Janet que no encargara el almuerzo hasta después de la una. A la una y media, Janet entró con la bolsa de costumbre, tarareando Por siempre mía.

—Doctora Chandler —dijo mientras dejaba la bolsa del almuerzo en el escritorio—, esta canción me ha dado vueltas en la cabeza todo el fin de semana. No logro librarme de ella. Además me iba a volver loca, porque no conseguía recordar toda la letra, así que llamé a mi madre y ella me la cantó entera. Es una canción bonita de verdad.

—Sí, lo es —convino Susan distraída mientras abría la bolsa de papel y sacaba la sopa del día. Era crema de guisantes, cosa que detestaba y que Janet sabía que detestaba. Se casa el mes que viene y se muda a Michigan, se recordó Susan. No digas nada. No tiene importancia.

—«Ver las pirámides del Nilo… y el sol que se levanta en una isla tropical… —Janet cantaba la letra de Por siempre mía sin que nadie se lo hubiese pedido—. Ver el zoco del viejo Argel…».

Susan olvidó de súbito el disgusto causado por la sopa.

—Pare un momento, Janet —dijo.

Janet se detuvo.

—Perdone si la he molestado —dijo.

—No, no, no me ha molestado en absoluto. Es sólo que se me ha ocurrido algo relacionado con esa canción.

Susan recordó que el boletín del Gabrielle calificaba Bali de isla tropical, así como la postal de un restaurante, con un círculo que señalaba una mesa en la terraza del comedor.

Con el estómago en un puño, Susan se dio cuenta de que las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Sí, las piezas estaban ahí, pero todavía no había descifrado quién las había estado manipulando.

Win, u Owen, quería mostrarle Argel a Carolyn Wells, pensó. «Ver el zoco del viejo Argel…».

—Janet, canta el resto de la canción, por favor —pidió Susan.

—Como quiera, doctora. Aunque no soy muy buena cantante. Veamos. Ah, ya lo tengo. «Cruzar el océano en un avión plateado…». Tres años atrás, Regina desapareció después de su estancia en Bali, pensó Susan. Hace dos años, pudo haberle pasado lo mismo a Carolyn, y puede que otra fuese elegida en su lugar, en Argel. El año pasado tal vez conociera a una mujer en un avión en lugar de hacerlo en un crucero. Retrocedamos: ¿conoció a una mujer hace cuatro años en Egipto? Eso encajaría en el esquema, concluyo.

—«Ver la jungla húmeda de lluvia…». —Janet seguía cantando. Ésta podría ser la letra de la víctima de este año, pensó Susan. Alguien nuevo. Alguien que no tiene ni idea de que está en peligro de muerte.

—«Y recuerda hasta que vuelvas que eres…». —Era evidente que a Janet le gustaba cantar aquella canción. Templó la voz y le confirió un tono quejumbroso para concluir—: «… por siempre mía».

Susan llamó a Chris Ryan en cuanto Janet salió del despacho.

—Chris, ¿te importaría rastrear otra pista? Necesito saber si hay algún informe sobre una mujer, probablemente turista, que desapareció en Egipto a mediados de octubre de hace cuatro años.

—Eso está hecho —le aseguró Ryan—. Estaba a punto de llamarte. ¿Recuerdas los nombres que me has dado esta mañana? Los de los pasajeros de esos dos cruceros.

—¿Qué has averiguado? —preguntó Susan.

—Esos tipos no existen. Los pasaportes que utilizaron son falsos.

Lo sabía, pensó Susan.

*****

A las cinco y diez de aquella misma tarde, Susan rompió uno de sus principios fundamentales y dejó a su paciente a solas para contestar una llamada urgente de Chris Ryan.

—Estás pulsando las teclas correctas, Susan —dijo Ryan—. Hace cuatro años una viuda de treinta y nueve años de Birmingham, Alabama, desapareció en Egipto. Estaba de crucero por Oriente Medio. Al parecer se saltó la visita organizada y bajó a tierra por su cuenta. Nunca hallaron su cuerpo y se dio por sentado que, dada la inestabilidad política de Egipto, fue víctima de alguno de los grupos terroristas que intentaban derrocar al gobierno.

—Estoy bastante segura de que eso no tuvo nada que ver con su muerte —dijo Susan.

Poco después, mientras acompañaba a su paciente hasta la puerta, le entregaron un paquete voluminoso. El remitente era Ocean Cruise Pictures Ltd. de Londres.

—Se lo abriré yo, doctora —se ofreció Janet.

—No es necesario. Déjalo. Me ocuparé más tarde.

Aquel día tenía la agenda bastante llena, y no terminó con el último paciente hasta las siete. Por fin podía revisar las fotografías que tal vez revelaran el rostro del hombre que había matado a Regina Clausen y los demás. Estaba impaciente por verlas. Había que descubrir la identidad del asesino antes de que muriera alguien más.

Susan también tenía otro motivo especial para encontrarlo de inmediato: deseaba poder decir a la agonizante señora Clausen que el hombre que le había arrebatado a su hija no volvería a romper el corazón de otros padres.