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Justin Wells regresó a la oficina a las cinco menos diez y trató de ponerse a trabajar. Se pasó la mano por el cabello oscuro, un gesto típico de él, soltó el bolígrafo, apartó la silla y se puso de pie. Era un hombre corpulento, pero se movía con gracia y suavidad, un talento que hacía veinticinco años lo había convertido en un destacado jugador de fútbol americano en la universidad.

No podía. Le habían encargado la renovación del vestíbulo de un rascacielos, pero no podía pensar en nada. Llevaba casi todo el día sin poder concentrarse.

El león cobarde. Se consideraba un ser temeroso, siempre con miedo. Cada nuevo trabajo empezaba con la agónica certeza de que fracasaría. Veinticinco años atrás se sentía así antes de cada partido de fútbol. Y ahora que era socio del estudio de arquitectos Benner, Pierce y Wells, todavía lo atormentaban las dudas sobre su capacidad.

Carolyn. Estaba seguro de que algún día lo abandonaría para siempre. Si se entera de lo que estoy haciendo se pondrá furiosa, se dijo mientras se acercaba al teléfono del escritorio. Tenía el número de la emisora. Pero nunca se enterará, se tranquilizó. Lo único que voy a hacer es pedir la cinta del programa de hoy de Pregúntale a la doctora Susan. Diré que es el programa favorito de mi madre y que hoy se lo ha perdido porque tenía que ir al dentista.

Si Bárbara, la recepcionista, tenía razón y era Carolyn la que había llamado a ese programa, entonces era ella la que había tenido una aventura con un hombre en el crucero.

Retrocedió dos años, cuando tras aquel terrible incidente Carolyn reservó impulsivamente un billete de Mumbai a Portugal en un crucero. Le había dicho que pensaba pedir el divorcio en cuanto regresara. Todavía lo quería pero ya no soportaba sus celos y sus preguntas constantes sobre dónde había estado y a quién había visto.

Llamé justo antes de que el barco atracara en Atenas, recordó Justin, y le dije que estaba dispuesto a ir al psicólogo y a hacer lo que fuera si ella volvía a casa e intentábamos salvar el matrimonio. Y tenía razón en preocuparme. En cuanto se alejó de mí, conoció a otro.

Pero a lo mejor no era Carolyn la que había llamado. Después de todo, Bárbara la había visto muy pocas veces. Pero claro, la voz de Carolyn era muy especial, bien modulada con un ligero acento británico, fruto de los veranos de la infancia pasados en Inglaterra.

—Tengo que saberlo —murmuró mientras sacudía la cabeza. Llamó a la emisora y, tras unos momentos de instrucciones aparentemente interminables: «Pulse uno para programación; dos para información; tres para extensiones… cuatro… cinco… si quiere hablar con una operadora, manténgase a la espera…», al final lo pusieron con la oficina de producción de Pregúntale a la doctora Susan. Justin sabía que la pobre excusa de que su madre se había perdido el programa y quería una grabación no parecía muy verosímil. Cuando le preguntaron si quería una grabación de todo el programa, terminó de meter la pata con «No, sólo la parte de las llamadas. Y se precipitó a añadir para arreglarlo—: Me refiero a que es la parte favorita de mi madre, pero si es posible le gustaría la grabación de todo el programa».

Para acabar de empeorar las cosas, Jed Geany, el jefe de producción, se puso al teléfono y le dijo que le enviarían una cinta con mucho gusto, que era un placer tener oyentes tan fieles, y le pidió el nombre y la dirección.

Justin Wells, incómodo y culpable, dio su nombre y la dirección de la oficina.

Acababa de colgar cuando lo llamaron del hospital Lenox Hill para avisarle de que su mujer había tenido un grave accidente.