La doctora Susan Chandler caminaba en medio de una tormenta de nieve desde el edificio de Greenwich Village donde tenía su apartamento a su consulta en el Soho, ubicada en una casa de finales de siglo. No sólo tenía éxito como psicóloga clínica, sino que además era una especie de personaje público gracias al popular programa de radio Pregúntale a la doctora Susan, que se emitía de lunes a viernes.
El viento frío de esa mañana de octubre soplaba con fuerza. Susan se alegró de haberse puesto el jersey de cuello alto debajo de la chaqueta del traje.
El pelo rubio oscuro, que le llegaba a los hombros, aún estaba húmedo por la ducha y al ver cómo se lo revolvía el viento, se arrepintió de no llevar un chal. Recordó la sempiterna advertencia de su abuela: «No salgas con la cabeza mojada que pillarás un resfriado de muerte», y se dio cuenta de que últimamente pensaba mucho en la anciana Susie. Claro, la abuela se había criado en Greenwich Village, y Susan a veces se preguntaba si su espíritu no rondaría por los alrededores.
Se detuvo en el semáforo de Mercer y Houston. Apenas eran las siete y media y todavía no había mucha gente en la calle; dentro de una hora estaría repleta de neoyorquinos que volvían al trabajo con cara de lunes.
Gracias a Dios se ha acabado el fin de semana, se dijo entusiasmada. Había pasado casi todo el sábado en Rye con su madre, que estaba muy deprimida. Era comprensible, pensó, ya que de seguir casada habría sido el día de su cuadragésimo aniversario de bodas. Encima, para terminar de empeorar la situación, Susan había tenido un encontronazo con Dee, su hermana mayor, que había venido de California.
El domingo por la tarde, antes de regresar a la ciudad, había hecho una visita de cortesía a la casa palaciega de su padre, cerca de Bedford Hills, para asistir a la fiesta que ofrecía con Binky, su segunda mujer. Susan supuso que la elección de la fecha había sido cosa de ella. «Hoy se cumplen cuatro años de la primera vez que salimos juntos», le había confiado.
Quiero mucho a mis padres, pensó mientras llegaba al edificio de la consulta, pero a veces me gustaría decirles que por favor maduraran un poco.
Susan solía ser la primera en llegar al último piso, pero mientras pasaba por delante de las oficinas del bufete de su vieja amiga y mentora Nedda Harding, se sorprendió al ver que las luces del pasillo y la recepción ya estaban encendidas. Susan sabía que el pájaro madrugador tenía que ser Nedda.
Sacudió la cabeza compungida mientras abría la puerta, porque tendría que haber estado cerrada, avanzó por el pasillo al que daban los despachos, aún a oscuras, de los socios menores y empleados de Nedda, se detuvo ante la puerta de la oficina de Nedda y sonrió. Nedda, como siempre, estaba tan concentrada en su trabajo que ni se dio cuenta de su presencia.
Estaba inmóvil en su postura habitual de trabajo: el codo izquierdo sobre el escritorio, la frente apoyada sobre la palma y la mano derecha extendida para pasar las páginas del voluminoso expediente que tenía delante. Ya estaba con ese pelo canoso y corto todo revuelto y las gafas que le resbalaban por el puente de la nariz. La postura del cuerpo daba la impresión de estar preparado para levantarse de un salto y echar a correr. Era una de las abogadas defensoras más respetables de Nueva York y ese ligero aspecto de abuelita no dejaba entrever la inteligencia y el empuje que tenía en su trabajo, que se veía sobre todo cuando interrogaba a un testigo en el estrado.
Las dos mujeres se habían hecho amigas hacía diez años en la Universidad de Nueva York, cuando Susan era una estudiante de veintidós años de segundo de derecho, y Nedda profesora invitada. En tercer año, Susan se organizó sus clases para poder trabajar dos veces por semana para Nedda.
Todos sus amigos, salvo Nedda, se quedaron impresionados cuando Susan, al cabo de dos años de trabajar en la oficina del fiscal de distrito del condado de Westchester, dejó el empleo de ayudante del fiscal y volvió a la universidad para hacer el doctorado en psicología. «Es algo que debo hacer», fue lo único que explicó en aquel momento.
Nedda, al advertir la presencia de Susan en la puerta, levantó la mirada con un amago de sonrisa breve pero cálida.
—Pero bueno, mira quién está aquí. ¿Qué tal el fin de semana, Susan, o es mejor que no pregunte?
Nedda sabía lo de la fiesta de Binky y el aniversario de la madre.
—Previsible —dijo Susan irónicamente—. Dee llegó a casa de mama el sábado y las dos terminaron llorando juntas. Le dije a Dee que con su depresión lo único que hacía era ponerle las cosas más difíciles a nuestra madre, y la tomó conmigo. Me dijo que si yo hubiese visto a mi marido morir en una avalancha como le había sucedido a ella con Jack, entonces comprendería por lo que estaba pasando. También me sugirió que si dejaba a mi madre llorar un poco sobre mi hombro en lugar de decirle siempre que tenía que seguir adelante con su vida, seguro que la ayudaría mucho más. Cuando le dije que empezaba a tener artritis en el hombro de tantas lágrimas, Dee se enfadó aún más, pero mamá al menos rió.
»Después, me fui a la fiesta de papá y Binky —continuó—. A propósito, mi padre ahora me ha pedido que lo llame Charles, con eso queda todo explicado. En fin —suspiró—, otro fin de semana así y seré yo la que necesite terapia. Pero como soy muy tacaña para pagar a un terapeuta, terminaría contratándome a mí.
Nedda la observó comprensiva. Era la única de sus amigos que sabía toda la historia de Jack y Dee, y todo sobre los padres de Susan y ese complicado divorcio.
—Creo que necesitas un plan de supervivencia —le dijo..
—Quizá se te ocurre alguno para mí —rió Susan—. Apúntalo en mi cuenta junto con todo lo que ya te debo por conseguirme el trabajo en la radio. Eres una buena amiga. Bueno, será mejor que me vaya. Tengo mucho que preparar antes del programa. A propósito, ¿te he dado las gracias últimamente?
Hacía un año, Marge Mackin, famosa presentadora de radio e íntima amiga de Nedda, había invitado a Susan a un programa para comentar un juicio muy importante en calidad de psicóloga y experta legal. El éxito de esa primera aparición fue tal que empezó a ser invitada habitual, y, cuando Marge se dedicó a su propio programa de televisión, propuso que Susan la reemplazara en la radio.
—Qué tonta. No te habrían dado el trabajo si no pudieras hacerlo. Eres muy buena y lo sabes —replicó Nedda bruscamente—. ¿Quién es tu invitado de hoy?
—Esta semana me ocuparé de por qué las mujeres deben preocuparse de su seguridad en situaciones sociales. Donald Richards, un psiquiatra especializado en criminología, ha escrito un libro titulado Mujeres desaparecidas. Trata de las desapariciones de las que se ha ocupado. Muchos casos los resolvió, pero otros, muy interesantes, aún siguen abiertos. He leído el libro y es bueno. Examina el origen de cada mujer y las circunstancias de su desaparición. Después discute los posibles motivos por los cuales una mujer inteligente puede verse mezclada con un asesino y sigue paso a paso el proceso de intentar descubrir lo que le ha pasado. Hablaremos del libro y de algunos de los casos más interesantes. Después explicaremos cómo podrían nuestras oyentes evitar situaciones potencialmente peligrosas.
—Un tema interesante.
—Creo que sí. He decidido sacar la desaparición de Regina Clausen. Es un caso que siempre me ha intrigado. ¿Te acuerdas de ella? Siempre la miraba en la CNBC y me parecía fantástica. Hace seis años invertí el regalo de cumpleaños que me hizo mi padre en unas acciones que ella recomendó. Fueron una mina de oro, así que me siento en deuda con ella.
Nedda la miró con ceño.
—Regina Clausen desapareció hace tres años, en Hong Kong, al desembarcar de un crucero. Lo recuerdo muy bien. El hecho fue muy comentado en su momento.
—Yo ya había dejado de trabajar en la fiscalía —explicó Susan—, pero estaba allí visitando a una amiga cuando entró la madre de Regina Clausen, Jane, que por entonces vivía en Scarsdale, para hablar con el fiscal y ver si podía ayudarla. Pero no había indicios de que Regina se hubiera marchado de Hong Kong, así que por supuesto el fiscal del distrito de Westchester no tenía jurisdicción. La pobre mujer tenía fotos de Regina y no paraba de decir que su hija tenía muchas ganas de hacer ese viaje. En fin, nunca he olvidado ese caso, así que hoy hablaremos de él en el programa.
La expresión de Nedda se suavizó.
—Conozco un poco a Jane Clausen. Estudiamos juntas en Smith. Ahora vive en Beekman Place. Siempre ha sido una persona muy reservada y creo que Regina también era muy tímida para la vida social.
Susan levantó las cejas.
—Ojalá hubiera sabido que la conocías. Podrías haberme concertado una cita con ella. Según mis notas, a la madre de Regina ni se le ocurrió que su hija estuviera liada con alguien, pero si pudiera hablar con ella de eso, de algo que en su momento no le pareció importante pero que quizá nos dé alguna clave…
Nedda arrugó la frente pensativa.
—A lo mejor no es demasiado tarde. Doug Layton es el abogado de la familia Clausen. Lo he visto varias veces. Lo llamaré a las nueve para ver si puede ponernos en contacto con ella.
*****
A las nueve y diez sonó el intercomunicador del despacho de Susan. Era Janet, su secretaria.
—El abogado Douglas Layton está en la línea. Prepárese, doctora, no parece muy contento que digamos.
Todos los días, Susan deseaba que Janet, una excelente secretaria en todos los demás aspectos, no tuviera la necesidad de hacer comentarios sobre la gente que llamaba. Aunque el auténtico problema era que por lo general los comentarios resultaban acertados.
En cuanto empezó a hablar con el abogado de la familia Clausen, se dio cuenta de que estaba muy irritado.
—Doctora Chandler, nos disgusta profundamente cualquier explotación del dolor de la señora Clausen —le dijo bruscamente— Regina era hija única. Habría sido un episodio terrible aunque hubiesen encontrado el cuerpo, pero para colmo no ha sido así, con lo cual su agonía es constante. La señora Clausen está en una especie de limbo, no cesa de preguntarse en qué circunstancias estará viviendo su hija, si es que vive. Cualquiera diría que una amiga de Nedda Harding tendría que estar por encima de ese tipo de sensacionalismo, de explotar el dolor con la excusa de la psicología popular.
Susan apretó las mandíbulas por un instante para reprimir la acalorada respuesta que estaba tentada a dar. Y cuando habló, lo hizo con tono frío y sereno.
—Señor Layton, usted ya ha dado la razón de por qué debe hablarse de este caso. Sin duda es infinitamente peor que la señora Clausen se pregunte cada día si su hija está viva y sufre que si sabe de una vez qué le sucedió. Tengo entendido que ni la policía de Hong Kong ni los investigadores privados que contrató la señora Clausen fueron capaces de descubrir lo que Regina hizo ni adónde fue al desembarcar. Mi programa se difunde en cinco estados. Sé que es una posibilidad remota, pero a lo mejor nos llama algún oyente que estaba en ese barco o en Hong Kong en aquel momento, para decirnos algo útil, quizá que vio a Regina bajar del Gabrielle. Después de todo, trabajaba en la CNBC, y alguna gente tiene muy buena memoria para las caras.
Colgó sin esperar respuesta y encendió la radio. Iban a pasar unos anuncios del programa de ese día, anunciando al escritor invitado y el caso Clausen. Ya habían emitido algunos el viernes, y Jed Geany, el productor, le había prometido que la cadena pondría algunos más durante aquella mañana. Susan rogó que no se hubieran olvidado.
Al cabo de veinte minutos, mientras estudiaba los informes escolares de una paciente de diecisiete años, escuchó el primer anuncio. Esperemos que alguien que sepa algo del caso también esté escuchando, pensó.