12 de mayo de 1969
Cuando Dios creó al hombre, escogió al padre Serafín para un tratamiento especial. Le concedió una amplia sonrisa, un extraño hoyuelo en la mejilla izquierda y unos ojos traviesos que parecían invitarlo a uno a caminar a su lado y a compartir con él una broma privada. En otra época podría haber sido un juglar o un bufón, pues siempre dispensaba su sabiduría con una chanza desenfadada. Pero había sido ungido abad del monasterio de Vatopedi, en el monte Athos, y se había pasado media vida esparciendo por los corredores del monasterio sus venturosos donaires.
El padre Serafín rara vez iba desprovisto de una sonrisa. Sonreía cuando escardaba los calabacines. Sonreía cuando pescaba pulpos. Pero pocas veces tenía tantos motivos para sonreír como la mañana del 12 de mayo de 1969. Durante tres décadas, había deseado, esperado y rezado por poner sus ojos en Edward Trencom. Ahora, al fin, sus plegarias iban a ser atendidas.
—Ah, sí… Déjeme echarle un vistazo —dijo cuando Edward entró en la habitación—. Justamente… justamente lo que pensaba. Es usted el vivo retrato de su padre.
Alargó un brazo hacia la barbilla de Edward y le hizo volver suavemente la cabeza a un lado y a otro para examinar el perfil de su nariz.
—Es él. El vivo retrato de Peregrine.
El abad sacó tres vasos enanos del armario y puso en cada uno una gota de licor destilado.
—Ahora, bebamos —dijo—. Debemos beber a su salud.
Tras dar la bienvenida a Edward al monte Athos y hacer un breve brindis, apuró su vaso y animó a Edward y a Papadrianos a hacer lo mismo.
Cuando ambos hubieron cumplido con aquel grato deber, el padre Serafín se acercó a la puerta.
—Y ahora, antes de nada, hay que enseñarle el monasterio. Porque guarda una cosa, o varias, que creo que van a interesarle muchísimo.
—Pero espere —lo interrumpió Edward—. Espere, espere. Este monasterio… ¿no se llama Vatopedi?
—Exactamente —contestó el abad—. Vatopedi.
Edward se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel doblada en la que estaba escrita la palabra en clave A+9VATPD70+0.
—Entonces ¿esto —dijo—, esta palabra del libro de Humphrey está relacionada con… con este monasterio?
El padre Serafín asintió con la cabeza y pasó un brazo por los hombros de Edward.
—Venga —le dijo con una sonrisa—. Ya lo hemos tenido en ascuas demasiado tiempo. Pero no tendrá que esperar mucho más.
Condujo a Edward por la puerta trasera de la portería del monasterio, hasta un patio grande y empedrado, rodeado de edificios medio en ruinas. A un lado del patio estaba la iglesia mayor del monasterio, un edificio bizantino construido en ladrillo rojo y desgastado. Al otro lado, frente a la iglesia, se encontraba el refectorio, cuyas paredes exteriores estaban adornadas con frescos de san Teodoro el Cretense.
—Luego los veremos —dijo el padre Serafín—. Todo a su debido tiempo. Primero tenemos que visitar la iglesia. Es la iglesia lo que quiero que vea.
Llevó a Edward a través del patio y empujó la puerta. Edward respiró hondo al entrar en la pequeña iglesia.
—Ah, sí —dijo en voz baja—. Por fin ha vuelto.
El abad le lanzó una sonrisa inquisitiva y le preguntó si podía compartir el secreto.
—Mi nariz —explicó Edward—. Lleva más de tres meses fallándome. No funcionaba bien. Pero ahora… —Olfateó de nuevo el aire acre—. Ahora lo detecta todo.
—Como ha hecho siempre —dijo el abad—. Lo mismo le pasó a su padre, y a los demás.
—¿A mi padre? ¿A los demás?
—Venga —contestó el padre Serafín—, bajemos a la cripta.
Aquella cálida mañana de primavera, en el mismo momento en que los dos hombres se dirigían a la cripta, el monte Athos daba la bienvenida a otro visitante inglés. Durante más de mil trescientos años, ninguna mujer había puesto el pie en esta península sagrada. Ninguna mujer había visitado nunca los monasterios; ningún animal hembra podía pastar en las laderas floridas del monte. Aquel dedo de tierra rocosa estaba consagrado a la Madre de Dios: la única mujer cuyo nombre se mencionaba en las capillas silenciosas de los monasterios.
Pero todo eso iba a cambiar la mañana del 12 de mayo de 1969. Poco después de las once de la mañana, una inglesa atractiva y de aspecto más bien remilgado se bajó de una barca de pesca, ayudada por dos griegos viejos y desaseados.
—¡Ave María! —le dijo uno al otro mientras hacía la señal de la cruz—. Que la Madre de Dios se apiade de nosotros.
El otro asintió con la cabeza.
—Ella sabe lo que hace —dijo.
—¿Quién? ¿La Madre de Dios?
—No, esta señora.
La señora Trencom dio las gracias a los pescadores, les pagó y se alejó por la playa de guijarros. Mientras caminaba hacia el monasterio de Vatopedi, que estaba algo retirado de la orilla, iba reflexionando sobre los extraordinarios acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas. Qué follón. En cuanto se había enterado del viaje de su marido, había decidido ir tras él y rescatarlo. Sacó un billete para Atenas con un vuelo de enlace hacia Salónica y se dirigió al aeropuerto: la primera vez que viajaba sola en avión.
Era casi de noche cuando llegó a la ciudad y pasó más de una hora intentando encontrar alojamiento. Apenas se había instalado en su habitación del hotel Olympus cuando llamaron a la puerta. Tras reflexionar un momento sobre si debía abrir o no, giró el pomo y se encontró cara a cara con un griego alto e impecablemente vestido.
—Soy el señor Makarezos —dijo él, tendiéndole la mano—. Creo que ha oído hablar de mí. ¿Podemos hablar?
La señora Trencom estaba perpleja porque la visitara un desconocido en un hotel extranjero, pero no dio muestra alguna de sorpresa, ni de temor. Hacía muchas semanas que esperaba entrevistarse con el señor Makarezos, y se alegraba tanto de que por fin hubiera llegado el momento que ni siquiera le extrañó que la hubiera seguido hasta Salónica.
—Pase —dijo con aplomo extraordinario—. Hacía tiempo que quería hablar con usted.
—Antes de que diga nada —contestó él—, debe permitirme hablar. Vengo a decirle que saben que está usted aquí… Sí, la junta. La están vigilando, y confían en que los lleve usted hasta su marido. No debe contactar con él. No debe hacerlo. Pondrá su vida en el mayor de los peligros.
—Oh, vamos, señor Makarezos —dijo la señora Trencom con una voz tan serena que sonaba artificial—. No creo que pueda poner la vida de mi marido en mayor peligro todavía. Es mucho más probable que le pase algo si no lo encuentro. ¿Es que no lo ve? Nueve generaciones de la familia Trencom han muerto obsesionadas con su nariz. No pueden evitarlo. Son sus narices las que les pierden.
Se hizo un largo silencio mientras el señor Makarezos reflexionaba sobre el mejor modo de lidiar con aquella mujer obstinada e inflexible. Nunca le habían gustado las inglesas, y la señora Trencom era inglesa a más no poder.
—Pero ¿sabe dónde está? —preguntó—. ¿Sabría dónde encontrarlo?
—Oh, sí —dijo ella con aire triunfal—. Sé exactamente dónde está. Verá, su viejo amigo Herbert Potinger consiguió descifrar todos los acertijos y las pistas falsas de Humphrey Trencom. Me dijo exactamente dónde podía encontrar a mi marido. Y no tengo motivos para dudar de que es ahí precisamente donde lo encontraré.
—Pero no pensará ir… no puede, es imposible. Está absolutamente prohibido que las mujeres pisen el monte Athos. ¿Es que no lo entiende? Está reservado a la Madre de Dios.
—Bueno —dijo la señora Trencom, cruzando los brazos—, pues eso va a cambiar. Voy a ir al monte Athos, con Madre de Dios o sin ella. Gracias por avisarme, señor Makarezos, se lo agradezco de verdad. Pero le aseguro que la señora Trencom es muy capaz de valerse sola. Si hay alguien en peligro, yo diría que quizá sea usted.
A pesar de la osadía con la que había hablado, la señora Trencom experimentó un repentino acceso de nervios al acercarse a los recios muros del monasterio de Vatopedi. Se quedó mirando unos minutos los sillares antes de acercarse a la portería. Las tapias tenían más de nueve metros de alto y circundaban todos los edificios del interior: aquella gran muralla de piedra se había construido para defender los tesoros del monasterio de los piratas berberiscos que antaño asaltaban aquellas costas.
Bueno… allá vamos, se dijo Elizabeth al acercarse a la puerta principal. Solo espero que Herbert tenga razón.
La portería estaba vacía y la señora Trencom pudo entrar en el patio cerrado sin que la vieran. Ataviada con un vestido de algodón de color lila y un gran sombrero de paja, parecía el estereotipo de lo inglés. No se esforzó por ocultar su presencia en el patio. De hecho, estuvo paseándose unos minutos por allí, admirando las rosas trepadoras y ordenando sus pensamientos. No veía a nadie en el monasterio y empezaba a preguntarse si estaban todos trabajando en los campos cercanos.
Cuando por fin la vieron, se formó un lío considerable. Dos monjes salieron al patio desde el refectorio y se quedaron mirando completamente pasmados lo que parecía ser una mujer (o la visión de una mujer) que olfateaba las rosas que rodeaban el pórtico de la iglesia.
—¡En el nombre de Dios! —exclamó uno.
—¡Padre misericordioso! —dijo el otro.
Los dos monjes se quedaron clavados en el sitio más de un minuto, preguntándose si estarían viendo o no a la Madre de Dios.
—¿Es Ella? —dijo uno, que estaba a punto de tirarse al suelo en señal de reverencia.
—No… creo —balbució el otro—. Parece demasiado… inglesa.
Mientras debatían qué hacer, la señora Trencom levantó la mirada, los vio y se acercó a ellos con paso enérgico. Preguntó si hablaban inglés, pero los dos la miraban estupefactos.
—He venido a buscar a mi marido —dijo, hablando muy alto y bastante más despacio de lo normal—. Edward Trencom. Así se llama.
Como no obtenía respuesta, señaló su anillo de casada.
—¡Ah! —dijo uno de los monjes, y se puso a hablar atropelladamente con su compañero. Cuando por fin comprendieron quién era aquella mujer misteriosa y por qué estaba allí, señalaron los dos hacia la iglesia del monasterio.
—Allí —dijeron—. Está allí dentro.
—Muchísimas gracias —dijo la señora Trencom con su amabilidad de costumbre.
Y tras hacer una pequeña reverencia ante los dos monjes, entró en el nártex de la iglesia.
El padre Serafín ignoraba la poco ortodoxa llegada de la señora Trencom al monasterio de Vatopedi. Seguía congratulándose porque el señor Papadrianos hubiera logrado convencer a Edward de que fuera al monte Athos y apenas podía ocultar su contento mientras conducía a su invitado inglés hacia la escalera de la cripta, pasando junto a frescos ennegrecidos e iconos iluminados por la luz de las velas.
—¿Ve eso? —dijo, señalando tres relicarios—. San Atanasio, san Antonio y san Nicolás, los fundadores del monasterio. Llevan aquí novecientos años.
Dentro de la iglesia, el aire olía a incienso y a cera para el suelo, pero Edward notó que cada vez que pasaban junto a la lámpara de un icono le llegaba un tufillo a aceite vegetal quemado. Se preguntaba por qué no usaban aceite de oliva. Sería mucho más agradable, pensó. Y no creo que sea tan caro.
—Tenga cuidado con los escalones —lo advirtió el abad—. No queremos que… ¿cómo lo dicen ustedes?… que se apee usted por las orejas.
Desapareció al otro lado de una esquina angulosa y Edward lo siguió, agarrándose con fuerza a la fina barandilla de metal. Los peldaños eran suaves como guijarros y la única luz procedía de la bombilla que había en lo alto de la escalera.
Siguieron bajando, doblando tres recodos más de la escalera, hasta que Edward notó que un tenue resplandor suavizaba las tinieblas. Bajó tras el abad dos grandes escalones y de pronto se encontró en una capilla grande, iluminada por docenas de lámparas de aceite. Al escudriñar la habitación, se quedó de una pieza. Ante él había un sarcófago de piedra abierto, y en su extremo un icono que representaba a un hombre con una nariz idéntica a la suya. Era larga, fina y aguileña, con una cúpula prominente sobre el puente.
Edward miró el sarcófago y vio con horror que contenía un esqueleto humano completo. Tragó saliva.
—Dios mío —dijo—, ¿quién es?
El abad hizo la señal de la cruz y se agachó para venerar el icono. Luego volvió junto a Edward y lo condujo junto a la tumba.
—Dígame —dijo—, dígame qué sabe de Humphrey Trencom.
—¿De Humphrey Trencom? —repitió Edward con un susurro—. Pues que se marchó de Constantinopla con un paquete… con un objeto precioso. Y que vino… bueno, está claro que tuvo que venir aquí.
—Sí —dijo el abad—. Verá, su código no era tan difícil, a fin de cuentas. Ande, enséñeme su papel.
Edward sacó la hoja otra vez y la desdobló.
—La «A» y la «O» —dijo el abad— significan «Agion Oros». El monte sagrado. El monte Athos. Y los números, en fin, 970 fue el año en que se fundó el monasterio.
Edward respiró hondo bruscamente.
Claro, pensó, recordando su conversación con Herbert Potinger. Y en cuanto a los hermafroditas… tenía que referirse a los monjes. Llevan viviendo aquí generaciones y generaciones, pero, a la manera de los hermafroditas, parecen capaces de reproducirse por sí mismos.
—Tiene usted razón —dijo el abad—. Humphrey Trencom vino aquí, a Vatopedi. Vino aquí con el paquete que había encontrado en Constantinopla.
—Pero ¿qué contenía el paquete? —preguntó Edward—. Eso es lo que he intentado descubrir todo este tiempo.
—Huesos —dijo el abad.
—¿Huesos? —repitió Edward—. ¿Eso es todo?
—¡Eso es todo! —exclamó el abad, señalando el sarcófago—. Trajo estos mismos huesos. Estas reliquias… las más sagradas de todas. Más santas aún que las que hay arriba, en la iglesia.
—Pero ¿de quién son esos huesos? —preguntó Edward. Pero antes incluso de completar la frase, se dio cuenta de que ya sabía la respuesta.
—Son los restos mortales del último emperador bizantino, Constantino XI Paleólogo, que murió durante el sitio de la ciudad, en 1453. Lo mataron los infieles cuando defendía valerosamente la Puerta Dorada. Su muerte marcó el fin de una era. Provocó la desaparición del imperio más noble, más glorioso y cristiano que el mundo ha conocido jamás.
Hubo un largo silencio mientras Edward digería lo que el padre Serafín acababa de contarle. Pero aquello seguía sin tener sentido.
—Pero ¿por qué Humphrey? —preguntó—. ¿Y por qué yo? Todavía no sé por qué estoy aquí.
—Yo creo que sí —dijo el abad—. Pero primero permítame explicarle algo más. Algo importante. Después de conquistar Constantinopla, los turcos empezaron a buscar desesperadamente el cuerpo del emperador. Verá, mucha gente creía que no estaba muerto, que volvería a levantarse, que era inmortal y que regresaría para aplastar a los turcos. Los mismos turcos creían esas profecías. Se decía que el sultán Mehmet el Conquistador no podía dormir por miedo a que su eterno enemigo estuviera reagrupando sus fuerzas.
El abad carraspeó y empezó a cantar con voz baja y clara:
Me levantaré, rey, de mi sueño marmóreo,
y de mi tumba oculta volveré
para abrir de par en par la Puerta de Oro tapiada;
y, victorioso sobre califas y zares, en pos de ellos
más allá del manzano rojo llegaré
y buscaré reposo en mis lindes de antaño.
—¿Qué es eso? —preguntó Edward cuando hubo acabado—. ¿Qué estaba cantando?
—Es de Palamas, uno de los poetas griegos más famosos. Habla del emperador Constantino. Verá, mucha gente en Grecia también creía que el emperador volvería, y las historias acerca de su resurrección acabaron formando parte de nuestro folclore.
—Pero ¿por qué trajeron sus huesos aquí? —preguntó Edward.
—Bueno —dijo el padre Serafín—, los monjes de Constantinopla no eran tontos. Eran conscientes de la importancia de mantener en secreto la muerte del emperador… de preservar su cuerpo y perpetuar los relatos acerca de su inminente regreso. Sabía que eso les ayudaría a mantener vivo el sueño de reconquistar Constantinopla. Así que tuvieron enterrado el cuerpo de Constantino siete años, como era costumbre entre nosotros, y luego desenterraron sus huesos. Durante más de dos siglos estuvieron ocultos en una capilla secreta, debajo de la Puerta Dorada.
—¿Y luego Humphrey los trajo aquí?
—Sí, así es. Pero se está adelantando —dijo el abad—. Hay una cosa más que tiene que saber. El emperador Constantino murió sin herederos y la sucesión pasó a su hermano, Tomás. Él tuvo un hijo llamado Andreas, que a su vez se convirtió en el heredero por derecho del trono bizantino. La familia ya no vivía en Constantinopla, desde luego. Todo el clan había huido cuando la ciudad cayó en poder de los turcos. Algunos se refugiaron en Morea, donde fueron bien acogidos por la nobleza local. Otros fueron mucho más lejos. A Florencia, a Suecia, a Baviera y a Rusia.
»Las principales cabezas coronadas de Europa cortejaron a los primogénitos de la familia, porque eran los herederos legítimos del trono bizantino. Hasta las hijas, los primos y los sobrinos fueron bien recibidos a lo largo y ancho de Europa, tal era el renombre de los Paleólogo. Durante tres generaciones después de Andreas, los hijos y los nietos de la familia engendraron varones que perpetuaron el linaje. El problema llegó cuando le tocó el turno a Ioannes, el tataranieto de Andrew. Porque Ioannes solo tuvo hijas, de las cuales la mayor recibió el nombre de Zoe.
—Zoe —repitió Edward, cuyo cerebro corría a toda velocidad para no perder el hilo—. Creo que ya sé adónde lleva esto.
—Es lógico —continuó el abad—, porque aquí es donde entra en la historia. Cuando nació Zoe, la familia Paleólogo estaba dispersa por toda Europa. La rama principal se había establecido en Francia, pero el padre de Zoe había cruzado a Inglaterra, donde confiaba en encontrar refugio en la corte de Carlos I. Pero el rey inglés tenía demasiadas preocupaciones para ayudar a Ioannes Paleólogo. El pobre Ioannes, mal de salud y acosado por los problemas económicos, fue primero a Bognor y luego al oeste del país. Y fue allí donde Zoe, la heredera del imperio bizantino, conoció y se casó con…
—Alexander Trencom —terció Edward, exultante.
—Exactamente —contestó el abad—. Y cuando tuvieron un hijo varón, al que llamaron Humphrey, se convirtió en el heredero legítimo y en el único aspirante al trono de Bizancio. Verá, el emperador Constantino había firmado un edicto imperial con ese fin. «Bendecidos por Dios y santificados por la Iglesia, serán los gobernantes del imperio hasta el fin de los tiempos». El documento lo trajo su padre a nuestro monasterio. Lo hemos guardado desde entonces. Luego se lo enseñaré. Era ese, en efecto, el documento que el señor Makarezos esperaba encontrar en los sótanos de su tienda.
Edward pidió al abad que se detuviera un segundo mientras hacía balance de lo que acababa de oír.
—Entonces, eso significa —dijo lentamente— que yo también soy…
—Sí —dijo el abad—. Igual que su padre. Y que su abuelo. Todos ellos eran descendientes directos del último emperador bizantino. Edward frunció los labios y dejó escapar un suave murmullo.
—¿Por eso fue Humphrey a Constantinopla?
—En efecto. Humphrey estaba convencido de haber recibido una señal. Su madre, Zoe, se lo había dicho. Era una tradición familiar, nada más. Pero Humphrey pensó que la destrucción de su tienda era verdaderamente una señal divina. Una señal de que debía viajar a Constantinopla y reclamar su trono.
»Cuando llegó a la ciudad, descubrió que los monjes estaban deseando apoyarlo. Oh, sí, la Iglesia estaba ansiosa por restaurarlo en el trono. Pero el momento no era el adecuado, porque el sultán era demasiado poderoso. Aunque había miles de griegos viviendo en la ciudad (era su casa), no tenían apoyo suficiente para promover un levantamiento general.
—Pero ¿por qué trajo los huesos al monte Athos? —preguntó Edward—. Seguramente podrían haber seguido en Constantinopla.
—No —dijo el padre Serafín—. Verá, el sultán entendía perfectamente el poder de las reliquias. Y también el del folclore. Sospechaba que los huesos de Constantino estaban escondidos en la ciudad y ordenó buscarlos. Creo que sabía que, si demostraba que el emperador había muerto, podría demoler el mito de que Constantinopla les sería devuelta alguna vez a los griegos. En el verano de 1667, poco después de que Humphrey llegara a la ciudad, los agentes del sultán estuvieron en un tris de encontrar los huesos. Por eso el patriarca confió a Humphrey la misión de traerlos al monte Athos, donde estarían a buen recaudo. Aquí podía estar seguro de que nadie los encontraría.
Edward dejó escapar otro suave murmullo. Estaba aturdido por lo que el abad le acababa de contar y no conseguía hacerse a la idea de que su familia descendiera del emperador Constantino. Ni por un instante había imaginado que su historia tendría un final tan fabuloso.
—Entonces, ¿qué le pasó a Humphrey? —preguntó—. ¿Qué fue de su cuerpo?
—Venga —dijo el abad—. Acompáñeme.
Llevó a Edward a lo que parecía ser una habitación mucho más grande, contigua a la pequeña cripta. Estaba completamente a oscuras y el abad buscó en su sotana una caja de cerillas. Encendió una, la acercó a la mecha de una vela y esperó a que la llama prendiera. Tan pronto la luz tenue se difundió por la habitación, Edward contempló una escena que lo obligó a sofocar un grito.
—¡Ay, Dios! —dijo, apoyándose en la pared para no caerse. Notaba las piernas débiles y le daba vueltas la cabeza—. Dios mío. Dígame que es cierto. Dígame que no estoy soñando.
—Está despierto… y es cierto —dijo el abad—. He esperado casi toda mi vida para enseñarle esto.
Dispuestas delante de ellos había nueve tumbas abiertas, y cada una de ellas contenía un esqueleto humano completo.
—Es mi familia —murmuró Edward—. Mis antepasados.
Se asomó a cada una de las sepulturas antes de volver a fijar la mirada en el padre Serafín.
—Humphrey, Alexander y Samuel —dijo el abad, señalando los tres primeros esqueletos—. Joshua, Charles y Henry. Emmanuel, George y… sí… estos son los huesos de su padre, Peregrine, que murió en este mismo monte.
—Y todos perdieron la vida… —comenzó a decir Edward.
—Por la causa griega. Sí, todos ellos esperaban, o deseaban, erigirse en líderes del pueblo griego, de nuestra heroica nación.
El padre Serafín se acercó a la tumba que contenía los huesos de Charles Trencom.
—Fue Charles quien más cerca estuvo de cumplir ese sueño —dijo él—. Si Lord Byron hubiera triunfado, y si Charles no hubiera sido asesinado, tal vez hubiera alcanzado el trono de Grecia.
—¿Y Henry?
—Un hombre muy valiente… sí, mucho. Intentó asesinar al sultán. Pero, ay, lo mataron antes de que pudiera hacerlo.
—¿Y George?
—Ah, sí, su abuelo. También anduvo cerca de conseguir la corona. De no ser por ese granuja de Ataturk, quizá hubiera sido coronado en Constantinopla. Pero no fue así.
Edward se paseó entre los sarcófagos, intentando asimilar lo que el abad acababa de decirle. Toda su vida se había preguntado qué le había pasado a su padre. Y ahora se hallaba delante de su esqueleto.
—Pero ¿cómo es que están aquí? —preguntó—. ¿Cómo los consiguieron todos?
—No fue fácil —reconoció el abad—. Y exigió mucho esfuerzo. Pero teníamos que conseguirlos. Estos huesos son reliquias santas. La familia Trencom es la familia Paleólogo y, por tanto, es sagrada para todos los griegos.
Edward se sentó en el borde de un sarcófago de piedra. De todas las cosas extraordinarias que le habían pasado durante las semanas anteriores, nada, absolutamente nada, podía compararse con aquello. Papadrianos le había asegurado que allí obtendría respuestas y ahora, poco a poco, todas las piezas empezaban a encajar. Ahora sabía por qué el cuerpo de Humphrey había sido exhumado en el cementerio de Piddletrenthide. Lo habían desenterrado para llevar sus restos mortales allí, a Grecia, a su lugar de descanso final.
Tras reflexionar sobre lo que había oído, Edward se volvió hacia el padre Serafín y le formuló una pregunta que aún le rondaba por la cabeza.
—Pero ¿qué tiene que ver nuestra nariz con todo esto? —preguntó—. ¿Es cierto que su forma se ha conservado durante siglos?
El padre Serafín, que se esperaba aquella pregunta, metió la mano en el bolsillo de su sotana. Tras hurgar un par de segundos, sacó una monedita de cobre en la que aparecía el retrato de perfil de un emperador.
—No puede ser —exclamó Edward mientras observaba la extraña nariz del emperador—. ¿De veras es él? Me he pasado años buscando una moneda con su retrato.
—Pues aquí lo tiene —dijo el abad—. El emperador Constantino XI Paleólogo, su antepasado. Cójala, es para usted.
—¿Para mí? Pero… es tan rara. ¿Está seguro?
—Sí —contestó el abad—. Hasta podría decirse que es usted su legítimo propietario.
Edward sacudió la cabeza, pasmado, mientras admiraba de nuevo el perfil del emperador. La nariz de Constantino era muy parecida a la suya: larga, fina y aguileña, con un abultamiento sobre el puente.
—¿Y la nariz ha pasado de generación en generación? —dijo—. ¿Durante más de setecientos años? ¿En el seno de la familia?
—Sí —dijo el abad—, así tiene que haber sido. De hecho, el emperador Constantino no fue el primero que tuvo su nariz, ni mucho menos. Solo hay que ver los retratos de Miguel, el primer emperador de la dinastía de los Paleólogo, para darse cuenta de que también él tenía una nariz extraordinaria.
—Pero no es solo su forma —dijo Edward que había vuelto a mirar los esqueletos de sus ancestros—. Eso solo es una parte. Es la extraña habilidad de nuestra nariz para captar los olores más sutiles… su poder asombroso. Eso es algo que no consigo entender.
—Bueno, ese poder también lleva en la familia desde el principio de los tiempos —dijo el abad—. El emperador Miguel VIII Paleólogo cuenta que notaba en el aire el olor de la victoria la mañana que venció a los cruzados y recuperó Constantinopla. Describe el «perfume de las ofrendas de acción de gracias» que arrastraba la brisa.
»Y la nariz ha avisado muchas veces de un peligro inminente. Piense en el emperador Manuel II Paleólogo. Perdió por completo el olfato poco antes de que lo encarcelaran en la Torre de Anemas. Y a Constantino le falló la nariz unas horas antes del asedio de Constantinopla. Era como si presagiara su inminente derrota.
Edward se llevó instintivamente la mano a la nariz y se frotó el puente con el dedo índice.
—Y usted, Edward, ha heredado también ese extraordinario sexto sentido. Hay muchos que aseguran que hacía generaciones que no había una nariz tan poderosa.
El padre Serafín se quedó callado un momento y volvió a persignarse.
—Me ha preguntado por qué tiene esa habilidad. Y me ha preguntado cuál es su origen. En mi opinión, la memoria, el cofre de los tesoros de la mente humana, es capaz de almacenar las experiencias olfativas. Creo que distintos olores y sensaciones pasan de padres a hijos. Piénselo. Usted puede oler un azafrán en primavera y recordarlo meses después, en pleno invierno. Puede oler un queso de cabra en Grecia y recordarlo cuando está de vuelta en Inglaterra. Del mismo modo, pero a una escala mucho mayor, el poder del olfato puede transmitirse de una generación a otra.
»Pero me temo que hace usted demasiadas preguntas. Es el vicio de Occidente. Hay muchas cosas (cosas maravillosas) que no pueden explicarse. Nunca tendrán explicación, porque están en manos de Dios. Hay simas que no pueden sondearse, que nunca se sondearán. Verá, Edward, la ciencia no puede dar sentido al misterio.
Mientras el abad pronunciaba esta máxima, Edward sintió que un cosquilleo le subía por el cuerpo, extendiéndose de sus pies a su cabeza y de allí a la punta de su nariz. Se sentía mareado, aturdido y acongojado. Todo aquello era demasiado.
—¿Y por qué estoy aquí? —preguntó al fin—. ¿Qué quieren de mí?
Se hizo un silencio que se prolongó hasta que el abad se volvió para mirarlo a los ojos. Pero, al hacerlo, se llevó el mayor susto de su vida. De pronto vio que una mujer bajaba los últimos peldaños de la escalera que llevaba a la cripta. Y aunque nunca antes la había visto, no le cupo ninguna duda de quién era.
—¡En el nombre de Dios! ¿Cómo ha…?
—Elizabeth Trencom —dijo aquella figura borrosa mientras le tendía la mano—. He venido a recuperar a mi marido.
—Pero ¿cómo diablos ha entrado aquí? —bramó el abad, que de pronto parecía lleno de energía—. ¿Es que no sabe que el monte Athos les está vedado a las mujeres? Es suelo sagrado. Está bendito.
—Sí, sí —dijo la señora Trencom en su tono más pragmático—, todo eso ya lo sé. Y ya le pediré disculpas luego. Pero ahora pasemos rápidamente a la cuestión que nos ocupa, antes de que sea demasiado tarde. Creo que estaba usted a punto de decirle algo a mi marido. Edward quería saber por qué lo han traído aquí. Para qué lo necesitan tanto. Pero, antes de que nos lo explique, permítame decir una cosa.
Elizabeth sonrió con nerviosismo mientras ordenaba sus ideas. Apenas podía creer que estuviera allí, en el monasterio de Vatopedi, delante de su marido, que parecía al mismo tiempo divertido y desconcertado.
—Como sabe —dijo—, Edward tiene la mejor nariz que ha habido en la familia Trencom desde hace generaciones. Tiene también la mejor tienda de quesos de toda Inglaterra. Durante meses ha perseguido una meta desconocida… una meta ridícula. Lo han vigilado y lo han seguido. Nos han espiado a los dos. Nuestra tienda ha sufrido una catástrofe espantosa. Nuestras vidas han corrido peligro. Ahora, todo tiene que acabar. Ya está bien. No voy a permitir que arruinen nuestro matrimonio. Ni que destruyan Trencoms. La nariz de Edward hace mucha falta en Londres.
Elizabeth estaba tan animada y furiosa que le habían salido dos ronchas rojas en las mejillas. Se disponía a continuar cuando la interrumpió el abad.
—No, no —dijo el padre Serafín—, le ordeno que se detenga. Su nariz es necesaria aquí.
—Bueno, en ese caso —replicó Elizabeth enfadada—, que sea el olfato el que decida. Pongámoslo a prueba… Y confiemos en su juicio. Pero primero, por favor, no le haga sufrir más. Dígale qué quiere de él.
El padre Serafín sopesó lo que había dicho la señora Тrencom y se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que continuar. Estaba claro que Elizabeth no tenía intención de abandonar la cripta; además, el abad sabía ya que no podría presionar a Edward para que se quedara. Era su nariz, y solo su nariz, la que tendría que elegir.
—Edward Paleólogo —comenzó a decir, dándole la espalda a Elizabeth premeditadamente—, nuestro país está en crisis. Hemos llegado a un punto decisivo. El rey, nuestro rey danés, ha huido. Ha abdicado. No volverá nunca. Las fuerzas del mal gobiernan esta tierra. La junta está destruyendo nuestro país. Pero el bien empieza a plantar batalla al fin. Hay disturbios en Atenas. Hay una huelga general. Los estudiantes se están rebelando en las calles. Y también la Iglesia ha hablado en contra de la junta. Ahora, con todas nuestras fuerzas unidas, con nuestro poder y nuestras oraciones, podremos plantar cara a esa banda de facinerosos.
—¿Y yo? —gimió Edward—. ¿Qué quiere de mí?
—Tú, Edward, serás nuestro mascarón de proa, nuestro llamamiento a la unión. Eres por derecho el único heredero legítimo del trono de Grecia. La sangre de Grecia corre por tus huesos. Eres el elegido, el que nos conducirá a la victoria. Esperamos que la lucha sea larga. Tendremos que combatir a los coroneles que están arruinando este bendito país y luego llevaremos nuestra lucha hasta las puertas mismas de la ciudad santa. Habrá muchas muertes, muchas masacres, pero la victoria, Edward, será tuya al fin. Sí, sí: la victoria será tuya.
Edward miró al abad con una terrorífica sensación de vacío. Su nariz empezó a temblar violentamente, como si reaccionara a cada palabra que pronunciaba el abad. Sus orificios parecían agrandarse y estirarse hacia fuera como si entendieran por completo lo que decía el padre Serafín. Edward ya no olía el incienso de la iglesia, ni las velas, ni las lámparas de aceite. Ahora, su nariz captaba el hedor de las batallas por venir: una peste a gangrena, a cordita y a cuerpos en descomposición. Olía tripas y vómitos, humo cáustico y carne putrefacta. Durante cientos de años, los Trencom habían sido bendecidos con el más extraordinario sentido del olfato. Generación tras generación, habían olfateado la vida y la muerte y almacenado los olores de la mortandad en los recovecos más íntimos de su psique. Ahora, en aquel momento de suprema necesidad, la memoria heredada de aquellos olores retornó para inundar las fosas nasales de Edward Trencom. Sintió náuseas y la habitación giró ante sus ojos. Su nariz lo había transportado al campo de batalla, donde las fuerzas de la monarquía estaban masacrando a las de la junta. Y el olor del conflicto le pareció tan repugnante como un vaso de leche cortada y agria.
¿Realmente era aquella su misión en la vida? ¿Era aquel el motivo por el que había sido bendecido con una nariz tan extraordinaria? El hedor se hizo más fuerte y más acre: una oleada incesante de olores raros y espantosos. Pero justo cuando estaba a punto de desmayarse, un aroma muy distinto se filtró en sus fosas nasales; un aroma que era más dulce y más fragante que cualquiera que hubiera olido desde hacía algún tiempo. Una procesión de quesos pareció desfilar por su nariz: una procesión majestuosa que crecía en intensidad con cada segundo que pasaba. Al principio, eran tan suaves como un chevrotin cremoso. Edward notó el olor cítrico y penetrante del tilsiterkäse prusiano y la fragancia deliciosa del rollot. Siguieron el septmoncel amoscatelado y el cabreiro, con su tufo a pocilga. Y luego llegaron los venerables generales de la tabla de quesos: el sabroso époisses y el noble roquefort. Mientras se deleitaba en este ramillete heredado, Edward se dio cuenta de que todos los olores empezaban a mezclarse en un cóctel embriagador que iba impregnando cada poro de su sensibilísima nariz. Era como si se encontrara bajo el lento girar de los ventiladores de Trencom.
—¿Qué hago? —murmuró para sí en voz baja—. Entre todos mis antepasados, seguramente soy yo el que puede salvar a Grecia. Mi padre, mi abuelo, Emmanuel, Henry, Charles, Samuel y Alexander…
Todos dieron sus vidas por este momento. ¿Qué hago, Elizabeth? ¿Qué debo decidir?
Elizabeth no dijo nada. Miró fijamente la nariz de su marido y vio que seguía temblando violentamente. Edward se había puesto mortalmente pálido y un sudor frío le corría por la frente. Elizabeth se dio cuenta de que estaba a punto de derrumbarse y comprendió que era el momento de actuar. Sin más dilación, metió la mano en su bolso y sacó un pequeño Tupperware.
—¿Qué es eso? —musitó Edward—. ¿Qué has traído?
—¡Alto! —gritó el padre Serafín con una voz capaz de despertar a los muertos—. No debes abrir esa caja. En el nombre de todo lo sagrado, te ordeno que no la abras.
—Es demasiado tarde —dijo Elizabeth, que tenía ya las uñas bajo el borde de la tapa—. No hay vuelta atrás. Solo espero que la nariz nos dé por fin una respuesta.
Se oyó un chasquido cuando la tapa se abrió y cayó al suelo. Y en ese preciso momento un olor nuevo e increíblemente penetrante se difundió por la cripta.
—¡Dios mío! —exclamó Edward—. ¿Es posible?
Y al inhalar profundamente, el olor denso y cabruno del tulumotiri inundó sus fosas nasales. Olfateó de nuevo y dejó que aquel olor fragante penetrara en las cavidades más recónditas de su nariz.
—Ah, sí —dijo con una sonrisa soñadora—. Justo como debe ser. Un queso de primavera, de eso no hay duda. Se nota el olor de los prados silvestres. Y creo que es… sniff, sniff… del pueblo de Dhimitsana, en el Peloponeso.
Estaba ya perdido, medio en trance. En sus fantasías, veía cabras y aldeas serranas y campos de amapolas rojas.
—¿Cómo lo has conseguido? ¿Dónde lo has comprado? Ah, Elizabeth, quiero ese queso para Trencoms. Lo quiero más que nada en el mundo.
Mientras sus pensamientos volvían volando al negocio familiar, Edward sintió que una nueva oleada de aturdimiento inundaba su cabeza. Los ojos se le empañaron y las rodillas empezaron a temblarle incontrolablemente. Y antes de que tuviera tiempo de agarrarse a un pilar, o de sentarse, se mareó, perdió el conocimiento y cayó al suelo. Inconsciente pero feliz hasta el delirio, su nariz pareció temblar un par de veces más antes de que una sonrisa radiante se extendiera por su cara.
—Creo —le dijo Elizabeth a padre Serafín— que la nariz de mi marido ya se ha decidido. Ahora, si nos disculpa, tenemos que irnos a casa.