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11 de mayo de 1969

Edward llevaba fuera poco más de veinticuatro horas cuando la señora Trencom descubrió que no se había ido a Francia. Que se enterara fue un accidente. A la mañana siguiente de marcharse Edward, llamaron de la aerolínea para explicar que había un problema con su vuelo de regreso y que tendría que cambiar el billete.

—¿Qué billete? —dijo Elizabeth—. ¿Qué vuelo?

Y entonces, mientras unos carámbanos helados se le clavaban en el corazón, se dio cuenta de que su marido (su Edward) le había mentido.

—Ah, sí —dijo, intentando desesperadamente reponerse—. El billete… a…

—Bueno, con el vuelo de Salónica a Atenas no pasa nada —dijo la voz del otro lado del teléfono—. El problema es el vuelo de regreso desde Atenas.

Elizabeth asintió en silencio, olvidando que la persona con la que hablaba no podía verla.

—¿Oiga? —dijo la voz—. ¿Sigue ahí?

Elizabeth dejó escapar un tenue murmullo.

—Verá, con los problemas que hay en Grecia ahora mismo, todos nuestros vuelos están sujetos a cambios. Y estamos reduciendo nuestro horario a tres vuelos por semana.

—Ya —dijo Elizabeth—. Bueno…

—Imagino que podrá usted contactar con su…

—Marido.

—Sí, verá, no nos dejó ninguna dirección ni ningún número en Grecia. Solo teníamos el de su casa.

Elizabeth se notó mareada y se apoyó contra el armario de la cocina para no caerse.

—Sí, bueno, gracias —dijo—. Me aseguraré de que le llegue el mensaje. —Y con ésas volvió a colgar—. Su padre —murmuró para sí— y su abuelo… y todos los demás. Y ahora él.

Y mientras pensaba esto se dio cuenta de pronto de que la vida de su marido corría serio peligro.