10 de mayo de 1969
En el interior fresco y mal iluminado del parlamento de Atenas, tres hombres estaban sentados alrededor de una pequeña mesa de reuniones. Dos iban vestidos con traje de faena caqui y adornados con tal cantidad de medallas y galones que cabe sospechar que habían sido condecorados menos por su heroísmo en el campo de batalla que por los servicios prestados a la corrupción y el nepotismo. El tercero vestía de paisano y era más barrigón que sus compatriotas. Tenía la misma expresión seria que los otros dos y sus cejas parecían haberse quedado trabadas en un ceño permanente. Los nombres de estos tres personajes, antaño conocidos para cualquier cabeza de familia de Grecia, eran George Papadopoulos, Nikolaos Makarezos y Stylianos Pattakos.
Estos tres hombres (la junta) acababan de descubrir que tenían una crisis entre manos.
—Una crisis, una crisis —mascullaba Papadopoulos. Dio unos golpecitos con su bolígrafo con capucha de plata sobre el tapete de cuero y luego se rascó la oreja—. Y, señores, no estoy del todo seguro de cómo podemos resolverla.
La crisis a la que se refería iba a poner a prueba a los cerebros de prácticamente todos los gobiernos del mundo democrático. Pero dado que estos acontecimientos sucedieron hace décadas (y que hace mucho tiempo que sus protagonistas abandonaron los sinsabores de la vida, junto con sus uniformes caquis y sus relucientes medallas), vale la pena recordar que, en la primavera de 1969, Grecia era una olla a presión: una olla de moussaka grasienta, tibia, revuelta y aplastada. La democracia parlamentaria se había ido a pique. El rey había abdicado y huido. Y una junta de coroneles del ejército había tomado el poder. Al pueblo griego esto no le había hecho ninguna gracia, y su ira estaba alcanzando rápidamente una temperatura que la plaza de Syntagma solo experimenta una vez cada mil años, en agosto. Los estudiantes se rebelaban, los clérigos estaban que ardían, los tenderos se levantaban en armas. Las madres temían por sus hijos. Sus hijos chocaban con la policía. Y todos los demás (excepto los señores Papadopoulos, Makarezos y Pattakos) se sentían francamente infelices con el cariz que iba tomando la situación. Por eso precisamente, aquel día de mayo de 1969, los susodichos caballeros se habían reunido en una sala del parlamento a fin de debatir cómo encarar una crisis que se estaba desquiciando.
Los tres menearon la cabeza y se quedaron con la mirada perdida. Pattakos cogió un buen trozo de lokum del plato que había en el centro de la mesa. Estaba recubierto de azúcar y Pattakos ya imaginaba cómo se derretiría en su lengua. Mmm… delicioso. Paladeó los pistachos y pensó en los grandes pechos de su Eleni. Cómo le gustaría estar en brazos de aquella golfilla justo ahora.
—Huelgas y disturbios —rezongó Papadopoulos, sacando a Pattakos de sus ensoñaciones y devolviéndolo de golpe al presente—. Los estudiantes se manifiestan y los obispos protestan.
—Colgadlos —terció Makarezos—. Colgadlos a todos.
—Y los monárquicos son más fuertes cada día.
—Colgadlos a ellos también —añadió Makarezos—. Y colgad al rey. —Escupió en el suelo.
El rey en cuestión (y que tanta pasión despertaba en Nikolaos Makarezos) no era otro que Constantino II, monarca de los helenos. Un individuo alto y anguloso, de estirpe danesa, que se había exiliado en Italia tras el fracaso de su contragolpe. En el fresco esplendor de su palacio romano, se aburría, charlaba con sus consejeros y se preguntaba si su regio trasero volvería alguna vez a honrar el trono de Grecia.
Al final, las posaderas de su majestad nunca retomaron el contacto con los mullidos cojines púrpuras del trono. Tampoco Papadopoulos.
Makarezos y Pattakos tuvieron que preocuparse excesivamente por el hombre al que llamaban «el tocino danés». Les inquietaba más otro individuo (un tocino más inglés) que creían representaba una amenaza mucho mayor para su poder.
—Recomiendo prudencia —dijo Pattakos, hablando muy despacio—. Recomiendo la mayor prudencia. Dentro de la Iglesia hay fuerzas que todavía conspiran activamente para restaurar la monarquía. Sí, en efecto. Puede que tengan muchos agentes trabajando en su nombre. Y mis informadores aseguran que esos agentes, entre los que hay obispos y sacerdotes, suponen un peligro palpable para nosotros.
En el silencio que siguió, Papadopoulos se acercó su taza de café deslizándola sobre la mesa y echó tres azucarillos en el líquido negro y untuoso. Era goloso (muy goloso) y nunca se hartaba de azúcar. Removió su café, levantando al hacerlo el lodo denso y granuloso que se iba aposentando en el fondo. Luego volvió a meter la cuchara en el líquido y vio cómo los posos de café volvían a hundirse en las profundidades fangosas.
—¿Se sabe algo de Andreas Papadrianos? —preguntó—. Supongo que nos traía noticias suyas.
Pattakos abrió su carpeta y sacó unas cuantas hojas de papel.
—Así es. Y no son buenas. Estamos vigilándolo. Es un peligro para todos nosotros. Esta última semana, caballeros, ha hecho tres visitas al monte Athos. Se ha reunido con los abades de al menos cinco monasterios y ha conversado con el obispo Anastasio de Salónica y con el arzobispo Gregorio de Morea. Sí, se ha reunido con todos los alborotadores.
Se hizo otra vez el silencio y entre tanto un moscardón de buen tamaño abandonó la ventana, donde había estado posado, y empezó a zumbar por la habitación. Tras rodear varias veces las cabezas de los tres hombres, fue a posarse en el borde asquerosamente dulce de la taza de café de Pattakos. Los tres hombres lo miraron fijamente mientras se limpiaba las patas delanteras.
Cuando, pasado más de veinte segundos, no dio signos de moverse, Makarezos dio un puñetazo en la mesa. La taza tintineó sobre su platillo, el moscardón se lanzó al aire espeso y los tres hombres reanudaron su conversación.
—Y otra cosa —dijo Makarezos—. Nuestra misión en Londres parece haber fracasado. Nikolaos, su primo ha demostrado ser un inepto. No ha hecho nada de lo que le pedimos. Y lo que es peor: tenemos motivos para creer que ha cambiado de bando.
—¡No! —rugió Makarezos—. Imposible. Eso no son más que mentiras.
—Ojalá lo fueran —dijo Pattakos—. Pero no actuó cuando debía hacerlo. Y ahora ya es demasiado tarde. —Se detuvo un momento y miró a Makarezos—. Tenemos motivos para creer… no… estamos seguros de que Andreas Papadrianos ha logrado contactar con él.
No especificó quién era «él», porque no hacía falta. Estaba claro que los tres conocían el nombre y la identidad de aquel «él», porque no bien acabó de hablar Pattakos, Makarezos y Papadopoulos escupieron en el suelo.
—Habría que lincharlo y ahorcarlo —gruñó Makarezos.
—Eso es —dijo Pattakos—. En efecto, habría que haberlo linchado y ahorcado. Pero por desgracia no ha sido así. Y ahora ya es demasiado tarde. Porque no sabemos exactamente dónde está.
En el preciso momento en que tenía lugar esta conversación, el señor Edward Trencom, de la quesería Trencoms, de Londres, estaba pasando por la aduana y el puesto de seguridad del aeropuerto de Salónica.
Era sorprendente que hubiera conseguido llegar tan lejos sin que lo detuvieran, pero que consiguiera pasar por la aduana sin que los guardias fronterizos le dedicaran más que una mirada de pasada era poco menos que un milagro. Porque se había dado orden a los funcionarios que trabajaban en los aeropuertos griegos de que cualquiera que llevara el nombre de Edward Trencom (y estuviera en posesión de una nariz extraordinaria) debía ser arrestado inmediatamente. Pero Grecia es Grecia, y la orden no había llegado a todos los aeropuertos, ni había pasado, desde luego, por todo el escalafón. Aunque todos los que trabajaban en el aeropuerto de Atenas conocían la circular, al igual que los guardias que estaban de servicio en El Pireo y en Heraklion, los de Salónica ignoraban, dichosos ellos, el peligro que representaba un inglés de mediana edad y dueño de una nariz estrafalaria. Y así fue como el señor Edward Trencom, con pasaporte número NZ02006830, logró colarse en el país sin que nadie lo notara.
En la sala de llegadas se encontró con Andreas Papadrianos, a quien no veía desde la cena anual de la Honorable Compañía de Entendidos del Queso.
—No sabe cuánto me alegra verlo aquí —dijo Papadrianos—. Ni puedo expresarle cuánto se alegrará toda Grecia cuando la noticia de su presencia se difunda.
Edward parecía alarmado; hizo una seña a Papadrianos para que se detuviera. Luego tomó aliento y susurró:
—Por favor, por favor, tiene que decirme qué ha descubierto. En su carta no decía nada. Todavía no sé por qué estoy aquí. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué esperan de mí?
—Todo le será revelado a su debido tiempo —contestó Papadrianos—. El abad se lo explicará.
—¿El abad? —preguntó Edward—. ¿Qué abad? ¿Dónde? ¿Dónde piensa llevarme?
—Mañana, antes de que amanezca, saldremos hacia el monte Athos, el monte sagrado. Allí el padre Serafín se lo explicará todo.