10

6 de mayo de 1969

Edward hizo votos de acudir a Grecia a los pocos segundos de recibir la carta de Papadrianos. Pero aun así esperó más de diez días para hablarle del asunto a Elizabeth y, cuando por fin se lo dijo, se descubrió extrañamente nervioso. Sabía que ella se llevaría un disgusto, pero había decidido que, pasara lo que pasase, iría a Salónica.

Tengo que… No tengo alternativa, pensó. Es mi única esperanza de encontrar una respuesta.

Por fin, una noche después de cenar, logró armarse de valor para hablar con Elizabeth. Estaban sentados en el cuarto de estar y Elizabeth acababa de coger su libro.

—Cariño… —dijo.

¿Mmm?

—Cariño, tengo que decirte una cosa… algo importante. —Edward miró por la ventana y vio que la señora Hanson, la del número 47, estaba lavando su coche con una gran esponja amarilla. Qué hora más rara para lavar el coche, pensó. ¿Y por qué me mira fijamente? Es una mujer rarísima.

—¿Qué has dicho? —preguntó Elizabeth, que acababa de terminar el párrafo que estaba leyendo.

—Pues —contestó Edward—, que tengo que irme de viaje, cariño. Solo unos días. Tengo que irme al extranjero.

Se hizo un silencio momentáneo.

—¿Al extranjero? Pero ¿por qué, Edward? ¿Para qué?

—Bueno —dijo él lentamente, pensando con cuidado su respuesta—. He decidido… verás… he decidido, cariño, que es hora de empezar a preparar la reapertura de Trencoms. ¿Sabes?, hasta hace poco no he tenido fuerzas. No sé por qué, pero me parecía todo demasiado desalentador. Pero el otro día me dije de pronto: «Venga, Edward, ponte las pilas. Tienes que estar a la altura de tres siglos de historia».

»Y además, bueno, también me he dado cuenta de que no me he portado bien con el señor George. Lleva semanas trabajando todo el santo el día, limpiando, ordenando los quesos y preparándolo todo. Creo que ya va siendo hora de que lo ayude un poco. Así que, en fin, el caso es que he decidido que ha llegado el momento de empezar de nuevo.

Elizabeth lo miró fijamente. Estaba tan perpleja por lo que oía que se quedó paralizada un momento. Luego, cuando se dio cuenta de que Edward había acabado de hablar, se levantó de su sillón y se acercó a la ventana, junto a la cual él estaba de pie. Le rodeó la cintura con los brazos y lo besó con cariño en la nuca.

—Ay, cariño —dijo, apretándolo con fuerza—. No sabes lo feliz que me acabas de hacer. Llevaba mucho tiempo rezando por que llegara este momento. Puede que nos haga falta tomarnos algún que otro descansito más en Dorset. Fue el tónico que necesitábamos.

Volvió a besar a Edward, esta vez en los labios, y mientras lo hacía dio la casualidad de que la señora Hanson miró hacia su casa.

—Santo Dios —masculló—. Ya están otra vez. ¿Qué irán a hacer ahora?

Elizabeth le preguntó a Edward adonde pensaba ir.

—¿No puedes pedir los quesos desde aquí? Eso es lo que ha estado haciendo el señor George. Y lo que hacías tú antes.

—Algunos, sí —contestó él—. Pero quiero empezar desde cero en todo. Hacer borrón y cuenta nueva. Quiero reunirme otra vez con los fabricantes y los granjeros. Que se den cuenta de que hemos vuelto al negocio.

—Entonces, ¿vas a ir a Francia? —dijo Elizabeth. Edward asintió con un gesto.

—Haré un recorrido rápido. Una visita relámpago. Veloz como una centella.

Elizabeth le acarició la espalda y le masajeó los hombros.

—¿Crees…? —preguntó, indecisa—. ¿Habría alguna posibilidad de que fuéramos juntos?

—Pues me encantaría, cariño, de verdad. Pero, verás, voy a andar de acá para allá sin parar. Y, además, tú tienes que quedarte aquí. No podemos dejar solo al señor George.

Elizabeth no estaba muy convencida de este último argumento. El señor George había demostrado sobradamente su valía esas últimas semanas y, desde luego, podía confiarse en que tomara con acierto cualquier decisión. Pero Elizabeth decidió no insistir. Edward siempre había hecho solo sus expediciones queseras y quizá lo prefería así.

—Supongo que tienes razón —dijo—. Pero voy a echarte de menos. Te echaré de menos más que nunca. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Bah, no mucho. Estaba pensando en dos semanas. Así tendré tiempo de visitar… —Se detuvo un momento para reflexionar. Le impresionó lo fácil que le era mentir. Y de la naturalidad con que le salía. Se dio cuenta, sobresaltado, de que casi se había convencido de que iba a ir a Francia.

»¿Por dónde iba? —dijo—. Ah, sí… Así tendré tiempo de visitar todo el este de Francia. Estoy seguro de que enseguida se correrá la voz entre los fabricantes de todas partes.