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2 de septiembre de 1671

Hace un día otoñal y sofocante y la muchedumbre pasea sin rumbo por Seething Lane, en el centro de Londres, intentando refrescarse a la brisa leve del Támesis. La calle está tan próxima a los muelles del río que hasta ella llega el olor de las mercancías orientales almacenadas en el embarcadero de Wapping. Es esta, además, una de las pocas zonas del centro que ha escapado a la destrucción del Gran Fuego. Aquí, muy pocas cosas han cambiado desde los tiempos medievales y, bordeada por el flanco sur por la Torre de Londres, esta red de travesías y callejones es desde hace largo tiempo el hogar de una nutrida población de extranjeros. Según el Distritos de Londres de Tobías Smythe (1670), más de media docena de nacionalidades conviven en un barrio no mucho mayor que Saint James: suecos y rusos, bálticos y venecianos, genoveses, turcos y griegos.

Es esta última comunidad la que interesa particularmente al señor Humphrey Trencom. En los alrededores de Seething Lane han vivido mercaderes y marineros griegos desde tiempos de la reina Isabel I. El foco de su comunidad es la pequeña iglesia de Aghia Sophia, cuya cúpula de mosaico sobresale entre los edificios circundantes. Los griegos que van a rendir culto allí afirman que la iglesia se construyó en la temprana Edad Media. Pero este dato no es correcto. En realidad, se construyó a los pocos meses de promulgarse el Edicto de Tolerancia, en 1654, y desde entonces los griegos celebran sus liturgias, festividades y ceremonias bajo su cúpula apuntada.

Al final de Seething Lane, puede verse a una figura conocida abriéndose paso con esfuerzo entre el gentío. Ha ganado peso en las últimas semanas: ha rellenado su esquelética figura con una sustanciosa dieta de arenques marinados y pastel de venado. Su panza vuelve a ser tan tersa como la de una marsopa; su papada ha recuperado sus oscilantes colgaduras de carne. No hay duda: es Humphrey Trencom, y parece en buena forma.

Debe de tener cierta prisa, porque camina mucho más rápido de lo normal. El esfuerzo físico lo ha dejado jadeante. Mientras avanza con decisión por la estrecha travesía, apartando a mercaderes y transeúntes, se lo oye gruñir y resollar como un jabalí.

—Condenado chaleco —masculla para sí mientras lucha por desabrocharse el botón de arriba—. Qué calor tengo.

Esto salta a la vista. Lleva las axilas mojadas y los carrillos enrojecidos. Su cabeza es una vertiente peluda y empapada por la que chorrea el sudor.

Humphrey llega a la iglesia de Aghia Sophia y se para a olfatear el aire. Luego, tras sacar brillo a su nariz con un pañuelo morado, sube los dos escalones de la entrada y empuja la puerta.

Al entrar en la iglesia pestañea varias veces con la esperanza de que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Su nariz tiembla al detectar el denso olor del incienso. Ah, sí, se dice. Turífero, turífero. Da gusto estar en casa. Las velas parpadean delante de los iconos y una lámpara de aceite se suma a ellas con su fulgor pensativo. Humphrey está todavía mirando a su alrededor cuando la escena siguiente tiene lugar ante sus mismos ojos. Un sacerdote y dos monjes aparecen en el altar, saliendo a la nave de la iglesia desde las puertas labradas y sobredoradas del iconostasio. Ven a Humphrey, cuya figura se cierne corpulenta en la penumbra, y se lanzan miradas llenas de nerviosismo.

De pronto, y con coreográfica precisión, los tres caen al suelo y se postran ante Humphrey. Este comportamiento puede parecer raro (poco ortodoxo, incluso), pero más rara aún es la reacción de Humphrey. No parece ver nada extraño en la actitud de los religiosos; en realidad, es casi como si esperara que se postraran ante él. Tras una pausa de al menos un minuto, quizá más, Humphrey les pide que se levanten.

—Ya podéis levantaros —ordena en un tono maravillosamente grandilocuente—. Vamos… en pie.

—Basileus —comienza a decir el padre Panteleimon, dirigiéndose a Humphrey con el título que la tradición y la costumbre reservan a los sacros emperadores de Bizancio—. Estábamos esperándote, Kyrie eleison. El patriarca Bartolomeo, al que Dios bendiga, nos avisó de tu visita a la ciudad santa. Y también nos han informado del éxito de tu misión.

El padre abraza entonces a Humphrey y, en un tono bastante más familiar, le pregunta por su salud.

—Mejor —contesta Humphrey palmeándose la barriga—. Mucho, mucho mejor.

Sin darse cuenta deja escapar un fuerte eructo, resultado de un atracón de ostras en Las Tres Chovas. Tose ligeramente para disimular el ruido, con la esperanza de que su pequeño público no lo haya notado. Pero lo ha notado, y retrocede un poco al percibir el desagradable olor del marisco pasado.

—Sí —continúa Humphrey, cambiando rápidamente de tema—. Fue todo como me habían dicho. Debajo de la Puerta Dorada. Y ahora está a buen recaudo. Los turcos no lo recuperarán ni en mil años.

Aprovecha el silencio que sigue para frotarse la panza. Pensándolo bien, tiene un leve dolor de tripa. Sí, y un regusto amargo en la boca. Espero que las ostras no estuvieran malas, piensa. La verdad es que sabían bastante más fuertes de lo normal.

—Pero el momento —continúa en voz alta—, en fin, no fue el mejor. No, el momento no fue el mejor, ni lo es.

—No —dicen a coro los dos monjes que flanquean al padre Panteleimon—, el momento no es el mejor, desde luego. —Uno de ellos, que gusta de este tema, añade un par de reflexiones más—. El sultán es demasiado poderoso. Fíjense en que está planeando un asalto a Viena. Si ahora cometemos un error… si tropezamos… todo nuestro futuro estará en peligro. El imperio quedará condenado para toda la eternidad.

El padre Panteleimon coge a Humphrey del brazo y se acerca a él, pero vuelve a retroceder al notar aquel mismo tufo a marisco.

—Pero ¿ha traído la bula imperial? —pregunta en voz baja—. Nos dijeron que la llevaba consigo.

—Sí —dice Humphrey—, así es.

Se mete la mano en las calzas y, tras aflojarse el cinturón un par de agujeros, saca un pequeño rollo de pergamino. Va a atado con una cinta púrpura y deshilachada que el padre Panteleimon (tras pedir permiso a Humphrey) desata hábilmente con una sola mano. Luego despliega el documento y lo alisa para poder leerlo más fácilmente.

—Ah, sí —dice, mientras repasa cada línea—. Justo lo que pensábamos.

—Sí —dice Humphrey—, y justo lo que me hizo creer mi difunta madre. Pero lea, lea, léalo en voz alta.

—«Los Paleólogo son los gobernantes a perpetuidad de la gloriosa y santa ciudad de Constantino» —comienza el padre Panteleimon, leyendo el pergamino—. «Bendecidos por Dios y santificados por su Iglesia, seguirán siéndolo hasta el fin de los tiempos».

Humphrey lo escucha extasiado, pero luego suelta un leve suspiro.

—Una cosa es ser emperador —dice— y otra muy distinta tener un imperio.

—La paciencia —dice el padre— es una virtud. Recuerde que nuestra ciudad está bajo la protección de la santísima Madre de Dios, siempre virgen. Nuestra hora llegará.

Humphrey asiente con la cabeza y se mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Espere —dice—. Quería enseñarle esto.

Saca una monedita de bronce que porta el retrato del emperador Constantino XI Paleólogo.

—Fíjese —dice Humphrey—. Es muy interesante. ¿Lo ve? El basileus y yo… tenemos algo en común.

El padre Panteleimon nunca ha sido muy dado a sonreír sin motivo, pero en esta ocasión sus labios se curvan un poco hacia arriba.

—Sí —dice lentamente mientras observa la nariz desde más cerca—. Casi podría decirse que lleva usted el sello de los Paleólogo allá donde va.

Han pasado cuatro años y las estaciones han cambiado. Hace un gélido día de febrero y el cielo está tan pálido que ha descolorido por completo el paisaje. La nieve baja soplando por Eggedon Hill y se amontona en ventisqueros a lo largo de los setos y las majadas de los prados del río. Los verdes brillantes de la primavera que empezaba a despuntar han vuelto a sumirse en la tierra; ahora, todo es de un tono monocorde, gris y blanquecino.

En el cementerio de Piddletrenthide puede verse a un grupito de aldeanos de pie en medio de la fuerte nevada: el párroco, el señor Jolyan, dueño de la taberna, y un puñado de vecinos más. Cuando el viento arrecia y la trayectoria de la nieve cambia de la vertical a la horizontal, se encuentran de pronto confundidos con el paisaje que les rodea. La implacable acometida de la nieve vuelve blancos mantos, faldas y gorras de estambre.

Las laderas fruncidas de los cerros están tan tersas como una barrera de hielo; las ramas del tejo del cementerio cuelgan oscilantes, como si sus puntas más externas estuvieran sujetas al suelo por hilos invisibles. En medio de un paisaje invernal tan uniforme, solo el río Piddle sobresale: una cinta negra y gruesa que va dejando una muesca de hielo por el borde de las orillas escarchadas.

Entre los dolientes está Agnes Trencom, viuda del difunto Humphrey. Sus lágrimas, que fluyen libremente, son sinceras. A pesar de los defectos de su marido; a pesar de su insaciable apetito sexual; a pesar de sus líos y sus infidelidades, ella siempre ha querido a su Humphrey. Y ahora su presencia voluminosa e imponente se ha extinguido. Ya no volverá a regalar a sus amigos con cuentos chinos. No volverán a oírse sus risotadas por los campos. Humphrey yace muerto: un cadáver rígido y helado, tan blanco y ceroso como el alabastro.

Poco antes de que se cerrara el ataúd, uno de los deudos comentó que su nariz seguía tan inmutable como siempre. Sus mejillas se habían hundido, su papada se había desplomado, pero su nariz se alzaba desafiante ante la muerte. Y también su magnífico pene (aunque en esto no repararon los dolientes). Aquel órgano refinado, que tantas alegrías le había dado en el curso de su vida, se había atiesado por última vez. Hasta muerto, Humphrey Trencom estaría listo para entrar en acción cuando cantara el gallo. Pero ya no habría ninguna linda moza que se sentara a horcajadas sobre sus ijares helados.

—El hombre nacido de mujer —entona el pastor John mientras llevan el ataúd a la sepultura—, corto de días y harto de sinsabores, brota como una flor y es cortado, y huye como una sombra y nunca permanece.

Una violenta racha de viento arranca nieve del gablete de la iglesia Y ahoga las plegarias del entierro.

—A media vida y ya estamos en la muerte, ¿en quién podemos buscar socorro sino en ti, oh, Señor, que por nuestros pecados estás con justicia enojado…?

El féretro de Humphrey es introducido en un hoyo que se va llenando rápidamente de nieve.

—Adiós —susurra Agnes, echando una última mirada al ataúd—. Adiós, mi emperador.

Hace ya rato que ha pasado la medianoche y los vecinos de Piddletrenthide descansan. El párroco ronca en su cama; en el Coche y Caballos, la última vela se ha consumido y apagado. No hay luna ni estrellas en el cielo, pero el paisaje está bañado por una extraña luminosidad. La nieve, que parece haber retenido la pálida media luz de la víspera, presta a la noche un resplandor mortecino.

En el cementerio de Todos los Santos, los saqueadores de tumbas se han puesto manos a la obra. Tres hombres vestidos de negro están vaciando la sepultura recién cubierta de Humphrey Trencom. Hablan en susurros, tan bajo que es imposible oír una palabra. Pero parecen haber alcanzado su meta. Una azada toca madera; un ruido hueco sale de la tumba.

Dos de ellos saltan al hoyo y tiran del ataúd de madera. Está cubierto de tierra húmeda y su lisa superficie de roble se les resbala entre las manos. Pero consiguen levantarlo en perpendicular y su compañero se agacha desde arriba y empieza a tirar. En cuestión de segundos, el féretro está sobre la nieve.

¿Qué están haciendo? ¿Qué pretenden robar? Lo único que puede afirmarse con certeza es que la última vez que se los ve van cabalgando hacia el este, con el cadáver de Humphrey Trencom en un trineo de madera.

Tal vez los viajes en vida de Humphrey hayan tocado a su fin, pero su cuerpo va a vivir una última aventura.