Más o menos en el mismo momento en que Edward y Elizabeth estaban investigando el nacimiento del río Piddle, Herbert Potinger se hallaba sentado en el piso de arriba del autobús número 12. El autobús estaba casi vacío y Herbert se irritó cuando un hombre alto de aspecto extranjero, que también estaba en la misma parada que él, se sentó junto a él. Dos docenas de asientos, suspiró Herbert, y tiene que sentarse a mi lado.
Herbert se dirigía al trabajo (más tarde de lo habitual). Normalmente, pasaba veinte minutos en el autobús haciendo una lista de todas las cosas que tenía que hacer durante el día. Pero en esa ocasión tenía cosas más importantes en que pensar. Mientras el autobús subía trabajosamente por Denmark Hill, pasando por el parque Ruskin y Camberwell Green, Herbert se hallaba enfrascado en su mundo.
Y el personaje que ocupaba sus pensamientos no era otro que el quimérico Humphrey Trencom. Herbert se había pasado la noche en la cama con Humphrey, intentando escudriñar los movimientos del señor H. T. en los días que siguieron a su repentina marcha de Constantinopla. Pronto tuvo claro que el relato escrito por Humphrey no era tan franco como parecía en un principio; en algunas partes parecía incluso intencionadamente engañoso. El barco en el que había escapado llevaba rumbo a Salónica (o eso decía él), pero, si así era, no había tomado ni mucho menos la ruta más directa. El capitán se había dirigido primero a la islita de Ayios Evstratios, donde el navío había hecho su primera escala. «Descansamos cinco días», escribía Humphrey, «y el agá registró mis pertenencias».
Humphrey pasó la mayor parte del tiempo intentando encontrar pasaje para la cercana isla de Lesbos, aunque no ofrecía ningún indicio de qué quería hacer allí. No entiendo por qué un hombre como Humphrey Trencom tenía tanto empeño en ir a Lesbos, se decía Herbert mientras se rascaba la cabeza. A fin de cuentas… Lesbos, Lesbos… No, no se me ocurre por qué lo atraía tanto la isla.
Tras una semana en Ayios Evstratios, Humphrey y su tripulación se hicieron de nuevo a la mar, esta vez rumbo al norte. Poco después se hallaron en un grave aprieto. Al tercer día de travesía, el navío se vio sacudido por una tremenda tormenta.
«El viento soplaba y se inflaba en una tremebunda tempestad», relataba Humphrey, «y temimos seriamente ahogarnos». La tormenta, que duró dos noches y un día, sumía al barco entre los senos cavernosos de las olas y arrancaba el forro de las cuadernas. Dos veces estuvieron a punto de zozobrar, y las dos veces la tripulación consiguió enderezar el barco. «Y llovía a mares», escribía Humphrey, «y el agua corría por las cubiertas e inundaba la bodega».
Los hombres perdieron el norte y temieron ahogarse. «Y todos hicimos las paces con Dios, sabedores de que cada ola podía ser la última». El temporal no amainó por fin hasta el segundo día. El viento se convirtió en brisa y el mar se calmó. Y cuando por fin salió el sol y disipó la bruma, los hombres se hallaron ante una costa que ninguno de ellos conocía.
«Y llegamos», escribía Humphrey, «a una isla encantada por las hadas, con montañas que tocaban el cielo». Afirmaba que en aquel reino ignoto había veinte ciudades enjoyadas y que todas ellas estaban habitadas únicamente por hombres y príncipes. «Y estos hombres se reproducen por sí mismos», añadía con su estilo típicamente críptico, «como los hermafroditas de dos sexos».
Humphrey dejaba pocas dudas a sus lectores de que aquel era el lugar que iba buscando desde el principio. «Era el reino que esperaba descubrir», decía, «mi Tierra Prometida». Y añadía: «Ofrecí con gran solemnidad mi paquete y fui recibido con reverencias por todos los príncipes de la isla».
Era esta isla misteriosa y posiblemente fantástica la que ocupaba los pensamientos de Herbert mientras iba sentado en lo alto del autobús número 12. En el preciso momento en que el conductor tomó Walworth Road, una furgoneta que iba marcha atrás chocó con un tenderete de verduras que había en la cuneta, esparciendo por la calzada cincuenta kilos de chirivías. Herbert, sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio cómo los autobuses, los coches y los taxis daban violentos bandazos para esquivar aquella gruesa alfombra de tubérculos.
De pronto se dio cuenta, sobresaltado, de que se había pasado de parada. La vaga certeza de que estaba cruzando el puente de Southwark disparó algo en su cerebro. Volvió al presente y se dijo (inconscientemente) que debía pulsar el botón de «stop». Cuando por fin salió del autobús, estaba a más de seiscientos metros de donde quería estar. Notó que el hombre sentado a su lado se bajaba en el mismo sitio. Parece que he hecho un nuevo amigo, se dijo Herbert, riéndose para sus adentros.
Al llegar por fin a la biblioteca, se fue derecho a su despacho y sacó un atlas del Mediterráneo. Si había que creer a Humphrey, la isla de la que hablaba tenía que quedar a escasos días de navegación de la costa de Asia Menor. Herbert localizó Ayios Evstratios en el mapa (la última escala conocida de Humphrey antes de la tempestad) y dejó que su dedo fuera trazando curvas en círculos cada vez más amplios.
Enseguida se dio cuenta de que solo había tres posibles aspirantes a «isla encantada por las hadas». Estaba Lemnos, una isla grande y antaño boscosa que Herbert sabía había sido hogar del dios Efestos, patrón de los metalúrgicos. Un destino sumamente improbable, se dijo. A fin de cuentas, en tiempos de Humphrey estaba poblada mayoritariamente por turcos.
La segunda isla posible era Thassos, que quedaba a unas ochenta millas al norte. En el siglo XVIII era famosa por su vino, pero al igual que Lemnos tenía gran cantidad de población turca.
La otra posibilidad era Samotracia, una isla menos populosa que quedaba al nordeste de Lemnos. Herbert sabía poco sobre ella y consultó su ejemplar de Islas del Mediterráneo oriental.
—Ah, sí, sí, sí —dijo mientras echaba un vistazo a la página—. Esto se parece mucho más a la meta de Humphrey.
Tenía, ciertamente, un monte que «tocaba el cielo»: el monte Fengari se elevaba por encima de los mil quinientos metros de altura sobre el nivel del mar y su pico estaba a menudo envuelto en un velo de nubes. Es más: aunque la isla no estaba habitada exclusivamente por «hombres y príncipes» (y menos aún por hermafroditas), tenía fama de ser una isla muy viril. En la Antigüedad había sido durante siglos el centro del culto a Cobeiri, un dios fenicio de la fertilidad cuyo símbolo era un enorme falo.
El pasaje más enigmático del relato de Humphrey era su descripción de la capital de la isla. «Fui caminando hasta la ciudadela principal de esta isla encantada», escribía, «que estaba encaramada al borde de un acantilado. Se llamaba A+9VATPD70+O».
¿Qué habría querido decir Humphrey con eso? Herbert buscó los principales asentamientos de Samotracia. Estaba Samotracia misma. Estaba Palaiopolis, la antigua capital. Y luego estaban los dos pueblos de Kamariotissa y Chira. Y eso era todo. Ninguno de aquellos lugares guardaba relación con la palabra en clave del diario de Humphrey.
Herbert regresó al relato para ver si había algún dato más, pero Humphrey se mostraba reservado hasta la exasperación. «En A+9VATPD70+O tuve la buena fortuna de conocer a Anastasio, Antonio y Nicolás», escribía, «que tenían más de setecientos años de edad».
¿Es todo fantasía?, se preguntaba Herbert. Puede que Edward tenga razón. Quizá la respuesta esté en Piddletrenthide.
Sabía muy poco de claves y códigos y, como el sábado era uno de los días más tranquilos de la semana, dedicó casi toda la mañana a consultar los tres libros que había sobre el tema en la biblioteca municipal de Southwark. Pronto se hizo evidente que no sería fácil descifrar el código de Humphrey. Según el Claves secretas de Hartwell, los códigos que mezclaban cifras, letras y símbolos eran los más difíciles de resolver. «El mayor logro de la conspiración de Guy Fawkes», escribía Hartwell, «fue el desciframiento de sus cartas cifradas. Hizo falta el genio de sir Howell Stokes para dilucidar el código».
Herbert se desanimó al leer esto. Si estuviera escrito solo con letras, pensó, no tendría más que averiguar las letras de sustitución. Pero esto…
Se rascó la cabeza con vigor desacostumbrado. De lo único de lo que estaba razonablemente seguro era de que aquella palabra en clave no parecía referirse a ninguno de los pueblos de la isla de Samotracia. Herbert tenía la impresión de que la «isla encantada por las hadas» de Humphrey no era una isla en absoluto.
Está jugando, se dijo. Y a mí siempre se me han dado bien los juegos.
Echó un vistazo a su reloj y paseó luego la mirada por la sala. Le sorprendió sobremanera ver que el hombre que se había puesto a su lado en el autobús estaba ahora sentado en la biblioteca, a menos de diez metros de su mesa.
No me estará siguiendo…… pensó Herbert, pero descartó aquella idea meneando la cabeza. No, no, Herbert. Últimamente lees demasiado sobre misterios.
Iba a empezar a contestar el montón de cartas que tenía sobre la mesa cuando se le ocurrió una última idea sobre Humphrey Trencom. Era una idea que, vista en retrospectiva, le pareció bastante brillante. Echó mano del volumen siete del diccionario Oxford y buscó la palabra «hermafrodita». «Animal en el que los órganos sexuales masculinos y femeninos están normalmente presentes en el mismo individuo», decía la entrada. «Algunos hermafroditas pueden fecundarse a sí mismos».
¡Claro!, pensó Herbert. Cómo no se me habrá ocurrido antes. Una pi-pi-pi-pista falsa. Sí, claro. Una pista falsa colosal, al estilo de Humphrey. Pero no del todo mentira.