2 de mayo de 1969
Eran poco más de las seis y media de la tarde de un resplandeciente día de primavera. Edward y Elizabeth llevaban conduciendo casi tres horas en pos del sol, que iba trazando una raya por el cielo. Se acercaba rápidamente esa hora del día (la preferida de Edward) en la que los prados se volvían amarillos y el cielo azul marino.
—Mira las sombras —dijo Edward cuando pasaron por un campo flanqueado de álamos—. Ahí se podría jugar al ajedrez gigante.
El sol de poniente estiraba los árboles dándoles formas imposibles y proyectaba una trama de franjas oblicuas que se alargaba hacia la linde más lejana.
Edward y Elizabeth dejaron la A357 y tomaron recónditas carreteras comarcales, siguiendo los letreros que indicaban hacia Mappowder, Melcombe y Plush. Desde allí, había veinte minutos más hasta su destino, el pueblecito de Piddletrenthide.
La visita al valle del Piddle había sido idea de Edward, y al principio Elizabeth se había resistido a ella. Quería que Edward dedicara menos tiempo (no más) a su historia familiar, y no quería tener la impresión de que estaba prestándole ayuda y dándole alas.
—¿Y qué hay del señor George? —preguntó—. Lleva semanas en la tienda, trabajando como un esclavo. ¿No va siendo hora de que empieces a ayudarlo a reponer el género?
—Lo haré, te lo prometo. Cuando volvamos de Dorset. Es solo eso. Primero tengo que averiguar qué le pasó a Humphrey Trencom.
Necesito saber si murió o no murió en su Dorset natal. Si consigo averiguarlo, seré feliz. Verás, tengo que descubrir dónde está enterrado. Necesito saber qué fue de él.
Elizabeth consultó con la almohada lo que Edward le había dicho y al final decidió que el viaje al valle del Piddle podía ser justo el tónico que ambos necesitaban. Y si de verdad hace que vuelva a Trencoms, se dijo con un profundo suspiro, supongo que vale la pena. Pero… Cruzó los brazos y miró cómo una ardilla corría por el jardín. La ardilla se detuvo un momento al acercarse a la pileta para pájaros, la miró fijamente a los ojos y luego metió las patas en el agua.
Ay, señor, pensó Elizabeth, perdida en su mundo. ¿Dónde acabará todo esto?
Habían reservado habitación para dos noches en el Coche y Caballos de Piddletrenthide, un edificio con vigas de roble visto que, según decía su letrero pintado, era una posada desde tiempos de Jacobo I. Era propiedad del señor y la señora Singleton, un matrimonio de cincuenta y tantos años que tenía un vicio de lo más insalubre, un vicio que compartían con muchas parejas de mediana edad de aquella parte de Dorset. Y aunque su comportamiento general no infringía ninguna ley aprobada por el parlamento, transgredía, a no dudarlo, todos los límites de lo que razonablemente podía considerarse buen gusto.
Su vicio era este: Clive y Clarissa Singleton se «pirraban» por todo lo floral. Las paredes de su hostal estaban forradas de papel de flores. Las camas, cubiertas con colchas de flores. Había ranúnculos en las cortinas y aciano en la alfombra. Y cuando de noche uno posaba la fatigada cabeza en la almohada, se descubría hundiéndose en una funda cubierta de fucsias.
Su pasión por las flores no era extraña en los hostales rurales de Inglaterra a fines de la década de 1960. Entre Abberly y Zennor podían encontrarse posadas y hosterías cuyas paredes de yeso desmigajado se mantenían en pie gracias a una faja de papel florífero. Era como si cada superficie y cada cama hubieran sido rociadas generosamente con abono y hubieran florecido espontáneamente. Pero en el Coche y Caballos aquella floricultura alcanzaba nuevas cotas. Bajo los cuidados hortícolas del señor y la señora Singleton, las habitaciones de los huéspedes daban la impresión de ser jardines granados.
En la habitación de Edward y Elizabeth solo había un mueble desprovisto de flores: una recia cama de cuatro postes en cuyo pabellón superior figuraba grabada la fecha 1616. No era una cama grande (Edward podía frotar el piecero con las plantas de los pies), pero sí ciertamente hermosa. Esa noche, el señor y la señora Trencom se metieron en su enramada florida y Elizabeth admiró sus brillantes pilares en espiral y su inestable cabecero de roble.
—Imagínate la cantidad de gente que ha dormido en esta cama —dijo—. Cariño, piensa en cuántas generaciones han… en fin… —Puso el brazo sobre el pecho de su marido y la pierna derecha sobre su rodilla izquierda. Estaba jugueteando con sus pensamientos, desafiándose a decir en voz alta lo que se le pasaba por la cabeza—. Piensa —añadió en un susurro— en todos los niños que se habrán concebido en esta cama.
Tenía la sensación de que Edward estaba a muchos kilómetros de distancia de allí.
—¿Mmm? —dijo él mientras miraba distraídamente un ramo de claveles especialmente chillón—. Sí, puede que el propio Humphrey durmiera aquí. En esta misma cama.
Elizabeth soltó un suspiro desilusionado.
—Sí —dijo—, puede que sí. Y puede que no.
Se puso de lado y se pegó más aún a Edward con intención de que su marido pensara menos en Humphrey y más en ella. Temía, sin embargo, que el momento hubiera pasado ya.
—Me pregunto —bostezó Edward— si alguna vez volvió a Dorset. ¿Tú qué crees, cariño?
Y sin esperar siquiera respuesta, apagó la luz y dobló las piernas. Elizabeth sabía que aquella era su postura de dormir y que tendría que actuar deprisa. Se sentó en la cama, se inclinó sobre él y le plantó un beso en la nariz.
—¿Tan cansado está usted, Don Queso? —dijo—. Seguro que tu amigo Humphrey tenía más energías.
Hubo un momento de silencio antes de que Edward se diera la vuelta, le besara la oreja izquierda y le mordisqueara el codo cariñosamente, haciéndole tantas cosquillas que Elizabeth soltó un chillido.
—Ándate con ojo —dijo con un gruñido bajo—, que no solo pican las chinches.
Y con esas se quitó el pijama.
La pareja bajó temprano a desayunar y comió con ganas huevos escalfados, tomates a la parrilla y una gran loncha de beicon frito.
—Justo lo que me recetó el médico —dijo Elizabeth mientras se limpiaba la boca con una servilleta floreada—. Ya estoy lista para afrontar el día. Ahora hasta yo puedo vérmelas con Humphrey.
Habían quedado en visitar la iglesia de Piddletrenthide esa tarde para echar un vistazo a las partidas de defunción de los archivos parroquiales. Pero primero iban a ir a ver el nacimiento del río Piddle, que quedaba a unos seis kilómetros al norte del pueblo. Fue idea de Elizabeth. Por alguna razón que Edward no alcanzaba a entender, estaba deseando ver el lugar donde el río brotaba burbujeando.
—Es que no entiendo por qué te interesa tanto —comentó Edward—. Seguro que no hay mucho que ver.
—Ay, Edward —contestó ella—, a veces eres tan poco romántico… Y que lo digas tú, precisamente. Pensaba que te encantaría visitar el nacimiento del río, ver de dónde surge.
—¿Eh? —dijo Edward, que enseguida se acordó de la inundación de Trencoms—. Bueno… creo que ya he tenido suficiente agua últimamente.
En aquel valle habitaba mucha gente (incluidos muchos Trencom muertos hacía mucho tiempo) que creía que el Piddle era uno de los grandes ríos de la tierra. No lo era, por supuesto, en la misma escala que el Amazonas o el Nilo. Ningún aventurero Victoriano se había abierto paso a machetazos río arriba, en busca de su esquivo nacimiento; ningún ejército de mineros había cruzado penosamente los prados inundados con la esperanza de encontrar oro. Pero el Piddle era uno de los ríos más encantadores de aquella parte del mundo. Con treinta y seis kilómetros de largo, se alimentaba de multitud de arroyos y regatos y daba nombre a más de media docena de pueblecitos de sonido melifluo.
Edward y Elizabeth fueron en coche hasta Highton Farm, aparcaron al pie del prado más bajo y subieron por los escalones de un portillo desvencijado. Al poner el pie en el primer peldaño, Elizabeth descubrió que la tierra firme quedaba a doce o catorce centímetros de la superficie.
—¡Ayyyy!… me he mojado los pies.
Se llevó una desilusión al descubrir que era imposible localizar el punto exacto en el que brotaba el río, porque no había una sola fuente. El agua se filtraba a través de la tierra en más de una docena de sitios y formaba una esponja chapoteante tachonada de juncias y ranúnculos.
—¿No te parece emocionante venir al nacimiento de un río? —dijo Elizabeth de repente—. Pensar que aquí es donde empieza todo.
Miraba fijamente el suelo, viendo cómo rezumaba y brotaba el agua. En algunos sitios se hinchaba formando pequeñas burbujas traslúcidas llenas de aire al salir a la superficie. Las burbujas se elevaban, se mecían precariamente empujadas por la brisa y luego estallaban quedándose en nada.
—Se le unen otras ramas, claro —continuó Elizabeth—, otros riachuelos que añaden agua, que lo cambian. Y sin embargo siempre es el mismo.
Pensaba a medias en el río Piddle y a medias en el árbol genealógico que Edward le había enseñado durante el desayuno. Sí. Un árbol era como un río (un río vuelto del revés); cada arroyuelo y cada regato aportaba algo al tronco principal.
—Pues… sí y no —dijo Edward después de un largo silencio. Al principio no había escuchado a Elizabeth, pero ahora que la escuchaba, no estaba nada convencido de que tuviera razón—. Verás, cariño, los afluentes aportan agua… y cambian el caudal del río. ¿Te acuerdas del arroyo que vimos en Puddletown Down? ¿El que se une al Piddle? Cambiaba completamente el carácter del río. Después parecía distinto. Más ancho, más lento, más manso.
—Sí, lo sé, pero seguía siendo el mismo Piddle de siempre. ¿Es que no lo ves? Sigue siendo un solo río. —Edward podía ser muy exasperante, y Elizabeth estaba decidida a no ceder terreno—. Esto de aquí es el Piddle —dijo, señalando la tierra pantanosa—, y sigue siendo el mismo Piddle cuando llega al mar.
Edward se quedó callado. Su mujer se equivocaba. Se equivocaba por completo. Una rama (una ramita aparentemente insignificante) podía cambiar por entero la corriente principal.
Edward había hecho dos viajes anteriores al valle del Piddle y había visitado las parroquias de Puddletown, Briantspuddle, Tolpuddle y Piddlehinton. Había revisado los archivos de bautismos y defunciones y peinado el listado de los matrimonios de la familia Trencom. Al hacerlo, había logrado reunir todo un archivo acerca de los primeros Trencom. Pero aquella era la primera vez que lograba contactar con el archivero de Piddletrenthide y estaba impaciente por buscar la partida de defunción de Humphrey.
—Si consigo descubrir si volvió de Constantinopla —le dijo a Elizabeth—, quizá pueda averiguar qué trajo a casa… qué había dentro del paquete… y dónde está ahora.
—Suponiendo que todavía exista —contestó Elizabeth.
—Sí, suponiendo que todavía exista.
La iglesia de Todos los Santos, un edificio normando remodelado en el siglo XIV, estaba situada en la ribera oeste del río. Según la Historia del valle del Piddle de A. G. Smithers, era la más interesante de todas las iglesias de la comarca. «Con su pórtico normando, su presbiterio isabelino y su colección de monumentos funerarios», escribía el autor, «puede considerarse la parroquia de arquitectura más rica de todo el valle».
Edward empujó la reja, entró en el cementerio y olisqueó las ramas del tejo que colgaban sobre él. Elizabeth lo siguió y se fijó en que el suelo estaba salpicado de pequeñas bayas rojas.
—Creía que sería muy raro que la lápida estuviera aquí todavía —dijo mientras Edward empezaba a mirar las losas de piedra erguidas—. Pero aunque esté, se habrá desdibujado. Dudo que se pueda leer la inscripción.
—No sé —contestó Edward, recorriendo metódicamente el cementerio—. Aquí hay una de 1723. —Encontró un John Trencom, una Emilie Trencom y dos Martin Trencom; había también una Katherine Trencom y un bebé llamado Job Trencom—. ¿Sabes qué, cariño? También había un Job Trencom en el cementerio de Piddlehinton —comentó—. Y creo que también había una Katherine.
Poco después había mirado todas las lápidas del camposanto sin encontrar un solo Humphrey.
—Creo que tienes razón —dijo—. La lápida más antigua es de 1723. Y Humphrey debió de morir por lo menos treinta años antes.
Abrió la puerta oeste de la iglesia y entró en la nave. Refrenó su nariz un segundo y luego inhaló larga y profundamente. Qué raro, pensó. Qué cosa más extraña. Su nariz, que le había fallado al menos en cinco ocasiones en los últimos dos días, de pronto volvía a estar en forma. La iglesia olía a berros. Sí, a berros y a champiñones. Era el mismo olor que Edward había detectado en las páginas del libro de Humphrey.
—¿Sabes una cosa? —le dijo a Elizabeth—. Si la historia huele a algo, es a esto.
Pasaron un par de minutos mirando la iglesia, examinando los monumentos funerarios y los bronces antiguos. Luego, justo cuando Edward empezaba a leer un breve folleto sobre el edificio, se oyó un chirrido de bisagras y la puerta se abrió.
—Ah, ustedes deben de ser el señor y la señora Trencom —dijo una mujer de aspecto jovial que se acercó a ellos y les estrechó la mano cordialmente—. Soy Joyce Woolley, la conservadora. El reverendo Bailey me dijo que iban a venir.
—Sí —dijo Edward—, gracias… gracias. Verá, estoy intentando encontrar a un antepasado mío —añadió—. Un tipo llamado Humphrey Trencom.
—Ajá —contestó la señora Woolley—. Bueno, vamos a ver qué encontramos.
Se alejó trotando hacia la sacristía y volvió con un grueso libro que llevaba inscritas las palabras: «Todos los Santos: partidas de defunción, 1680-1691».
—Bueno —dijo—, dígame. ¿Cuándo cree que murió Hubert?
—Humphrey —dijo Edward, corrigiéndola amablemente.
—Perdón, perdón… ¿He dicho Humphrey? —dijo.
Edward miró a Elizabeth, que sonrió con los ojos.
—Murió en 1685 —dijo Edward—, o por lo menos eso creo. Eso es precisamente lo que necesito comprobar. Y supongo que lo enterraron aquí, pero no estoy seguro.
El libro de registro era difícil de descifrar. Estaba escrito en una letra cursiva y desgarbada que convertía cada giro y cada signo en una espiral de rizos y garabatos. En algunos sitios parecía que una araña con las patas manchadas de tinta hubiera recorrido la página bailando un rigodón.
—No, en 1685 no hay nada —dijo la señora Woolley—. Vamos a probar en 1686.
Miraron los tres la página, buscando un nombre que se pareciera a Humphrey. En 1685 había un número sorprendente de fallecimientos; Edward los contó y descubrió que no menos de dieciséis personas habían muerto ese año, entre ellas cuatro miembros de una misma familia.
—Ah, miren, miren… ya lo tenemos —dijo la señora Woolley—. Aquí está… ¿no es este? ¿Humphrey Trencom?
Edward y Elizabeth examinaron la letra más de cerca para asegurarse de que no se había equivocado. Y no, no se había equivocado. El nombre de Humphrey Trencom figuraba claramente en el registro.
—Bueno —dijo Elizabeth con una sonrisa de alivio—, es una buena noticia, ¿no? Por fin lo has encontrado. Y en menos de cinco minutos.
—Uy, uy, uy, pero ¿qué tenemos aquí? —dijo la señora Woolley un poco desconcertada—. Bueno, bueno… ¿qué pone aquí?
Había un garabato de color sepia difuso en el margen de la página: una anotación añadida en fecha posterior.
—Vaya, esto sí que es raro —dijo la señora Woolley—. Qué cosas.
—¿Qué pone? —dijo Edward, que se esforzaba por descifrar la letra.
—Su Humphrey Trencom —contestó la señora Woolley— fue enterrado en Piddletrenthide, sí. Lo enterraron en este mismo cementerio. Pero mire lo que pone debajo… justo aquí. Por lo visto, su cadáver fue exhumado menos de una semana después del entierro.
—¡Qué! —exclamó Edward—. ¿Exhumado?
—Eso parece. Por lo menos, según esto. Miren… Robaron el cuerpo. Lo desenterraron y se lo llevaron. Nunca más volvió a saberse de su Humphrey Trencom.
La señora Trencom miró a Edward. Y se le cayó el alma a los pies.
—Ay, no —dijo—. Lo que nos hacía falta.