5

Enero de 1667

Humphrey Trencom no es consciente de que, desde su llegada a Constantinopla, sus movimientos han sido observados y estudiados con gran detalle. No menos de tres personas han andado tras su rastro; lo han seguido, han rastreado sus pasos y han compilado por separado tres dosieres repletos de información sobre su extraña conducta.

Uno de ellos es Ralph Pryor, encargado de la factoría inglesa y hombre de carácter desconfiado por naturaleza. Receló de Humphrey en cuanto le puso la vista encima. «No me gusta el perfil de su nariz», anotó en su diario.

Ralph Pryor conocía la llegada de Humphrey por una carta del duque de Athelhampton. El duque le rogaba a su «estimado sirviente, el señor Pryor» que hiciera todo lo que estuviera en su poder por facilitar a Humphrey la adquisición de antigüedades. Le pedía también que le presentara a cualquier funcionario otomano que pudiera resultarle útil. Ralph había leído la carta del duque con gélido desdén. Antes le doy a mi gato un plato de carne asada que ayudar a vuecencia, había pensado.

Uno de los motivos de su inquina es que luchó contra las fuerzas del duque en la guerra civil. Pero también es fruto de su educación. Ralph Pryor es lo que las buenas gentes gustan de llamar «un hombre de provecho». Nacido pobre en Limehouse, entró como aprendiz en la Compañía de Levante y, a fuerza de trabajar como un esclavo, ha ido subiendo poco a poco de rango. Ahora, a los cuarenta y dos años, es el jefe del puesto comercial más provechoso de la compañía y ha desarrollado una antipatía instintiva hacia todos aquellos para los que la vida es «un plato de ostras».

Su posición le brinda un salario jugoso. Nunca anda escaso de viandas, pero conserva la delgadez hereditaria que caracteriza a todos los Pryor, flacos como palos. Tiene las mejillas hundidas y la panza hueca. Es como si el flujo sanguíneo hubiera fijado su domicilio en sus tripas, y chupara y absorbiera hasta el último glóbulo de grasa y de médula.

Han hecho falta muchos siglos de gachas y ternillas para que Ralph alcance el estado en el que cada uno de los desvencijados elementos de su cuerpo, cada fibra, cada ligamento y cada huesecillo, difiera del estado que la naturaleza pretendía darle en un principio. Enormemente alto y desgarbado, por si fuera poco, tiene la postura y los andares torcidos que afligen a tantas personas altas. Es como si se hubiera cansado de respirar el aire enrarecido de las capas altas de la estratosfera y deseara compartir las altitudes más frescas y ventiladas de sus congéneres. En resumidas cuentas, camina encorvado (muy encorvado) y ello ha hecho que sus articulaciones, huesos y clavículas se hayan ido hundiendo poco a poco sobre sí mismas durante las cuatro décadas transcurridas desde que luchó por primera vez por ponerse en pie. Sufre de codo de tenista, de rodilla de criada, de un toque de ciática y, de vez en cuando, de lumbago. En invierno tiene espasmos. En verano, las vértebras dislocadas. Y se sabe que la gota heredada por vía paterna que aflige el dedo gordo de su pie izquierdo lo ha mantenido durante días en posición horizontal.

Para contrarrestar su extrema delgadez, Pryor se ha comprado uno de esos espejos cóncavos que últimamente hacen furor en Constantinopla. Ponen carne sobre los huesos como solo podrían hacerlo décadas de excesos. Pero ni siquiera aquel artífice de anamorfosis puede engordar las mejillas de Ralph y dar volumen a su papada.

Cuando Ralph Pryor conoció a Humphrey, lo saludó con cortesía mecánica. Desde ese momento (y con muy poco esfuerzo) ha llegado a profesarle una intensa antipatía. Cuando se entera de que entre el servicio de la factoría corren rumores sobre el extraño comportamiento de Humphrey, sus sospechas se avivan de inmediato. No hay duda, hay una conspiración en marcha, se dice. Y Humphrey ha de ser culpable.

Llaman a la puerta y Pryor levanta la vista de su escritorio de palo de rosa.

—No tengo tiempo, no tengo tiempo —brama, pero la puerta se abre de todos modos y entra James Nealson, el amanuense de la factoría—. Ah, señor Nealson, para usted siempre tengo tiempo.

—Me ha llamado usted, señor —dice Nealson—. Espero que no ocurra nada malo.

—Pues sí, ocurre algo muy malo —contesta Pryor—. Algo huele a podrido en el estado de…

—¿Dinamarca? —aventura Nealson, ansioso por lucir sus conocimientos.

—No, imbécil. ¿Estamos acaso en Dinamarca, pedazo de alcornoque? ¿Es este el país de los daneses?

Nealson tose con nerviosismo mientras Pryor deletrea lo que cree evidente.

—Algo huele a podrido, señor, en el estado de nuestra factoría.

—¿Y qué quiere decir con eso exactamente? —inquiere Nealson.

—Humphrey Trencom —contesta Pryor—. No me gusta. No me gusta su cara, no me gusta su forma de hablar. En resumen, me parece pendenciero, peligroso y detestable. Es una serpiente, y además venenosa. Si no nos andamos con ojo, nos envenenará a todos.

—Conforme —dijo Nealson, que no está del todo seguro de a qué está asintiendo.

Se hace un silencio momentáneo. Desciende la quietud. Pryor coge su espejo de mano oval, con el marco dorado, y admira la curvatura de su barbilla.

—Vivimos tiempos peligrosos —dice, pellizcándose un grano hinchado y rojo—. Tiempos peligrosos.

—¿En qué sentido, señor? No estoy seguro de entenderle.

Su jefe ha dejado pasmado a Nealson. El señor Pryor siempre habla con acertijos.

—Quiero que siga a Humphrey Trencom —dice—. Quiero que siga su rastro, que lo vigile, que anote sus movimientos. Está tramando algo… algo malo. Y quiero saber qué es.

Pryor deja su espejo y mira a Nealson fijamente a los ojos.

—Entrégueme a Humphrey —dice— y yo le entregaré el mundo.

—Vaya, gracias, señor —dice Nealson, que sigue sin saber qué se propone el señor Pryor—. Es usted muy amable.

—Y recuerde: quiero un informe completo al final de la semana.

Nealson da media vuelta para marcharse y Ralph se levanta de su mesa.

—Voy a salir —dice—. Necesito hacer pis.

Ralph Pryor no es el único que sospecha de Humphrey Trencom. En los aposentos más recónditos del Topkapi Sarayi, el gran visir, Ishak bey, está informando al consejo, a los muftíes y a sus agentes de más confianza.

—Nuestro sabio, noble y amado gobernante, el inefable, el refulgente sultán Mehmet (que Alá guarde) está en peligro. —Carraspea como para enfatizar el peligro—. Fuerzas exteriores se han puesto en marcha… y hay que detenerlas.

»Aún no hemos descubierto de dónde procede el peligro. Puede que sean espías de Viena. Puede incluso que sean fuerzas interiores. Como escribió el poeta Al-Mutanabbi, “Hasta la flor puede tener veneno en el corazón”. Sean quienes sean, debemos actuar inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde.

El consejo imperial asiente colectivamente. Emite un murmullo al unísono. Y luego los funcionarios, los jueces y los religiosos debaten el peligro. Pasados unos minutos, convienen en que sus sospechas recaen en un solo hombre. El recién llegado Humphrey Trencom, de Piddletrenthide, Dorset, se comporta de la manera más extraña. Representa una grave amenaza para el trono del sultán Mehmet IV (que Alá guarde).

Se decide unánimemente que hay que seguirlo, vigilarlo, darle caza. El hombre elegido para tal tarea es Hamed Efendi, el agente secreto más fiable del visir. Pero el visir también elige a otra persona para vigilar a Humphrey Trencom: una persona que ya otras veces ha demostrado ser de toda confianza. Su verdadero nombre es Huma, pero para el visir, como para sus clientes, se hace llamar Hafise.

Humphrey Trencom vive ajeno al revuelo que está causando. Se despierta, bosteza y escucha el canto del gallo. Quiquiriquí. Todavía medio dormido, levanta el camisón de Hafise y la penetra desde atrás.

—Ah, sí —gruñe—. Buenos días, señora.

En la habitación de abajo, James Nealson está de pie sobre un baúl, con la oreja pegada a una copa y la copa pegada al techo. Intenta espiar a Humphrey, que ha llegado hace poco. No habría hecho falta que se molestara: un instante después, el suelo empieza a vibrar enérgicamente y a Nealson se le llenan los ojos de yeso y polvo.

«El señor H. T. realiza el coito», anota en su diario. «Duración: cuatro minutos. Nivel de actividad: alto». Deja a un lado la pluma y lee la primera anotación de su libro. Luego coge la pluma mientras la tinta está todavía fresca y añade: «Mujer: prostituta turca».

Nealson deduce pronto que el coito ha acabado y que Humphrey se está vistiendo.

—Seguirlo, vigilarlo, ser su sombra —masculla para sí mismo mientras Humphrey se pone las calzas—. Se trae algo entre manos.

Fuera, en la calle, pero oculto en un callejón, se encuentra Hamed Efendi, espía extraordinario. Está allí esperando desde el anochecer, observando la ventana de la izquierda del piso de arriba. Poco después del canto del gallo, percibe actividad. Hafise se acerca a la ventana y hace la señal convenida, unos destellos. Humphrey va a salir.

Hamed Efendi es un agente astuto y hábil que alcanzó fama capturando a Al-Sahif el Traidor. Pero esta vez comete un desliz estúpido. No se le ocurre ni por un instante que pueda haber alguien más siguiendo a su presa. Cuando Humphrey sale de la factoría, Hamed se vuelve para seguirlo y se da de bruces con James Nealson.

—¡Ay! —grita Nealson, y le da un empujón en las costillas. Humphrey oye el follón y mira alrededor. Le angustia que lo vean.

¿Qué demonios hace ese en la calle tan temprano?, piensa al ver a Nealson por el rabillo del ojo. Mmm. De esto no saldrá nada bueno. Y aprieta el paso, doblando a izquierda y a derecha, y a derecha e izquierda, en su afán por despistar a Nealson.

Hamed conoce cada callejón y cada bocacalle de Constantinopla y cree saber hacia dónde se dirige Humphrey Trencom. El puerto, se dice. Va a cruzar el Cuerno Dorado. Adelanta a Humphrey, que va jadeando y resoplando, corre a la playa y, cuando Humphrey llega al muelle, ya está sentado en la barcaza que se dispone a zarpar. Humphrey monta en la misma barca y le da una moneda al barquero.

Cuando James Nealson, el tercero en discordia, llega a la orilla, la barcaza ya está en medio del Cuerno Dorado, rumbo al barrio de Fener, en la orilla opuesta.

Nealson monta en otra barcaza que está a punto de zarpar. Ya hay otra persona sentada en la popa: una señora turca cubierta de negro de la cabeza a los pies.

Nunca entenderé a estas condenadas mujeres, se dice Nealson, que sigue concentrado en las payasadas que ha oído hacer esa misma mañana. Me pregunto si la puta de Trencom viste así cuando sale a la calle.

Pasan casi dos horas antes de que James Nealson regrese a la factoría inglesa en Gálata. Tiene una ampolla en el pie izquierdo, un moratón en la mejilla (fruto de su choque con Hamed) y un cuaderno lleno de garabatos. Está muy satisfecho de sí mismo. Vaya, se dice, yo sería un detective de primera clase.

Llama a la puerta del despacho de Ralph Pryor, ansioso por informar de los extraños acontecimientos que ha presenciado.

—No tengo tiempo, no tengo tiempo —dice una voz desde dentro.

—Pero si soy yo, señor, Nealson. Necesito hablar con usted.

—Pase —responde Pryor inmediatamente, y Nealson abre la puerta.

Lo recibe una escena de lo más extraordinaria. Ralph Pryor está de pie encima de su mesa, a la pata coja, clavando en el techo un espejito convexo. En una mano sostiene un martillo y unos clavos; en la otra, una especie de metro.

—Disculpe, señor —aventura Nealson tímidamente—, pero ¿me permite la osadía de preguntar qué está haciendo exactamente?

—Tiempos peligrosos —dice Pryor—. No podemos perdernos de vista.

—¿Señor? —dice Nealson en un tono que sugiere claramente que espera una explicación.

—Este espejo de aquí —contesta Pryor— está alineado con el espejo de ese árbol. —Señala el arce en flor que hay en el jardín del patio—. Y ese, a su vez, se refleja en un tercero que está allá arriba, en el alero del tejado.

—¿Y? —pregunta Nealson.

—Y —responde Pryor— eso significa que puedo ver el interior de la habitación de Trencom. Sí, cogeré a esa rata aunque sea lo último que haga.

—Quizá yo puedo ayudarlo —sugiere Nealson—. Verá, he estado siguiéndolo desde que amaneció.

—Ajá. Pues cuénteme, haga el favor.

Nealson le cuenta que Humphrey Trencom ha ido al barrio de Fener, al otro lado del Cuerno Dorado. Y que, una vez allí, ha ido a todo correr al patriarcado griego, núcleo central de la extensa comunidad cristiana de la ciudad.

—No pude entrar en la sede del patriarcado —explica Nealson—. Está vigilada. Pero vi algo que quizá sea de interés.

Nealson informa a Pryor de cómo ha subido por la torre bizantina abandonada que hay justo enfrente del patriarcado. Desde allí, y con la ayuda de una silla y su catalejo, ha podido ver lo que sucedía en las salas del patriarcado.

—¿Y quién estaba allí, hablando con el patriarca?

—Esa rata —le espeta Pryor—, ese bribón, ese sayón del duque.

—Correcto —dice Nealson—. El señor Humphrey Trencom.

—Voto al diablo, ¿y qué estaba haciendo allí? —pregunta Pryor, que lleva la impaciencia escrita en las arrugas de la frente—. Vamos, suéltelo de una vez.

—No lo sé —reconoce Nealson—. Ya se lo he dicho, no estaba en la habitación.

—Bueno, ¿y qué vio? —dice Pryor, exasperado. Da un puñetazo en la mesa y la pluma salta del tintero. Una gota de tinta de color sepia oscuro se pega a su camisa y se desliza luego a toda prisa por la fina sarga rayada.

—Muchas cosas —contesta Nealson—. El patriarca Bartolomeo le dio algo a Trencom, un rollo de pergamino. Por lo menos, eso me pareció. Y luego, bueno, le dio su bendición y lo acompañó a la puerta.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo… aunque… bueno, hay una cosa más. Esta mañana me he tropezado dos veces con el mismo hombre. Un turco. ¿Sabe qué, señor? No tengo más remedio que pensar que también él está vigilando a Trencom.

Hamed Efendi había tenido más suerte en sus pesquisas sobre Humphrey Trencom. Tan pronto su presa dejó el patriarcado, Hamed mandó dentro a tres jenízaros otomanos que arrestaron al dragomán del patriarca bajo una falsa acusación de traición. El pobre infeliz fue conducido al Topkapi Sarayi, donde quedó en manos de Abdul Alí, jefe de verdugos de la corte.

En menos de una hora había confesado todo lo que sabía. Sí, el patriarca Bartolomeo había dado un pergamino al inglés. No, no sabía qué decía el pergamino.

El verdugo da otra vuelta al cepo de dedos.

¡Aaaaah! No lo sé, de verdad.

Otra vuelta.

—No… lo… sé… aaah… Lo prometo… lo juro… no… lo… sé.

Le ponen en la cabeza un cepo con pinchos.

—En nombre de Dios… no… lo… sé.

—Entonces te quemaré vivo —ruge el verdugo mientras se detiene para contemplar al dragomán atado y ensangrentado. Solo averigua una cosa más: Humphrey Trencom ha ido a la ciudad a recoger un paquete.

—¿Y qué había en el paquete? —pregunta Abdul Alí, el verdugo, mientras calienta un tornillo de hierro sobre una llama.

—No lo sé. En el nombre de Dios, no lo sé.

Hafise, la perfumada, la fragante, la deliciosa Hafise (Hafise, la que puede enternecer el corazón de los hombres más duros) tiene aún más suerte a la hora de averiguar los movimientos y los motivos de Humphrey. Espera su oportunidad; aguarda hasta que su amante se halla en su estado más vulnerable. Quiquiriquí, canta el gallo mañanero.

—Vamos, palomita mía —ronronea Humphrey—. Ven con Humphrey.

Se prepara para echarse encima de su palomita, pero, justo cuando lo hace, ella se desliza hasta el otro lado del diván.

—Ah, no —dice él, desilusionado—. No, no puedes hacer eso. No puedes dejar así a tu Humphrey.

Hafise se sonríe para sus adentros. Los hombres son tan fáciles, y aquel nazareno en particular está siendo pan comido.

—Ven, mi cielito. Ya ha amanecido. Tengo la vara mirando al mediodía. Deja que derrame mi semilla.

Hafise, que ha empezado a acercarse poquito a poco, se aleja rodando por segunda vez.

Humphrey tiembla de exasperación y no está ya de humor para frivolidades. Está enfadado con Hafise. Es más: se está desesperando.

—Ven aquí, niña, vuelve con Humphrey, te necesito… Te necesito ahora mismo.

Hafise sigue sin moverse.

Aquello es más de lo que Humphrey puede soportar. Tiene la sangre disparada, el pulso al rojo vivo, el corazón acelerado y la entrepierna en llamas.

—¿Qué pasa? —ruge—. Tú, una golfa, una ramera del montón, desdeñas la simiente de Humphrey Trencom. La simiente de un noble linaje, la simiente que una vez gobernó un imperio. —Se echa mano a las partes pudendas y se las muestra a Hafise—. La semilla que hay dentro de esta bolsa —brama— ayudó a construir esta ciudad que es la reina entre las ciudades.

Apenas ha dicho estas palabras cuando Hafise se sonríe, se acerca a él y se sienta a horcajadas sobre sus muslos fofos y blancos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —dice suavemente—. Es lo único que quería saber.

—¿Eh? —dice Humphrey mientras se prepara para entrar en acción.

Y antes de que el gallo cante por segunda vez, el diván de su alcoba empieza a recibir el primer asalto de los que componen su ejercicio de todos los días.

—Santo Dios —dice Ralph Pryor, que justo en ese momento está mirando por su juego de espejos—. ¡Cáspita! ¡Repámpanos!

Había montado aquel artilugio para espiar la alcoba de Humphrey, pero no se esperaba aquello.

—En el nombre del cielo, ¿qué le está haciendo esa mujer?

Mira más atentamente la ventana.

—Pero eso no puede ser. No, eso es… es… —Busca la palabra adecuada—. Asqueroso… repugnante.

Pryor, es necesario decirlo, ha evitado juiciosamente los lupanares y a las putas de la ciudad. Puritano en pensamiento y obra, nunca ha tenido tiempo ni inclinación para tales abominaciones carnales.

—No tengo tiempo para el placer —dice—. He de cuidar de los libros.

Y ahora se encuentra contemplando una exhibición explícita ejecutada ante sus mismos ojos. Retrocede espantado al ver reflejado en el espejo el trasero desnudo de Humphrey.

—Soy un mirón —masculla, angustiado—. Me he convertido en un voyeur.

Mientras se dispone a desbaratar el dispositivo de espionaje, Humphrey Trencom (que se acerca rápidamente al momento que gusta de llamar el «vaciado») se vuelve hacia el espejo que ha visto clavado al alero del tejado y le dedica un guiño lascivo. El guiño se refleja en el espejo del arce, que lo transmite al espejo clavado en el techo del despacho de Pryor. Éste, a su vez, se lo muestra a Ralph Pryor.

Pryor se estremece.

—Lo destruiré —sisea—, aunque sea lo último que haga.

Más tarde, ese mismo día, se ve pasar a Hamed Efendi y a Hafise, velada, por la Puerta de la Salutación. Van a informar al gran visir de lo que han visto y oído. Se les une un tercero, Abdul Alí, el verdugo, que lleva la túnica manchada de sangre humana.

—Está claro —dice el visir en tono de inquietud— que hemos encontrado a nuestro hombre. Representa una amenaza para la estabilidad del imperio. Representa una amenaza para la vida de nuestro sabio, de nuestro noble, de nuestro magnánimo sultán, el incomparable, el refulgente, el inefable Mehmet (al que Alá guarde).

—Habría que cortarle sus partes —aconseja Hamed Efendi— y lanzar su semilla al Bósforo.

El visir agradece su comentario con una elegante inclinación de cabeza.

—¿Y tú qué has descubierto? —pregunta volviéndose hacia Abdul Alí y mirando con desagrado la sangre de su chaleco.

—Bueno —contesta Abdul con voz estudiada—, el patriarca entregó al inglés una bula imperial… sí… un decreto firmado por Constantino XI Paleólogo, el último emperador bizantino. —Se permite una pausa teatral y aprovecha la ocasión para levantar los ojos al cielo—. Pero qué decía el decreto, ay, eso no lo sabemos. Nuestro testigo expiró antes de que pudiéramos averiguar algo más.

—Una lástima —dice el visir mientras juega con su barba—. Tus métodos no siempre son muy finos.

—Si se me permite —dice Hafise—. La respuesta es esta: Humphrey Trencom no es en absoluto Humphrey Trencom: es Humphrey Paleólogo, un descendiente del emperador infiel Constantino. Ha venido, creo, en busca de su trono.

Los tres hombres se inclinan hacia delante cuando sus palabras surten efecto.

—Pero ¿por qué aguarda una señal del patriarca? —pregunta el visir—. ¿Y qué espera encontrar en la Puerta Dorada?

—No lo sé —dice Hafise.

—Ni yo —dice Abdul Alí, el verdugo.

—Ni yo —dice Hamed Efendi.

—Ni yo tampoco —dijo irritado Edward Trencom trescientos dos años después de que la susodicha reunión tuviera lugar. Lo único que sabía con certeza (y lo sabía por el diario de Ralph Pryor) era que dos días después de que Humphrey Trencom huyera de Constantinopla a bordo de un velero con destino a Salónica, los agentes del gran visir descubrieron una pequeña cueva recubierta de piedra bajo la Puerta Dorada.

Estaba vacía. Allí no había nada.