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18 de abril de 1969

Dos barcas de pesca habían sido arrastradas hasta la playa de guijarros, a un lugar donde las olas no llegaban por poco. Todavía chorreaban agua sobre las piedras blanquecinas, formando un círculo grisáceo alrededor de cada bote. Pero con cada minuto que pasaba el goteo disminuía y el círculo iba aclarándose. El sol chillaba en el cielo: una luz tan penetrante que causaba un dolor agudo por detrás de los ojos. El mar ofrecía una estampa infinitamente más apacible; una losa azul casi inmóvil, salpicada de lentejuelas.

El propietario de uno de los botes dormitaba en un minúsculo recuadro de sombra, dentro de la embarcación. Se había ladeado el sombrero para protegerse los ojos del sol. Para cualquiera que mirara desde lejos, aquello surtía un efecto muy extraño. Era como si tuviera el cuello doblado en un ángulo imposible, capaz de partirle la columna vertebral.

En la otra barca, un hombre cortaba erizos de mar con un cuchillo roto y chupaba su jugo salobre. Le daba una o dos vueltas en la boca para paladearlo y luego se metía un dedo sucio entre los dientes para sacarse alguna picara espina. Sus ademanes eran lentos y premeditados. Era como si estuviera trabajando a medio gas, como un metrónomo al ritmo más lento. Miró su reloj y bostezó por tercera vez en otros tantos minutos. Hacía demasiado calor para estar en abril.

No era la primera vez que aquellos dos «capitanes» pasaban la mañana llevando a ocho hombres a una choza de pescadores abandonada que había en la costa oeste del monte Athos. Era un sitio raro para una reunión. La única ventana había perdido todos sus dentados isósceles de cristal y la madera, que quedaba a la vista, era del color de las barbas de ballena. El tejado también había conocido mejores tiempos. Las tejas, de un ocre anaranjado, estaban tan levantadas que parecían un campo arado y, sometidas a la inexorable atracción de la gravedad, se iban deslizando lentamente hacia el este.

Pero precisamente por esas características habían elegido el edificio. Nadie habría sospechado que, desde hacía cuatro meses, era el lugar de encuentro de agentes clandestinos que conspiraban contra el gobierno griego. Tampoco habría sospechado nadie (ni en un millón de años) que su tema de conversación solía ser un tal Edward Trencom, de la tienda de quesos Trencoms, en Londres.

Ese día en concreto, la reunión estaba formada por tres sacerdotes, cuatro agentes secretos y Andreas Papadrianos. Este último era quien más hablaba, instando a los demás a abrir los ojos y comprender que no podían perder aquella ocasión.

—Si no actuamos ahora —decía—, puede que descubramos que no tendremos otra oportunidad hasta dentro de una generación… o quizá nunca más. Os pido a todos que digáis que sí.

Uno de los sacerdotes asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo con Andreas. Fijaos en la gravedad de la situación en la que nos encontramos. Los disturbios, las protestas, la resistencia crecen cada día. Lo único que nos falta es un mascarón de proa, y eso solo nos lo puede dar él. —Puso especial énfasis en la palabra «él»—. Él unificará la nación para que nos respalde. Será nuestro grito de unión.

—Pues yo debo disentir, amigos. —Quien hablaba era el padre Iannis, el más anciano de los allí reunidos—. Que sepamos, no habla ni una palabra de griego. Y eso representa un problema, ¿o es que no lo veis?

—Ya hemos pensado en eso —terció Andreas—. Lo utilizaremos como imagen (usaremos su nariz), y tendremos a alguien que hable en su nombre cuando haga falta.

—Y no olvidemos —añadió uno de los agentes— que tiene méritos y que se lo merece. Su familia ha sido perseguida durante generaciones. Nueve, si no me falla la memoria. Y mirad cuánto le han dado a Grecia. Si nosotros, si esta gran nación, estamos tan cerca de nuestro sueño es gracias a los Trencom. Ahora, en este momento de desesperación, los necesitamos más que nunca.

Se hizo un largo silencio mientras todos cogían almendras saladas de un cuenco que había en el centro de la mesa. Andreas bebió un sorbo de agua con la esperanza de arrastrar un trozo de almendra que se le había quedado atascado en la garganta y luego volvió a tomar la palabra.

—Entonces, decidme, ¿debo mandarle esta carta? ¿Es el momento oportuno?

Levantó el sobre, en el que se leía escrito con letra cuidada: «Edward Trencom, Sunnyhill Road, número 22, Londres».

—Sí —dijo uno de los sacerdotes, y siguió un coro de síes.

—Entonces, de verdad ha llegado la hora —dijo Andreas, sonriente, poniendo fin a la reunión—. Amigos, nuestras vidas están ahora en manos de Edward Trencom.