Abril de 1969
Había pasado más de un mes desde la noche de la inundación y Edward seguía sin dar muestras de querer volver a Trencoms. Había dejado al señor George encargado de preparar la reapertura de la tienda y lo llamaba de vez en cuando para preguntarle qué tal iban las cosas. Él, mientras tanto, pasaba casi todo el tiempo trabajando en los primeros capítulos de Dinastía. Descubrió su inspiración en las Diez campanadas para medianoche de Harry Barnsley y estaba pensando en escribir Dinastía en el mismo estilo. En cierto sentido es una historia de detectives, pensaba, y en otro una mezcla de historia y novela negra.
Elizabeth se alegraba de tener a Edward en casa y hacía todo lo posible por animarlo. Se puso loca de contento cuando él le dijo que había retomado su Historia del queso y esperaba con impaciencia el día en que demostrara el mismo entusiasmo por Trencoms. Pero aun así le angustiaba enormemente el modo en que la personalidad de su marido se estaba transformando perceptiblemente. Él parecía más distante que nunca, tan desganado y cambiante. Un instante estaba lleno de pasión y al siguiente… Edward ni siquiera parecía saber quién era. Comía a horas cada vez más extrañas y de noche dormía erráticamente. Antes comía gran cantidad de queso por las noches y nunca había tenido problemas para dormir. En cambio ahora que casi había dejado de picotear queso, aseguraba tener sueños más vividos que nunca. Y en cuanto a sus relaciones íntimas… Elizabeth tragó saliva. Se volvían más estrafalarias y desinhibidas cada día que pasaba.
Elizabeth sonrió al recordar cómo doce horas antes había esperado en la cama, llena de nerviosismo, el acercamiento de su marido. Y pensar que no hace mucho solo hacíamos el amor una vez a la semana, ¡os domingos… Y ahora… madre mía… Se detuvo para contar con los dedos. Lo hemos hecho cinco veces en los últimos dos días. Era como si Edward estuviera poseído por un espíritu que lo llenaba de vigor; un espíritu que actuaba al mismo tiempo como una sanguijuela, chupando su savia vital.
Apenas una hora después de pensar estas cosas, Elizabeth se puso a limpiar el polvo del escritorio que había junto a la ventana. Allí era donde solía trabajar Edward cuando estaba en casa, y su superficie estaba casi sepultada bajo una capa de cuadernos, recortes y trozos de papel. La carpetilla de arriba llevaba el título «Humphrey Trencom» y Elizabeth vio que estaba llena de notas acerca del fundador de la tienda. Intrigada, la abrió y fue pasando ociosamente las hojas.
Santo Dios, Edward ha investigado muchísimo, fue lo primero que pensó. Aquí hay material suficiente para escribir un libro entero sobre Humphrey Trencom. La carpetilla contenía extractos copiados a mano del Diario de Samuel Pepys (todos ellos referidos al Fuego de Londres) y un mapa de la ciudad en 1666. Había dos folletos sobre Piddletrenthide, el pueblo de Dorset del que procedían Humphrey y sus ancestros, y una breve monografía sobre el sultán Mehmet IV. Qué antipático parece, pensó Elizabeth al coger una copia de su retrato. No me gustaría encontrármelo una noche oscura.
Al dejar el retrato en la carpetilla, una hoja de papel bastante grande, doblada en cuatro, atrajo su mirada. Era vieja (hasta Elizabeth se dio cuenta) y parecía agradablemente pesada al tacto. Con cuidado de no rasgarla, Elizabeth la desdobló y la extendió sobre el escritorio. Estaba escrita a mano de arriba abajo, con una letra itálica e inclinada, más recortada que un boj ornamental. Elizabeth se fijó en la fecha que figuraba arriba: «Día del Señor, 10 de septiembre de 1666»; luego vio que aquella escritura pertenecía a Humphrey Trencom. Me extraña que Edward no me haya enseñado esto, pensó. No sabía que tuviera papeles de Humphrey.
La carta, escrita después del Gran Fuego, describía cómo había perdido Humphrey todo entusiasmo por reabrir la tienda. Explicaba que se había pasado los cuatro años anteriores reuniendo el mejor surtido de quesos jamás conocido en la ciudad de Londres. Y ahora todo (quesos, tienda y buhardilla) se había convertido en humo. «Mi querida madre me dijo una vez que esperara una señal», escribía al destinatario anónimo de la carta. «Ahora, ha llegado. Ésta es la señal que he estado esperando todos estos años. Y es esto lo que me impulsa a emprender mi viaje. Lo que me lleva a Oriente».
Elizabeth leyó la carta con inquietud creciente. «Y has de saber también», añadía, «que mi nariz, el instrumento y la herramienta de toda mi alegría, se ha vuelto una maldición y un estorbo. A veces huelo y otras veces estoy perdido».
Al leer estas palabras, Elizabeth se descubrió conteniendo el aliento.
—¡Uy! Esto es increíble.
Leyó la carta otra vez para cerciorarse de que no se había inventado nada. Pero no. Allí estaba, escrito en inglés claro y sencillo. «A veces huelo y otras veces estoy perdido». Volvió a doblar el papel y miró hacia atrás como si quisiera asegurarse de que nadie la había visto. Tenía la sensación de haber hecho algo prohibido, algo que no debería haber hecho.
—Bueno, bueno —dijo por fin—. Esto requiere una taza de té.
Y con esas desapareció en la cocina.
Mientras la tetera se iba acercando al punto de ebullición, Elizabeth daba vueltas y vueltas a aquellas palabras. Estaba perpleja. No, estaba más que perpleja. Estaba completamente pasmada por aquel descubrimiento. ¿Está imitando Edward en cierto modo a Humphrey Trencom?, se preguntaba. ¿O es que sufre la misma extraña dolencia que sus antepasados? ¿Está todo en su cabeza? ¿O es incapaz de dominarse?
Al echar leche en la taza, se le ocurrió una idea aún más inquietante. ¿Sería posible que todos los hombres de la familia Trencom (durante generaciones y generaciones) hubieran sufrido el mismo espantoso mal? De pronto lamentaba no haber prestado más atención cuando Edward le hablaba de sus ancestros. Pero conocía bastante bien la historia de su padre y su abuelo, y recordaba que ellos, lo mismo que Humphrey, habían abandonado Trencoms para irse al extranjero en pos de una extraña obsesión.
Sacó el filtro del té de la tetera y lo sacudió contra un lado del cubo de la basura.
Por lo menos Edward no da muestras de querer dejar Londres, se dijo. Habrá que dar gracias, supongo; algo es algo.
Edward se había pasado la mañana sentado frente al pupitre doce de la biblioteca municipal de Southwark. Tenía la costumbre de hojear el Times antes de empezar sus investigaciones y eso es precisamente lo que hizo esa mañana en concreto. Había noticias acerca del estreno de un documental sobre la familia real y un artículo interesante sobre la inminente subasta de objetos pertenecientes a Napoleón. Pero lo que llamó especialmente la atención de Edward fue un suelto en la parte inferior de la página diecisiete, la dedicada a la crónica judicial. Era muy breve, de cinco o seis líneas, pero hizo que por un momento se le helara el corazón. «La quesería D’Autun, privilegiada por la reina», rezaba el titular, y las líneas de debajo informaban de que la tienda D’Autun, en Saint James, se había convertido en la segunda quesería de la capital en verse honrada con una «designación real». El artículo mencionaba brevemente la rivalidad entre D’Autun y Trencoms y afirmaba que la noticia sería «mal recibida por el señor Edward Trencom, propietario y explotador de Trencoms, la quesería más antigua de Londres, que recientemente sufrió graves daños a causa de una inundación. Trencoms permanece cerrada hasta nuevo aviso». Edward leyó el artículo por segunda vez.
—Mal recibida —dijo—. Mmm. Dejó el periódico y se recostó en la silla.
¿Es una mala noticia?, pensó. ¿Tanto me molesta? Y se dio cuenta con cierta sorpresa de que no.
Que tenga buena suerte, se dijo. Se lo merece. Además, algunos tenemos cosas más importantes que hacer.
Se levantó de la silla y cruzó la biblioteca para dejar el periódico en su sitio. Luego, al regresar a la mesa, abrió un libro antiguo muy manoseado y empezó a leer.
El libro en cuestión estaba escrito por Humphrey Trencom y se titulaba Ad Portum Constantinopolum, título que Edward habría traducido como «A las puertas de Constantinopla» si no hubiera sentido la presencia fantasmal de su antiguo profesor de latín asomándose por encima de su hombro.
Claro que no, pensó. Es singular. Y escribió A la puerta (en singular) de Constantinopla en la parte de arriba de su cuaderno.
La portada del libro de Humphrey daba la impresión de que el lector debía esperar un relato de viajes convencional, a la manera de los Cuentos y tribulaciones de sir Japhet Browne (publicado el mismo año) o del Maneras y costumbres de Etiopía, de Asheby. Pero Edward descubrió enseguida que la obra de Humphrey no era lo que parecía en principio. Desde la primera frase de la página uno a la última de la página 243, estaba lleno de claves crípticas e histrionismos, de digresiones y divagaciones verbales. Era como si el autor estuviera gastándole una intrincada broma al lector, saltando de un tema a otro casi con toda tranquilidad. Su tendencia a escamotear cualquier información que pudiera ayudar a aclarar la narración hacía el libro aún más confuso.
Edward se sorprendió al descubrir que Humphrey, a diferencia de otros viajeros de su época, había relatado su larga travesía por mar sin apenas hacer referencia a los puertos, los peligros de la navegación y las direcciones del viento. Se demoraba, en cambio, hablando de los monstruos fantásticos que había visto: hipogrifos y pulpos gelatinosos, sirenas y almejas del tamaño de ruedas de carro. Edward tenía claro que casi todo aquello era producto de la imaginación del autor (o lo había plagiado de Herodoto), y sin embargo Humphrey aseguraba a sus lectores que lo había visto todo con sus propios ojos.
Su descripción de Constantinopla era aún más enigmática, aunque a Edward le resultó bastante más agradable. Humphrey guiaba al lector en un periplo olfativo por la ciudad, describiendo cada barrio en términos odoríferos. Entremedias había panegíricos escritos en griego bizantino: descripciones de Constantinopla tal y como era antes del sitio de 1453.
Mmm, se dijo Edward mientras se rascaba la cabeza por decimoctava vez esa mañana. Es el libro más raro que he leído. Y se preguntaba cómo iba a desentrañar semejante relato.
El libro iba precedido por un frontispicio grabado: un retrato del autor encargado por el propio H. T. El retrato mostraba a un hombre delgado e indudablemente guapo, de mandíbula marcada y pómulos cincelados.
Un hombre que se cuidaba, pensó Edward. Un hombre que no le quitaba ojo al espejo.
El elemento más llamativo del retrato era la peculiar nariz del autor. Larga, fina y aguileña, destacaba por tener sobre el puente un bulto que, pese a ser prominente, tenía una forma perfecta. Edward se llevó instintivamente la mano a la nariz mientras estudiaba de nuevo el retrato. Es mi nariz, no hay duda, se dijo con satisfacción. Los dos somos Trencom, eso seguro.
El señor H. T. había escrito mucho acerca de sí mismo en el prefacio de su libro y parecía un hombre bastante serio y estudioso. Mientras los mercaderes ingleses de Constantinopla se pasaban el día bebiendo y yéndose de putas, Humphrey parecía haberse dedicado a estudiar manuscritos bizantinos. También había incluido algunas referencias sentimentales a una tal Agnes, que, según Edward sabía ya, era su esposa. Debía de echarla de menos, pensó. Pero, claro, yo también echo de menos a Elizabeth cuando estoy fuera.
La parte principal del libro era mucho más compleja que el prefacio. Para Edward, la mayor dificultad residía en la tendencia del autor a pasarse al latín o al griego cada vez que tenía algo importante que decir. Era exasperante. Cada vez que Humphrey parecía dispuesto a ofrecer alguna pista acerca de la meta misteriosa que perseguía en Constantinopla, se pasaba al griego bizantino. Cuanto más estudiaba el libro, más se daba cuenta Edward de que sus antepasados estaban obsesionados con la Puerta Dorada. Humphrey la describía con meticuloso detalle y ofrecía diagramas de sus fachadas este y oeste. Edward empezó a pensar que, posiblemente, el único propósito de Humphrey al ir a Constantinopla era inspeccionar aquella puerta histórica.
Ah, qué bien, se dijo al levantar la mirada del pupitre. Ahí está Herbert, justo la persona que necesito.
Herbert Potinger no sabía nada del señor Makarezos y de las extrañas cosas que le habían sucedido a Edward aquellos dos últimos meses. Edward no le había dicho que lo estaban siguiendo, porque, en la medida de lo posible, no quería que lo supiera nadie. Pero Herbert conocía al dedillo hasta el último detalle de los papeles familiares de Edward y había prometido a su amigo ayudarlo a resolver el misterio de lo que les había acontecido a sus antepasados. Ahora, al ver el libro de Humphrey Trencom, sonrió y dijo en un susurro:
—Ahora que me acuerdo, tengo noticias para ti. Y creo que van a interesarte.
Se metió los dedos entre la densa mata pelirroja de su cabeza (un tic nervioso) y se rascó enérgicamente el cuero cabelludo. Al hacerlo, cayó una ligera nevada de caspa que espolvoreó sus hombros y sus mangas. Edward la vio caer y se acordó de que una vez había leído que el polvo que había en las casas era en un 75 por ciento piel humana. En casa del bueno de Herbert, se dijo, rondará el 90 por ciento.
Edward se alegró al ver que Herbert cogía una carpeta con el título «Trencom». Unos días antes, había copiado muchos de los pasajes en griego del libro de Humphrey y se había pasado por casa de Herbert. Ahora estaba a punto de descubrir qué significaban.
—¿Por dónde empezamos? —murmuró Herbert—. Ah, sí… a ver… si miras en el capítulo veintidós del volumen catorce de la Crónica de Agallianos, encontrarás una importante referencia a la parte tercera del cuarto volumen de las Señas de Eugenikos.
Edward hizo exactamente lo que le pedía y descubrió que tenía que consultar el volumen catorce de la Revista patrística y bizantina. En él se incluía una nota a pie de página que hacía referencia a un pasaje interesante del segundo volumen de las Historiae de Juan Cantacuceno. Emocionado por estar al fin tras la pista de Humphrey, Edward regresó al fichero de la biblioteca, donde descubrió que debería haber consultado el Versuch einer Genealogie der Palaiologen de Papadópalo (Munich, 1938). Pero, por alguna razón, esta importante obra de referencia no se hallaba entre las adquisiciones de Herbert y solo podía consultarse en la Biblioteca de Londres. Además, estaba en alemán, un idioma que ni Edward ni Herbert entendían.
Algunas personas disfrutan investigando y otras no. Edward y Herbert, que pertenecían a la primera categoría, se pasaron los tres días siguientes intentando desenredar el misterio del libro de Humphrey. Los dos estaban convencidos de que Humphrey tenía una misión secreta de algún tipo y que andaba buscando algo de la mayor importancia. Pero qué era lo que buscaba y qué pensaba hacer con ello no estaba nada claro.
Edward se pasaba por casa de Herbert cada noche después del trabajo y ambos redoblaban sus esfuerzos por descubrir por qué Humphrey estaba tan obsesionado con la Puerta Dorada. Cada vez que iba, Edward se quedaba hasta mucho después de medianoche. Se pasó un sábado entero investigando en el cuarto de estar de Herbert. Y al séptimo día, más o menos a la hora en la que todo el mundo en la avenida Heythrop de Streatham esperaba su asado dominical, Edward y Herbert hicieron un descubrimiento menor.
—¡Eureka! —exclamó Herbert—. Lo tengo, lo tengo, lo tengo.
Acababa de traducir un acertijo bizantino que Humphrey había insertado en un punto importante de su libro. Releyó su traducción para asegurarse de que era correcta y luego se permitió esbozar una sonrisa satisfecha. Había aclarado parte del misterio.
—¿Y bien? —preguntó Edward, nervioso e impaciente—. Dímelo, por el amor de Dios, dímelo.
Pero iba a sufrir unos minutos de agonía antes de que su amigo pudiera informarle de su descubrimiento. Porque cada vez que Herbert Potinger vivía un momento de estrés o gran emoción, se le declaraba de pronto una tartamudez atroz.
—Spe - spe - spe - spe…
Edward intentó animar a su amigo subiendo y bajando las cejas, a ver si le sacaba la palabra.
—Spe - spe - spe - spe…
No le gustaba mirar fijamente a Herbert, así que se puso a mirar el suelo, confiando en que aquello aliviara el estrés de Herbert y apagara su tartamudeo. Pero no hubo forma.
—Spe - spe - spe - spe…
Entonces probó con otra táctica: intentó adivinar la palabra.
—¿Espectáculo? ¿Especialidad? ¿Espécimen?
Herbert no respondía; se limitaba a seguir con su valeroso esfuerzo de toser, expulsar o escupir aquella palabra tan importante. Fue una suerte que, justo cuando estaba más atorado, la puerta trasera de la casa se cerrara con estruendo. El ruido pareció traspasar su cuerpo, expulsando de su organismo el odioso tartajeo. Inesperadamente, y sin previo aviso, Herbet superó su hándicap. Una sola palabra latina salió de su boca.
—Spelaeum —dijo, y se recostó, exhausto, en la silla.
—Spelaeum —repitió Edward—. ¿Y qué significa eso?
—C-c-c-c-c…
—Ah, no —gruñó Edward—. No creo que pueda soportarlo.
Pero esta vez el tartamudeo no duró mucho.
—Cu-cu-cu-cueva —dijo Herbert—. Es una cueva. ¿Es que no lo ves? Antiguamente había una cueva debajo de la Puerta Dorada.
Y Edward y él sonrieron. Eran conscientes de que al fin habían dado con algo. Habían olfateado el rastro de Humphrey Trencom.