3 de abril de 1969
Jefatura de policía de Streatham. Jefatura de policía de Streatham. Jefatura de policía de Streatham. Elizabeth iba pasando el dedo por la larga lista de Streathams de la guía telefónica, en busca del número de información. Podólogos de Streatham. Protectora de Animales de Streatham. Sociedad Genealógica de Streatham. Dejó escapar un suave gruñido al ver aquella línea. Lo que nos hacía falta, pensó. Ah, aquí está. Jefatura de policía de Streatham, Información.
Anotó el número y se lo llevó al teléfono. Pero cuando iba a levantar el aparato vaciló y volvió a sentarse. ¿Qué voy a decirles?, pensó. Va a sonar ridículo. Recordó, además, que le había jurado y perjurado a Edward que no llamaría a la policía. No quiero empezar a engañarlo ahora, justo cuando acaba de contarme todo lo que ha pasado.
Y aunque decidió no abrir fuego de momento, seguía muerta de preocupación y no podía evitar dar vueltas a todo aquello una y otra vez. El hombre de la fiesta, el hombre que seguía a Edward, la inundación. Nada de aquello tenía sentido.
Aún no había visto a nadie siguiendo a su marido (a pesar de que estaba constantemente al acecho) y ello aumentaba más aún su frustración.
—Lo peor es no saber nunca qué hay al doblar la esquina —le confesó a Edward una noche—. Si pudiera ver qué aspecto tiene ese hombre… Eso haría que todo esto me pareciera más real.
Edward no le había contado con detalle todo lo que le había pasado, porque no quería alarmarla más de lo necesario. Pero sí le contó cómo había seguido al griego hasta la calle Queen y las extrañas escenas que Richard y él habían presenciado desde la ventana del primer piso del despacho de Barcley.
Una mañana, poco después de que Edgard se fuera a la compra, Elizabeth dejó de pronto su taza de café, cruzó los brazos y se dijo que ya estaba bien.
—Ya no soporto más quedarme aquí esperando —dijo con su determinación característica—. Es hora de tomar las riendas de la situación.
Y decidió allí mismo ir a visitar al señor Makarezos a la calle Queen.
Si Edward hubiera estado en casa en ese momento, habría hecho todo lo posible por disuadir a su esposa. Le habría dicho que aquello solo podía aumentar el peligro que corría. Le habría implorado que no cometiera semejante estupidez. Pero como no había nadie para templar su indignación y su enojo, Elizabeth pudo hacer lo que se le antojó.
Eran poco más de las once de la mañana cuando dobló la esquina de la calle Queen. No estaba nerviosa en absoluto; en realidad, parecía esperar con impaciencia su entrevista inminente con el señor Makarezos. Escucharé lo que tenga que decir, pensaba. Pero también le cantaré las cuarenta. En serio. ¿Qué tiene él que ver con Edward? ¿Y para qué?
Aminoró el paso ligeramente al acercarse al número 14 y levantó la vista hacia la placa de bronce. Bueno, allá vamos. Tras respirar hondo y exhalar lentamente por la nariz, tocó a la puerta con energía usando la aldaba.
Hubo un largo silencio antes de que se oyeran pasos acercándose desde el interior del edificio. Alguien retiró una cadena y giró una llave en la cerradura. Y entonces, después de lo que pareció una eternidad, la puerta se abrió y tras ella apareció una señora griega, bajita y delgada.
—¿Sí? —dijo en tono interrogativo.
—Vengo a ver al señor Makarezos —contestó Elizabeth Trencom con osadía—. Necesito hablar con él.
—¿Podría repetirlo, querida? —dijo la señora inclinándose hacia ella—. Soy un poco dura de oído.
—El señor Makarezos —repitió Elizabeth—. He venido a verlo.
—Ah, sí —dijo la señora—. Pues me temo que está en una reunión. ¿Podría volver dentro de… —miró su reloj— una hora o así?
—No —dijo la señora Trencom con firmeza—. No, quiero verlo ahora mismo, muchísimas gracias. ¿Podría decírselo?
—Me temo que tendrá que hablar más alto, querida. Hable un poco más alto.
—¿Podría avisarlo? Por favor. Necesito verlo urgentemente.
—Bueno, si insiste. Veré si está disponible. ¿Su nombre?
—Señora Trencom.
—¿Señora Trondheim? —repitió la señora.
—No: Trencom.
—Bien, querida —dijo la señora.
Y se alejó por el pasillo y desapareció por la escalera.
Elizabeth esperó en la puerta dos o tres minutos, intentando ensayar qué iba a decirle al señor Makarezos. La puerta estaba entreabierta y se asomó al portal. Había un pasillo mal iluminado que llevaba a un tramo de escaleras. Más allá de ellas, una puerta daba acceso a las habitaciones de la planta baja. Pero, aparte de eso, la entrada estaba completamente vacía. No había nada en las paredes, que parecían necesitar una mano de pintura desde hacía muchos años, o eso le pareció a la señora Trencom.
Mientras estaba en el umbral, oyó de pronto que alguien la llamaba.
—Elizabeth… Elizabeth…
Miró calle arriba y calle abajo para ver de dónde venía aquella voz.
—Aquí, Elizabeth…
Se dio la vuelta, levantó los ojos y vio a Richard Barcley asomado a la ventana del primer piso del edificio de enfrente.
—¡Elizabeth! ¡No! ¡No! ¡Rápido! ¡Ven aquí!
Elizabeth no sabía si quedarse donde estaba y cantarle las cuarenta al señor Makarezos o hacer lo que le ordenaba el mejor amigo de su marido.
—Te lo suplico —gritó Barcley—. No lo hagas.
Con gran reticencia, Elizabeth se apartó del umbral y cruzó la calle. Apenas había llegado al número 11 cuando la puerta se abrió de golpe y Richard Barcley, muy nervioso, la agarró del brazo.
—¿Qué estás haciendo? —dijo con un tono que nunca antes había empleado con Elizabeth—. ¿Estás loca? ¿No te das cuenta? Tu marido, Edward, corre un gran peligro. Su vida está amenazada. Llamar a esa puerta y enfrentarte al señor Makarezos es… —buscó la palabra adecuada— es una locura.
Sus palabras desinflaron a Elizabeth, que aun así conservó un destello de desafío.
—Si ese hombre… —señaló el número 14— va a arruinar nuestro matrimonio, pienso decirle cuatro cosas.
Y al decir esto la tensión de lo que acababa de ocurrir se apoderó de ella y de pronto rompió a llorar.
—Señora Clarke —dijo Richard llamando a su secretaria—. ¿Puede hacerle un té a la señora Trencom? Y a mí tampoco me vendría mal tomar uno.
»Bueno —añadió, pensándoselo mejor—, a mí hágame un café.
Al otro lado de la calle, la anciana señora griega estaba llamando a la puerta de la sala de juntas.
—Pase —dijo una voz desde dentro.
Cuando abrió la puerta, cuatro hombres levantaron la mirada.
—Ha venido una persona a verlo, señor Makarezos —dijo—. Una persona que parece muy nerviosa. Una señorita.
—¿Quién es? —preguntó Makarezos con aspereza—. ¿Cómo se llama?
—Señora Trondheim. Dice que es urgente.
—No la conozco —dijo él—. Dígale que vuelva en otro momento.