10 de septiembre de 1666
Tres días después de que se extinguieran por fin las últimas llamas, Humphrey Trencom regresó al solar de la quesería Trencoms. Tardó más de una hora en recorrer el camino entre el río y Cheapside y se quedó pasmado al ver los destrozos que había causado el fuego. No quedaba ni un solo edificio en pie. Donde antes había tabernas, tiendas y mercados concurridos, ahora solo había un amasijo de escombros calcinados.
Foster Lane había dejado de existir. El Oso Viejo era un montón de cascotes humeantes. El Almacén Viejo se había venido abajo. Y Trencoms… Ay, Señor, se dijo Humphrey mientras rebuscaba entre el cenagal de desechos abrasados que hasta hacía poco tiempo había sido su sustento. Trepó por el montón de ladrillos rotos, piedras, argamasa y azulejos, deteniéndose únicamente para olfatear el aire. Todavía salían hilillos de humo por entre los cascotes y los ladrillos quemaban los pies. Humphrey olfateó de nuevo. Qué curioso, pensó. Entre el sofocante olor a quemado de la madera y la argamasa, le parecía detectar un aroma más familiar. Ah, sí, se dijo. Sí, creo que sí. Y al respirar hondo se permitió esbozar una vaga sonrisa de reconocimiento. Mmm… sí… incluso aquí, entre tanta desolación, el noble charworth se deja sentir.
Cayó de rodillas y arrimó la nariz a los escombros. Al inhalar profundamente por segunda vez, comenzó a detectar otros olores conocidos. ¡Ah, mi bello caerphilly… y mi neufchatel, tan fragante!
¡Mis amados quesos! Papá Humphrey va a echaros mucho de menos a todos.
En los días transcurridos desde la destrucción de su tienda, Humphrey Trencom había tomado una decisión trascendental. No tenía ánimos para reconstruir la tienda, después del esfuerzo que le había costado levantarla la primera vez. La nueva tienda podía abrir bajo los auspicios de su hermano John, un muchacho brillante y prometedor. Sería un reto para él, creía Humphrey, un acicate para su vida.
Pero había otra razón por la que Humphrey no tenía deseo alguno de pasar los años siguientes reconstruyendo la tienda. Una razón que era bastante más difícil de entender. Había llegado a creer que el fuego era una especie de portentosa señal de lo alto. Los cielos, sí, los mismísimos cielos le estaban recordando su destino. ¿Acaso no se lo había dicho su madre? ¿Cuáles habían sido sus palabras exactas? «Una señal del cielo… un caos de fuego y llamas».
Pues aquello era, no había duda, un caso de fuego y llamas. Y aquel era, por tanto, el momento que debía aprovechar. Era ahora (ahora mismo) o nunca.
Y así fue cómo Humphrey Trencom regresó a la aldea de Dorset de la que había llegado apenas cuatro años antes. Fue su primera escala en un viaje que iba a llevarlo por aguas desleales y traicioneras.
La granja de los Trencom en la aldea de Piddletrenthide, Dorset, era un armatoste de adobe y madera que llevaba en posesión de la familia al menos ocho generaciones. Los padres de Humphrey habían vivido en la granja antes que él, lo mismo que sus padres y sus abuelos. En efecto, desde su construcción en el turbulento reinado de Enrique IV, la casa siempre había estado habitada por uno u otro miembro de la familia Trencom.
Estaba rodeada de prados salpicados de flores, en las riberas del río Piddle. Era un lugar apacible, especialmente en pleno verano, cuando en los prados la hierba y las flores silvestres (tanaceto amarillo, manzanilla salvaje y la rara consuelda morada) llegaban hasta la cintura. Las mañanas de otoño, cuando la neblina pendía a ras del río, Humphrey tenía por costumbre asomar la nariz por la ventana y olfatear el aire oloroso. Ah, se decía con un suspiro, el dulce olor del Piddle… ¿Qué aroma podría haber más delicioso?
Los antepasados de Humphrey solo habían destacado por su normalidad: cultivaban la tierra, ordeñaban las vacas, hacían queso. Pero él difería de ellos en casi todos los aspectos: en temperamento, intelecto y masa corporal. Yo, se decía cansinamente cada mañana, soy de contorno amplio… gordo y barrigón. Y mientras se decía estas palabras, se frotaba la tersa y blanca barriga con las manos tersas y blancas y se preguntaba con ojos empañados cuándo había sido la última vez que se había visto los bajos del carruaje.
Su rotundidad nunca era tan evidente como cuando se arrellanaba en su butaca de roble preferido. Entre los brazos de la silla había sus buenos setenta y cinco centímetros de ancho (era más grande de lo normal) y, aun así, solo con dificultad lograba Humphrey embutirse en ella. Se oía un chirrido espantoso cuando los brazos de madera se separaban de la perpendicular por la fuerza. Las junturas machihembradas gruñían. Las ensambladuras de caja sofocaban un grito. Cuando el trasero de Humphrey se aproximaba con toda su fuerza al asiento de la butaca, los remaches y las cuñas que la mantenían ensamblada se preparaban para un asalto en toda regla.
El péndulo del reloj oscilaría seis veces antes de que Humphrey se hallara confortablemente sentado en su butaca, y oscilaría otras tres veces más antes de que la ley de la gravedad dejara que sus rodetes de grasa se acomodaran por fin. Era como si cada lorza temblequeante (cada colgajo y cada rollo mantecoso) necesitara unos instantes para recobrar el aliento antes de hundirse entre los rígidos paramentos de la silla.
Humphrey era en todos los sentidos un hombre carnal. No podía empezar el día (al menos, de buen humor) como no hubiera derramado su simiente en el interior de la señora Trencom, su esposa. Y así, cada mañana, no bien cantaba el gallo, sus partes pudendas comenzaban a agitarse. Humphrey se tumbaba sobre la resignada Agnes Trencom, que apenas estaba despierta, y procedía a abrirse paso con empeño dentro de ella. Agnes no disfrutaba precisamente de la experiencia: una vez comentó que era como si le cayera encima un gran armario ropero. De hecho, durante el coito, a menudo volvía la mirada hacia el enorme baúl de roble que había en la esquina de su alcoba y se preguntaba ociosamente cuál pesaba más de los dos, si el baúl o su marido. Seguramente mi Humphrey, concluía, que por lo menos no tiene aristas.
Agnes se había hecho a la idea de que aquel ritual matutino era solo una más de las flaquezas de su marido. Sabía por experiencia y hartazgo que no podía hacer gran cosa por cambiarlo, porque los Trencom eran incapaces de dominar sus pasiones. Dejaban que sus obsesiones se apoderaran de su personalidad en un sentido perturbador.
Humphrey había demostrado talento para el estudio a muy tierna edad. Si sus habilidades precoces procedían o no de su madre (una recién llegada en el valle del Piddle) no está claro. Pero no había duda de que su madre había nutrido su genio matriculándolo en la escuela de gramática de Briantspuddle a la edad de siete años. Humphrey pronto dominó el latín y a continuación sobresalió en griego. Demostró, en efecto, tal facilidad para esta lengua que era como si hubiera nacido con ella ya instalada en la cabeza. Cuando cumplió quince años, era capaz de leer los tres libros que había heredado de su abuela materna: la Chron. maius de Georgios Sphrantzes, la Cosmographia de Miguel Eugenikos y la Crónica de Ekthesis de Juan Ducas.
Humphrey era casi con toda certeza el primer Trencom capaz de leer. Era también el primero que mostraba interés por el cercano Oriente y la expansión del imperio de los otomanos. A los veintisiete años había reunido una notable colección de libros sobre la historia de Constantinopla. Sus adquisiciones se beneficiaron en grado sumo de su traslado a Londres en la primavera de 1662. En cuanto comenzó a ganarse la vida vendiendo quesos, empezó a gastarse el dinero en libros, casi todos los cuales versaban sobre la historia y la topografía de la ciudad de Constantinopla. Su fascinación por la capital otomana se volvió muy pronto una obsesión y generó en él el impulso desesperado de visitar la ciudad. Incluso le habló a Agnes, su mujer, de su deseo de zarpar, y le dijo que un viaje a Oriente sería su salvación.
—Ya —le dijo su mujer en tono cansino—. Pero te conozco, Humphrey Trencom, y te pegaría la sífilis alguna puta de Oriente.
Humphrey nunca habría cumplido su deseo de viajar a Constantinopla de no ser por una serie de circunstancias fortuitas. En primer lugar, el Gran Fuego, que lo obligó a regresar temporalmente a la aldea que había dejado apenas cuatro años antes. Luego estaba el súbito aumento de la demanda del trencom round, el queso duro de vaca que se elaboraba desde hacía siglos en el valle del Piddle. Tanto había crecido el interés por este queso en los meses anteriores que Humphrey se había visto obligado a comprar leche en las granjas vecinas, una de las cuales quedaba en la finca del duque de Athelhampton.
Cuando se conocieron, el duque mostró gran interés por el ardiente anhelo de Humphrey de visitar Constantinopla. Apenas unas semanas antes, su excelencia se había enterado de que en los zocos de la ciudad se vendían antigüedades bizantinas por cuatro cuartos. Y como le interesaba mucho todo lo exótico (recientemente había adquirido un pigmeo momificado de las montañas de Borneo), decidió enviar a Humphrey a la ciudad de ciudades con orden de comprar todo aquello que se le antojara.
A la señora Trencom, el viaje de su marido le sentó fatal, aunque estaba deseando despertarse sin que el ropero conyugal le cayera encima. Sabía que Humphrey no podría pasar unos meses fuera sin «envainar su pene» (la expresión es suya) y le daba su bendición para que disfrutara de los placeres de Oriente.
—Búscate una ramera turca —le decía— y no te traigas la sífilis.
Con estas palabras resonándole en los oídos, y tras un último asalto en la habitación, Humphrey se despidió entre lágrimas de su Agnes, siempre tan comprensiva.
Y así fue como el señor H. T. se halló, con bastante aprensión, en el muelle de Lyme Regis una borrascosa tarde de octubre, preparándose para zarpar en el Hector, un monstruo de ochocientas toneladas propiedad de los mercaderes de la Compañía de Levante.
«Bebí mucho», escribió en la víspera de su partida, «y estaba que me caía, vomitando y hecho unos zorros». Aun así, consiguió subir a bordo su baúl, sus libros, su ropa de cama y un par de virginales antes de desplomarse en el camarote del tamaño de un camastro que había alquilado al capitán John Davis.
Cuesta comprender el horror que sintió Humphrey cuando al despertarse sintió el vil hedor del Hector, aquella noble embarcación. Tenía el don de una nariz extraordinariamente sensible (fue el primero de los Trencom al que se le concedió aquella ventajosa maldición) y estaba introduciéndola en un mundo nuevo y extraño en el que el olor era la sensación dominante. Aquella mañana en particular, el primer aroma que sintió, y el más potente, fue el de su propio vómito. Era asquerosamente dulzón: el olor pasado de la malvasía mezclado con el agrio contenido de sus tripas. Por encima de él, había un hedor mucho más penetrante que emanaba de las entrañas del barco. Era difícil, incluso para Humphrey, detectar sus componentes uno por uno. Estaba el tufo de la carne, varios barriles de la cual ya estaban podridos; el olor avinagrado de la cerveza agria; y una peste a brea y sudor, a cerdo rancio y queso añejo. Hasta el agua (metida en barriles apenas tres días antes) tenía un olor preocupante. Para la nariz de Humphrey, olía como las charcas estancadas de los molinos de Piddletrenthide.
—¡Ay, señor! —dijo—. Y pensar que todavía ni hemos salido del puerto. De esto no saldrá nada bueno.
Humphrey siempre había tenido un gran apetito. Pero cada semana que pasaba de viaje, su tamaño iba menguando ligeramente. Su barriga, antes tan redonda como la vejiga inflada de un cerdo, pronto se hundió en pliegues sin aire. Su papada grasienta (en tiempos del tamaño de una calabaza grande) pronto colgó vacía y marchita. Incluso sus carrillos, que aguantaron seis largas semanas, acabaron cayendo víctimas del hambre y, por tanto, de la gravedad. Colgaban de su cara como un par de gruesas cortinas de carne, y sus capilares rotos bastaban para recordar a Humphrey que se había convertido en una sombra de sí mismo. Únicamente su nariz, con su cúpula peculiar, seguía inmutable frente al hambre. Mientras que Humphrey iba hundiéndose lentamente sobre sí mismo, su nariz imperiosa parecía decidida a conservar su forma: era un faro desafiante en medio de un promontorio que, azotado por la tormenta, se desmoronaba rápidamente.
No fue solo la comida fétida lo que causó el declive de Humphrey. Los mareos también le pasaron su temible factura. «Evacué todos los humores que querían rebosar», escribió, «y aun así vomité». Hasta que el Hector alcanzó el estrecho de Gibraltar (y para entonces hasta la amura del barco estaba plagada de gorgojos), las tripas de Humphrey no se acostumbraron al vaivén del mar.
El martes 15 de enero de 1667, unas dos horas después de empezar la segunda guardia, Humphrey salió a cubierta. Olfateó el aire, como tenía por costumbre, e inhaló profundamente la brisa salobre del mar. Y casi al instante detectó en el viento una fragancia indeciblemente deliciosa.
—¡Tierra! —gritó—. ¡Huelo tierra!
Y efectivamente, seis horas y media después, avistaron la costa quebrada de Asia. El Hector (y su contingente de marineros y mercaderes hambrientos, más un granjero y fabricante de quesos convertido en anticuario) se aproximaba al estrecho que conducían a Constantinopla.
«Cuando fui a desembarcar mis libros», escribió Humphrey, «los aduaneros me rajaron los baúles y los cofres y lo revolvieron todo». Le confiscaron su ejemplar de El estado actual del Imperio otomano, de Rycaut, y se incautaron de su edición de Las negociaciones de sir T. L. como embajador ante la Sublime Puerta, de Lane. Pero dejaron intacto el resto de su biblioteca de viaje y Humphrey tuvo la sensatez de no presentar una queja.
Le habían ofrecido alojamiento en la factoría de la Compañía de Levante, que se alzaba en el puerto de Gálata. Humphrey se dirigió allí en compañía de los demás mercaderes y se instaló en su cómoda aunque pequeña habitación. Su primera tarea, y la más urgente, era buscarse una ramera turca. Pero aquello resultó más difícil de lo que parecía, ya que Humphrey descubrió que el sultán Mehmet IV había promulgado recientemente un decreto prohibiendo las relaciones sexuales entre musulmanes y cristianos. Humphrey, sin embargo, encontró por fin una joven fulana llamada Hafise, que se ofreció a suplir sus necesidades por el módico precio de un chelín y dos peniques la sesión.
Hafise olía a Oriente: tenía el aroma fresco y limpio del aceite esencial y la bergamota, de la esencia de lirio y el agua de colonia.
Ojalá mi Agnes…, pensaba Humphrey melancólicamente, antes de pararse en seco. Humphrey Trencom, añadía, eres un desagradecido.
Hafise llevaba muchos años ejerciendo su oficio carnal. Había servido de entretenimiento a pachas, mercaderes, a un derviche renegado y a tres comerciantes europeos. Y sin embargo hasta a ella le sorprendió el entusiasmo con que hacía el amor el bullicioso Humphrey. Con un gruñido bajo, Humphrey se despojaba de las medias y las calzas, se desabrochaba la camisa y se quitaba las botas a puntapiés. Luego, cuando estaba completamente desnudo (y «con la pica apuntando al mediodía», como escribió en su diario), se acercaba a Hafise.
—Vamos, mi pequeña turca —ronroneaba—. Ven con Humphrey.
Durante las semanas siguientes, Humphrey exploró cada hueco y ranura de su turca, metiendo los dedos en sitios donde no debían meterse. La acariciaba y la sobaba, la lamía y la chupaba. Voy a apurar hasta las heces este pozo de placer, se decía con un gruñido cargado de avidez.
Los compatriotas de Humphrey observaban su comportamiento con cierto regocijo y no poca curiosidad. Humphrey pasaba el día en su aposento, estudiando mapas artesanos, y salía de la factoría a horas intempestivas de la noche. Llegaba a acuerdos clandestinos con mercaderes feneriotas que vivían en el barrio cristiano de la ciudad y hasta se lo había visto vagando por las calles que rodeaban la mezquita de Selim I. Los agentes de la Compañía de Levante le preguntaban sobre sus actividades, pero él no soltaba prenda.
—Estoy buscando antigüedades —era su única respuesta—. Buscando antigüedades.
Fue a la vuelta de una de sus extrañas excursiones nocturnas cuando le ocurrió una cosa bastante extraña. Había quedado en encontrarse con Hafise en la factoría inglesa una hora antes de que amaneciera para poder entregarse a su deporte matutino.
—Mi paseo mañanero por el campo —bromeaba—. Arriba con el quiquiriquí.
Hafise llegó a la factoría según lo convenido y siguió a Humphrey a su aposento. Se quitó la aljuba de color azafrán, se despojó de la ropa interior y, ya desnuda, se tumbó en el diván de Humphrey. Humphrey también se desnudó con su velocidad característica y acercó a ella su menguado corpachón.
Uno de sus mayores placeres era tumbarse a su lado y dejar que su nariz explorara los rincones secretos de su cuerpo. Hafise tenía su olor peculiar, muy distinto del de Agnes. El colorete de sus mejillas olía a cártamo; los polvos de su pelo, a algalia. Y había otros olores más seductores: olores que excitaban la entrepierna de Humphrey. Sus axilas… ¡oh, sus axilas deliciosas! Lavadas pero nunca perfumadas, tenían el matiz tangible del cansancio: el primer asomo de olor causado por su enérgica caminata de madrugada. Humphrey inhalaba siempre profundamente (dos o tres veces) antes de pasar a pastos más fértiles.
Dejaría que su nariz viajara hacia el sur, muy abajo, muy abajo, hasta que alcanzara el emporio de su deleite.
—Mi zoco de placer —babearía—. Mi Oriente de la carne.
Descansaría un rato mientras dejaba que sus fosas nasales exploraran las colinas y desfiladeros en miniatura de su carne. Hechizado y gozoso, la nariz le cosquillearía incontrolablemente.
Pero esa mañana en concreto, por primera vez, pasó y se torció. Humphrey se pellizcó la nariz, como tenía por costumbre, y se arrimó a los brazos de Hafise. Absorbió aire por la nariz y lo llevó a sus pulmones. Y entonces se detuvo, esperó y empezó a rascarse con nerviosismo.
—Qué curioso —dijo— y qué raro.
La explosión de olores que esperaba no llegó. Humphrey Trencom no olía absolutamente nada.
Bajó por el desfiladero que formaba el canalillo de Hafise y se detuvo un momento en su ombligo delicioso. Un día cualquiera, aquello era un verdadero torbellino de olores. Pero, de nuevo, nada. Humphrey estaba ya verdaderamente desconcertado. Prosiguió su viaje rumbo al zoco del deleite. Vació todo el aire de sus pulmones con una ruidosa exhalación y respiró luego honda y largamente. Pero ¿dónde, oh, dónde se había metido el aroma familiar del amor?
—¿Por qué has perdido tu olor, preciosa mía?
Pero, en el fondo, Humphrey sabía que Hafise no había perdido su olor. Era la nariz la que fallaba. Había pasado algo terrible. Sin causa aparente ni previo aviso, sus receptáculos olfativos lo habían traicionado.
Con un profundo suspiro y un gruñido ronco, Humphrey se echó encima de la encantadora Hafise y se preparó para entrar en acción. El sol salió. Cantó el gallo. Y en el pequeño aposento de Humphrey, un diván cubierto de seda recibió la mayor paliza de su vida.
Humphrey logró encontrar muchas rarezas para el duque de Athelhampton y al poco tiempo de su llegada había adquirido una excelente colección de Evangelios y manuscritos. Su pieza preferida era una bula imperial que portaba el sello de Juan Paleólogo y con el que pensaba quedarse. Se lo compró a los monjes de la isla de Heybeli por dos libras, tres chelines y doce peniques, suma que, pese a ser considerable, era una simple florecilla de aciano en los prados del duque de Athelhampton. «Una auténtica ganga», escribió en su diario. Y así era.
El foco de las atenciones de Humphrey se hallaba (aparte de en las partes pudendas de Hafise) en la Puerta Dorada. Casi todos los días desde su llegada a la ciudad, se acercaba a la puerta y allí se pasaba las horas muertas, dibujando su fachada y calibrando su estructura. Sabía más que la mayoría de la gente sobre la Puerta Dorada, porque llevaba gran parte de su vida adulta estudiándola.
—Fue el escenario de los mayores triunfos de la historia del Imperio bizantino —les decía a los mercaderes ingleses con los que compartía alojamiento—. Fue allí donde Basilio I celebró su victoria sobre los búlgaros. Allí donde Miguel III festejó la derrota aplastante de los árabes. —Llegado a este punto, hacía una pausa para meditar sobre las glorias del pasado—. Y fue por esa puerta por la que entró el emperador Miguel VIII Paleólogo a lomos de un corcel blanco en el verano de 1261, tras vencer a los cruzados y recuperar su ciudad. Y luego —aquí exhalaba lentamente un suspiro—, se acabó.
Fue en aquella misma puerta donde finalmente expiró el antaño poderoso Imperio bizantino. Y de ese tema el señor Humphrey Trencom sabía un rato.
Un gran gentío se ha reunido a la sombra de la puerta. Había vendedores ambulantes y mendigos, adivinos y faquires. Un boticario está vendiendo sorbetes almizclados; un imán recita sus plegarias. ¡Ojo con el zapatero, con su bandeja ovalada llena de babuchas! ¡Cuidado! Hay que guardarse las espaldas.
—¡Allah, yanssur es-sultan! —grita un aguador—. Dios guarde al sultán victorioso.
Y la muchedumbre contesta:
—¡Allah, Allah!
En el rincón más alejado de aquel zoco improvisado, junto a la puerta majestuosa, Humphrey Trencom husmea aquí y allá. Parece haber encontrado algo que ha llamado su atención.
Poco después de la medianoche, cuando los únicos que visitan la Puerta Dorada son los gatos esqueléticos y las panzudas ratas, se ve a Humphrey Trencom deslizándose entre las sombras. Va vestido con un turbante negro, un manto de estambre oscuro y babuchas suaves. Está claro que intenta llegar a la Puerta Dorada sin que lo vean.
En el cielo la luna es un gajo muy fino, y las calles están repletas de sombras. Los grandes muros aparecen como un bloque negro recortado sobre un fondo velado. Los demás edificios no son más que siluetas caliginosas.
Justo antes de llegar a la puerta, Humphrey se escabulle por una bocacalle. Unos veinte metros más allá (nada más pasar el Osman Camii), hay un pequeño pasadizo que conduce a un patio minúsculo. Humphrey atraviesa corriendo el pasadizo y entra a tientas en el patio. No hay luz y tiene que fiarse de sus otros sentidos: su nariz y sus manos. Palpa una puerta. Está cerrada. Palpa otra. Lo mismo. Pero la tercera puerta está ligeramente entreabierta. Y su nariz, que se ha recuperado por completo, ha detectado el raro aroma que se cuela por la rendija.
Humphrey empuja la puerta y esta chirría. Maúlla un gato. Una ventana se cierra con estruendo.
—Tst, tst —se dice Humphrey en voz baja—. No hagas ruido, Humphrey, no hagas ruido.
Detrás de la puerta hay un tramo de escaleras con los peldaños bajos y desgastados por el tiempo.
Cuidado, muchacho, se dice. No querrás tropezar aquí.
El olor se hace más fuerte a cada paso: un aroma a bálsamo y especias.
—Turífero, turífero, turífero —susurra Humphrey mientras olfatea el aire—. De las tierras altas de Arabia.
Llega al final de la escalera y palpa las paredes. El suelo es de arena y la piedra está húmeda. El pasadizo es estrecho, tiene solo sesenta centímetros de ancho, y Humphrey cabe a duras penas. Si hubiera llegado seis meses antes (previamente a su larga travesía por mar), no habría podido pasar. Alabado sea Dios por la comida pútrida, piensa.
Nota el olor del liquen bajo la capa de incienso.
—Ya casi estás, Humpers —se dice en voz baja—. Doce pasos más.
Humphrey está ahora justo debajo de la Puerta Dorada, en una estancia redonda excavada en la roca. No ve nada, ni siquiera sus babuchas. Pero sabe algo sobre aquella habitación que es tan secreto y peligroso que, si se descubriera, conduciría a su muerte inmediata. Da dos pasos adelante, extiende los brazos y palpa un bulto.
—El patriarca tenía razón —susurra—. El patriarca tenía razón.
Allí está, tal y como esperaba. Una gruesa capa de arpillera que encierra un objeto extremadamente precioso. Humphrey lo coge en brazos, se lo acerca un momento a la nariz y se lo guarda luego bajo el manto.